El ladrón que Soldi admiró
El autor de esta nota cuenta cómo escribió Un caballero en el purgatorio, la azarosa vida de Carlos Frattini
No puedo escribir sobre alguien que no me genere empatía, y mucho menos sobre alguien con quien no tenga confianza. Por eso, cuando Florencia Cambariere, mi editora, me preguntó si me tentaba escribir la historia de un ladrón que pasó veintitrés años preso y pintaba tan bien que al ver sus retratos Soldi lo tomó como pupilo, le dije que primero quería conocerlo.
En 2009 Jorge Fernández Díaz entrevistó a Mira Ostromogliska, la protagonista de mi segunda novela (El ghetto de las ocho puertas), para la serie "Historias con nombre y apellido", publicada en La Nacion. Antes de Mira, uno de los personajes que habían salido en la columna era un tal Frattini.
Lo conocí en la editorial, vestido con un cuidado extremo, como esos antiguos aristócratas que lo pierden todo pero siguen moviéndose por la vida como si nada hubiera cambiado y todo les perteneciera.
En aquel primer encuentro nos medimos como dos boxeadores. Yo, preguntando cosas salteadas, buscando contradicciones, mentiras y, sobre todo, apreciando el nivel de detalles que empleaba en su relato. Empezó por el principio: se había criado en un conventillo de La Boca en los años 30, soportando a un padre alcohólico y violento que le pegaba y lo echaba de la casa... Y entonces ya no pudo seguir hablando. Quizás alguien piense que soy un psicópata, pero al ver llorar a Frattini supe que la cosa pintaba bien.
A él lo único que le importaba eran las formas de la escritura: "¿Cómo lo vas a contar? ¿Vas a contar todo? ¿Vas a poner los nombres reales? Mirá que no quiero lastimar a nadie con mi vida. Ya jodí bastante". Ahí también había algo. Frattini quería contar su historia dejando a un lado a las personas que había lastimado con sus errores, para protegerlas, pero también quería que sus propios errores les sirvieran como ejemplo a otros. "Voy a contar lo que usted recuerde, y sólo lo que quiera recordar", le dije. Pocos días después, me llamó para preguntarme cuándo empezábamos.
Él y Cristina, su mujer, viajaron a Buenos Aires varias veces para que yo pudiera entrevistarlo. Nos encerrábamos a hablar durante horas. Pronto, entre los dos se dio todo eso que yo buscaba: confianza, confesiones, detalles. Frattini se reveló como un extraordinario narrador. Para escapar de los puños de su padre, se había tenido que acostumbrar a vagabundear por las calles llenas de inmigrantes y desocupados que malvivían la depresión de los años 30. A veces, permanecía escondido debajo de la casilla del conventillo esperando que la puerta se abriera. Pero esa puerta nunca se abría, así que él entraba a los edificios para robar las monedas que la gente dejaba debajo de los sifones vacíos.
A los quince años, sin previo aviso, su padre lo encerró en un reformatorio. Lo retiró un año más tarde y le dijo que si no trabajaba se fuera. De inmediato, Frattini se convirtió en cadete de una carbonería, pescadero, canillita… Hizo de todo para convencer a su padre de que sería un buen hijo. Pero eso no alcanzaba, ni alcanzaría nunca.
Un día se reencontró con un antiguo compañero del reformatorio, que le enseñó que robar billeteras y carteras era más productivo que escarbar debajo de los sifones. Con aquella primera sociedad, Frattini pasó de tener un hobby a ser un profesional. Pronto, dejaron el arrebato y se convirtieron en "escruchantes". Robaban sin violencia. Se limitaban a tener decenas de llaves que les permitían abrir las puertas de la ciudad cuando los dueños estaban ausentes. Entraban, buscaban joyas y dinero, y se marchaban en silencio sin que nadie los viera.
"Eran otros tiempos", decía Frattini en las entrevistas, con pesar. "Hoy los pibes matan por un celular. No hay más códigos", decía. Él había tenido los mejores maestros. Personajes emblemáticos del crimen argentino, como Jorge Eduardo Villarino, el Lacho Pardo o los hermanos Prieto le enseñaron que no hacía falta lastimar a nadie para conseguir buenas joyas, que no era de hombre maltratar a las víctimas ni de profesional salir a robar bebido o drogado. Nunca había que matar, nunca había que delatar a los compañeros a pesar de que le quemaran el cuerpo a fuerza de colillas y picana.
Durante toda su carrera de escruchante, Frattini respetó estas reglas. Las únicas veces que tuvo que usar la violencia, fue para protegerse o proteger a sus amigos dentro de la cárcel. Mientras cumplía una de sus condenas, descubrió que se le daba bien el dibujo. Pintaba a lápiz los retratos de los famosos que salían en las revistas. Pronto, los presos y los celadores comenzaron a encargarle dibujos de sus propios familiares, que Frattini pintaba a cambio de yerba, fideos o bien un trato diferente al que debían soportar los otros presos. Aunque los hubiera pintado gratis con tal de matar el tiempo que debía estar confinado al encierro. Es curioso, pero cada vez que terminaba de cumplir una condena, se olvidaba del dibujo. Las calles le resultaban más placenteras que los trazos de su lápiz.
Frattini parecía haber estado en todas partes. El día que se escapó de la colimba, se dirigió al Centro y acabó sirviendo mate cocido a los millones de argentinos que se acercaron al velorio de Evita. En 1955, tras robar un edificio del Centro, corrió por Plaza de Mayo escapando de las bombas que la Armada tiraba para derrocar a Perón. Desvalijaba departamentos sin importarle que afuera los militares dispararan vestidos de Azules y Colorados. En 1973, cuando Cámpora firmó la amnistía que liberaba a los presos políticos, desde la ventana de su celda pudo ver a los jóvenes que se escapaban de Devoto cantando la marcha peronista. Todavía hoy se queda sin palabras al recordar la matanza que el Servicio Penitenciario hizo en 1979, en el Pabellón 7º de Devoto. Estaba unos pisos más abajo, y desde allí podía sentir los disparos cobardes de los celadores y el olor de los cuerpos quemados. Un olor que aún hoy parece entristecerle la mirada.
Condena a condena, Frattini iba mejorando su estilo. Tanto era así que una vez expuso sus cuadros en Devoto, y al ver el retrato que había hecho de Borges, Raúl Soldi le pidió que lo visitara cuando saliera en libertad. Para entonces se había casado y tenía dos hijos. Durante varios meses dibujó retratos que, gracias a Soldi, se expusieron en galerías y en programas de TV, a los que fue invitado. Más que fama, Frattini buscaba la oportunidad de cambiar de vida. Por eso le pidió al maestro que le consiguiera un trabajo. "Usted es un artista, Frattini, no tiene que trabajar", le dijo Soldi. Meses más tarde, sin dinero, olvidado por la prensa, Frattini no pudo hacer otra cosa más que aceptar su destino de llaves y puertas cerradas.
Al año lo había perdido todo: su carrera de dibujante, su libertad, su mujer, sus hijos. Esos hijos a los que no vio durante más de veinte años y a los que aún hoy no sabe cómo pedirles perdón por los errores que cometió. Porque los personajes extraordinarios como Frattini tienen esas cosas: pueden haber ganado millones, pueden haber pintado el mejor retrato de Pichuco, pueden haber vivido cosas que alcanzarían para llenar cientos de enciclopedias. Pero lo único que les importa es el final de la historia. Una historia de puertas cerradas, joyas, motines, torturas y una luz breve, idílica, que surge al final del camino.
Alejandro Parisi
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