Fervor y esmero para cuidar lo propio
Pueblos rurales y ciudades bonaerenses trabajan comunitariamente en proyectos de arte para preservar sus costumbres
Explicar cómo se cocina un lechón para 40 personas, posar para el almanaque del vecindario, desfilar con las prendas íntimas de la abuela, grabar la propia voz para el archivo fónico del pueblo, o recordar el desmantelamiento ferroviario mediante una obra de teatro. En varios pueblos de la provincia de Buenos Aires estas son sólo algunas formas de construir el propio patrimonio cultural de los que allí habitan. Claro, siempre a partir de hechos cotidianos, de fácil acceso, conocidos por todos.
Algunos proyectos de arte y trabajo comunitarios comenzaron en los años 90, cuando dejaron de funcionar miles de kilómetros de ferrocarril, y muchos emigraron. Los pobladores que se quedaron decidieron reconstruir su vieja fisonomía cultural en la estación de trenes abandonada.
Otros emprendimientos surgieron durante la crisis económica de 2001 y 2002, y siguen en franco crecimiento. La mayoría de los que trabajan en el Patrimonio Cultural Intangible están a no menos de 200 kilómetros de la ciudad, por lo que casi no entablan relación con la maquinaria cultural que ofrece Buenos Aires.
Para los vecinos el auge tuvo que ver con una "urgente necesidad" de reconstruir la propia identidad en medio de la globalización y las incesantes crisis nacionales. Y claro, también por el sólo placer de expresarse y compartirlo.
En la localidad La Niña, a 270 kilómetros de la Capital, sus habitantes son conocidos por el sentido del humor y la creatividad.
Multicultural
Entre 2004 y 2006, los 400 habitantes quedaron sumergidos en el agua por un diluvio sin precedente. Los cultivos se perdieron por la inundación y los vecinos no tuvieron mejor idea que organizar el primer certamen provincial de pesca. Son los mismos que posan cada año para el calendario anual del pueblo. Hace ocho años que jóvenes, ancianos, niños y pobladores con oficio eternizan su imagen bajo el lente de la fotógrafa Tuti Maglio. Para este año se imprimieron 2000 ejemplares.
Allí mismo funciona el proyecto Fin Zona Urbana, donde el campo no es sólo sinónimo de producción económica, sino también de producción artística. Se trata de hacer arte colectivo entre agricultores y artistas.
Desde 2005 se realizó media docena de muestras sobre la estancia La Catita. "O hacíamos algo para sobrevivir o teníamos que emigrar. Los políticos no planifican pensando en nosotros. No somos visibles para ellos; tenemos que hacer cosas para reafirmar nuestra identidad. Es cultura de la resistencia", apunta Ricardo Gallo Llorente, impulsor de los proyectos culturales de La Niña.
Muy cerca de los campos de Fin Zona Urbana funciona un nutrido grupo de teatro comunitario. Unos 140 vecinos de la localidad de Patricios, ubicada a 300 kilómetros de la ciudad, actúan sus obras en la estación de trenes abandonada para expresar su descontento a través del arte.
El rock en el campo es el nombre de otra curiosidad que alberga el pueblito de Quiroga. Allí se realiza un festival a fines de cada año, donde tocan cuatro bandas de rock locales. Una de ellas, Jaqueca , define a su música como "agrícola-ganadera".
Los eventos culturales se repitieron en forma aislada y sin apoyo oficial, con excepción de algún municipio. Pero desde hace tres años surgió un proyecto que une la idea de patrimonio cultural y vida cotidiana llamado "Pueblos que laten". Es un plan regional para incluir a pequeñas comarcas rurales a la agenda pública y comercial de Buenos Aires.
De película
Un pueblo de película: así se conoce a la ciudad de Saladillo, donde los propios vecinos hacen cine. Es decir, dirigen, protagonizan y difunden cortos y largometrajes bajo la tutela de los cineastas Fabio Junco y Julio Midú. Ambos ya se alzaron con tres Martín Fierro del Interior.
"El patrimonio cultural lo hace la gente, no importa si es tangible o intangible. Tiene que tener todo lo que conserve la experiencia vital de sus habitantes", define Alfredo Torre, directivo de la ONG Bien Cultural.
Pigüé queda a 590 kilómetros de la Capital. Su museo municipal, comandado por Norma Perera, fue escenario de varios desfiles, en cuyas pasarelas vecinas de todos las edades y tamaños lucían prendas de lencería de sus ancestros. "Adiós al corsé" se llamó uno de esos eventos, donde bombachones y bikinis diminutas recibían chiflidos por igual desde la improvisada tribuna.
El museo municipal también fue sede de charlas sobre la historia de la prostitución en Pigüé. Con gran convocatoria, los hombres de mayor edad se animaron a relatar muchas de sus visitas a los prostíbulos, frente a un auditorio de curiosos.
La mayoría de los proyectos no reciben subsidios del Estado, sino que son financiados por los propios vecinos y ONG que piden una cuota mensual a sus socios.
Para Torre, la ecuación entre cultura y patrimonio es esencilla: "Si la cultura no sirve para mejorar la calidad de vida de la gente, entonces no sirve para nada".