La "jefatura espiritual" de un poeta
Una semblanza que refleja la desesperación de un lector por convertirse en escritor y su ambición de transformarse en figura pública internacional
La carrera poética del mexicano Octavio Paz (1914-1998) fue, entre otras cosas, una brillante carrera diplomática. Como buen embajador, no desconocía el papel que desempeña el manejo de contactos y de información: las revistas que fundó y dirigió, Plural y Vuelta, fueron columnas vertebrales de lo que su biógrafo más reciente llama su "jefatura espiritual". Pero estaba alerta a los peligros de un afán excesivo por la profesionalización de una vocación; lo revelan palabras suyas sobre Marcel Duchamp: "Más difícil que despreciar el dinero es resistir a la tentación de hacer obras o de transformarse uno mismo en obra". Su último retratista, el mexicano Christopher Domínguez Michael, explica que "sufrió ambas tentaciones".
Esta biografía da la medida de la desesperación de un lector por convertirse en escritor y de lo que es capaz de hacer para lograrlo. Sobre todo si a esa ambición se le suma la de transformarse en una figura pública de proyección intercontinental. Una de las virtudes de Octavio Paz en su siglo es que permite calibrar con exactitud el tamaño de la esperanza de perpetuidad que soñaba para sí el poeta mexicano. En una oportunidad su compatriota Salvador Novo dijo de Jaime Torres Bodet que tuvo "no vida, sino biografía". Paz coincidió con Novo, de manera que estaba al tanto de la disyuntiva, y algo análogo se podría pensar de él. No sorprende que sobre Pessoa haya escrito lo contrario: "Los poetas no tienen biografía. Su obra es su biografía", como un modo de implorar que a fin de cuentas su vida no se leyera en ese sentido.
Las épocas parecen crear una especie de hechizo para que se consagre un estilo particular -literario, político, religioso- que treinta o cuarenta años más tarde resulta obvio o absurdo, o en todo caso menos merecedor de elogios tan obsequiosos. Lo anticipó el propio Paz al comentar la ubicuidad que cimentó en su momento André Breton: "Fue uno de los centros de gravedad de nuestra época. No sólo creía que los hombres estamos regidos por las leyes de la atracción y la repulsión sino que su persona misma era una encarnación de esas fuerzas". Paz, que anhelosamente ocuparía uno de los tronos de ese centro durante varias décadas, añade algo que le sucedería a él -según admite su biógrafo- con no pocos de los que lo rodeaban: "Confieso que durante mucho tiempo me desveló la idea de hacer o decir algo que pudiese provocar su reprobación".
De joven, Domínguez Michael trabajó con Paz en la revista Vuelta, y se respira un aire al estilo de Henry James en esta nueva biografía: el escritor que prepara -entrena- a su futuro biógrafo. En especial porque, mientras tanto, éste oficiaba de tutor de las lecturas del primero. El propio Domínguez Michael le decía bromeando, para enojo de Paz, que la última novela que había leído era de 1928, El amante de Lady Chatterley. Y desliza que Paz tenía "mayor sentido del humor que Breton (pero no mucho más)".
La intensidad adicional de esta biografía la proveen no pocas digresiones autobiográficas. Es curioso que el libro más personal de un escritor resulte una biografía, pero es ésta otra de las noticias que depara este trabajo. A pesar de su devoción por Paz, Domínguez Michael advierte que "sería incapaz de creer que un poeta de advocación surrealista pudiera ser materia de una hagiografía". De todas maneras, lo acata a Paz en lo que éste había apuntado: "Escribir sobre André Breton con un lenguaje que no sea el de la pasión es imposible". Tratándose de un crítico certero, sorprende cómo por momentos el autor de La sabiduría sin promesa cae en cierta docilidad -no exenta de actos reflejos de insurrección- desconocida para sus lectores, y que da lugar a alabanzas hiperbólicas que se excusan si se entiende que en parte su libro pertenece al género de memorias.
Estamos ante un documento fiel y vigoroso sobre la relación entre maestros y discípulos. Domínguez Michael llama a Paz "el maestro absoluto" y aclara que "su técnica no era el monólogo sino la mayéutica". Allí desfilan, además del propio biógrafo, leales y lúcidos que harían obra considerable: Alejandro Rossi, Gabriel Zaid, Enrique Krauze y Guillermo Sheridan. Es asimismo un enjundioso catálogo de aliados -los mencionados- y adversarios, como lo fueron el velocísimo Carlos Monsiváis y la primera mujer de Paz, la escritora Elena Garro, que lo atacó una y otra vez en novelas cuya invectiva no les quitó genio inventivo.
Se lee mejor una biografía (se descubren cosas que de otro modo permanecerían vedadas) siguiendo la pista de algunos nombres. Para cortar camino en su ascenso, Paz eligió arrimarse a ciertos apellidos; siempre hay nombres que al rozar a otro lo perfeccionan, o prestigian al nombre que los reúne. La agenda de Paz -"afilador de sombras", insinúa uno de sus versos- parecía tener un ojo puesto en las biografías futuras: sus mentores, Xavier Villaurrutia y Jorge Cuesta, pero también Alfonso Reyes, María Zambrano, Benjamin Péret y André Pieyrre de Mandiargues, Joseph Cornell y Leonora Carrington.
Un puñado de argentinos decoran el itinerario astutamente señalizado por Paz: Bioy Casares, Silvina Ocampo y sobre todo, José Bianco. Figura opuesta a la de Paz, practicante de una de las formas más elegantes del escritor secreto, Bianco lo retrató en La pérdida del reino, modelo de narración de los dobleces de una vida. La primera línea de esta novela ("Hay hombres favorecidos por los sueños") acaso se pueda leer como un comentario irónico del derrotero de Paz y como una cifra de la naturaleza ilusoria de cualquier renombre.
Octavio Paz en su siglo
ChristopherDomínguez Michael
Aguilar
651 páginas
$ 349