La memoria como escritura
Sobreviviente de un campo de exterminio nazi y luego militante comunista hasta su ruptura definitiva con el partido, Jorge Semprún fue testigo del poder destructor de los dos grandes totalitarismos del siglo XX. Su obra, a la que en breve se sumará la novela Veinte años y un día, que editorial Tusquets publicará aquí en abril, es la respuesta de un humanista a la arbitrariedad del mal, una reflexión honda y dolorosa, empecinada en no dejar que el olvido nos lleve nuevamente a las puertas del abismo
En el centro de todo está Buchenwald. Antes, claro, hay toda una biografía que conduce irremediablemente a ese campo de concentración: nieto de Antonio Maura por parte de su madre, hijo de una familia burguesa y católica, pero liberal y republicana, Jorge Semprún, niño bien del barrio de Salamanca en Madrid, debe abandonar España porque su padre, escritor y abogado, republicano de cepa, no quiere caer, con toda su familia, en manos de Mola, que al inicio de la Guerra Civil tiene ya cercado el pueblo vasco donde veranean en ese infausto 1936. Así, residen primero en Holanda, donde su padre es el representante de la República en La Haya, y luego, tras la caída de Madrid, en París, donde Semprún estudia en el Liceo Henry IV (sí, el de Marcel Proust). Justo cuando inicia sus estudios de filosofía, viene el torbellino de la Segunda Guerra, la derrota francesa y la ocupación alemana. Y ahí su decisión de resistir, sin haber cumplido los veinte años, hasta caer preso. Luego vienen el sufrimiento de la tortura en la detención y la consiguiente deportación al campo. Y, después del campo, mucha vida: primero, como miembro clandestino del Partido Comunista español en Madrid, partido del que será expulsado por alejarse de la línea doctrinaria impuesta por la Pasionaria y el joven Santiago Carrillo, suceso que lo llevará años después a escribir Autobiografía de Federico Sánchez; luego, como figura de las letras francesas y españolas, desde su primer libro, El largo viaje, que ganará el premio Formentor y será editado simultáneamente en varias lenguas.
Guionista de Costa-Gavras y personaje central de la vida cultural francesa, en su vertiente Rive gauche, Semprún regresa a España tras la invitación de Felipe González a unirse a su gabinete como ministro de Cultura. De su experiencia de gobierno saldrá Federico Sánchez se despide de ustedes, donde arremete contra la política entendida como espacio de poder y control del aparato partidista, y no como vocación de servicio público. Pero en el centro está Buchenwald, corazón de su vida y su literatura, tanto en El largo viaje como en Viviré con su nombre, morirá con el mío y Aquel domingo, pero sobre todo en su libro capital, que debería ser lectura obligatoria en España: La escritura o la vida. Y es que en el centro de todo el siglo están los campos: lagers nazis, archipiélago Gulag soviético, UMAP cubanos, Laogai chinos (aún en funcionamiento); el siglo XX es el siglo de los campos de concentración, de la masificación del dolor, del exterminio y el anonimato. Por ello, la voz de los sobrevivientes será la voz de la posteridad. Junto a Shalamov y Levi, Solyenitzin y Herling, está la voz de Jorge Semprún, exiliado español, resistente francés, sobreviviente de Buchenwald.
El mundo es una red de símbolos. La obra de Semprún es una formidable manera de relacionar los hechos, las personas y las ideas entre sí en un tejido narrativo de presentes sucesivos, plenos de significación. Eso es precisamente el corazón de la poética narrativa de Semprún: una prosa inteligente, que relaciona unos sucesos del pasado con otros pasados y con el presente, unas ideas con otras, unos personajes con otros, en una red que avanza por direcciones siempre significativas y necesarias. Su obra, por último, debe ser leída como una respuesta humanista a los dos totalitarismos del siglo XX: el nazi, que lo condenó a un campo del que sobrevivió de milagro, y el comunista, fe ciega en la que creyó a pie juntillas, como tantos otros, muchos de los mejores del siglo, pero en la que, a diferencia de la mayoría, supo descubrir una trampa mortal para, después de un examen profundo, denunciarla en toda la extensión de la palabra. Doble triunfo moral: como testigo imprescindible y como honesto arrepentido.
--Usted ha dicho que la experiencia decisiva de Buchenwald es la experiencia de la libertad. ¿Qué quiere decir exactamente con esta afirmación, que puede sonar paradójica y hasta temeraria?
--Quizá no lo formularía ahora de una manera tan rotunda, pero, sin duda, una de las experiencias decisivas de Buchenwald es la experiencia de la libertad. Yo hablo de la experiencia del deportado político resistente en Buchenwald que no era un campo de exterminio directo, inventado y edificado para el exterminio del pueblo judío, como Auschwitz. En Buchenwald, la mano de obra era utilizada en fábricas de armamento, con lo cual los nazis estaban entre la contradicción de producir las armas que necesitaban o exterminar a sus adversarios. Incluso creo que se puede afirmar que lograron un perverso equilibrio entre la dialéctica del exterminio y la dialéctica de la producción. En ese contexto, el deportado político sabía, y ésta era una de sus armas espirituales de resistencia, por qué estaba deportado. En cierto modo, libremente había elegido ser deportado, puesto que podía perfectamente haberse quedado en casa, no meterse en nada, esperar a que pasase la tormenta de la guerra. A mí nadie me ha obligado a ser resistente. Yo hubiera podido seguir mis estudios de filosofía y habría terminado, claro que en contradicción con mis ideas. Así que la primera experiencia de la libertad de Buchenwald es que yo he estado ahí libremente. Claro que no he decidido libremente sufrir los porrazos de las SS, no soy masoquista, pero he elegido la actividad que sabía que podía conducir al campo. Es la paradoja, casi sartreana, de que estamos condenados a ser libres. Yo estoy preso porque soy libre.
--En La escritura o la vida narra también un tercer espacio de la libertad, que escapa al control absoluto de las SS: el de los domingos, las únicas horas sin trabajo de toda la semana. ¿Qué quería decir con eso?
--Esa libertad, quizá la más grata, era la menos profunda y la más ocasional. Todos los domingos, después de pasar lista y de terminar el trabajo de la mañana, a partir de más o menos las tres de la tarde y hasta la hora en que había que regresar a las barracas, uno podía hacer lo que quisiese. La mayor parte de los deportados lo que hacía era irse al barracón a dormir, a recuperar fuerzas. Lo cual es lógico y comprensible. Pero otros, no. Los que tenían afinidades políticas se reunían para conversar sobre la realidad política y la marcha de la guerra, y para intercambiar toda clase de informaciones. Por la red de la resistencia se captaban, de manera clandestina, Radio Moscú y Radio Londres. Había muchas cosas que hacer. De vez en cuando incluso organizábamos pequeños actos culturales, recitábamos poesías, cosas muy pequeñas y simples pero que servían para animarnos. O sencillamente nos reuníamos para comer algo que se había reservado a lo largo de la semana para compartir, algo que se había logrado conseguir y que era la efímera excusa para estar juntos y conversar.
Había también grupos de creyentes cristianos que se reunían en torno a un pastor protestante o un sacerdote católico, que no tenían por cierto ningún privilegio en los campos nazis: eran tratados igual que el resto de los deportados y en el transporte hasta el campo, muchas veces peor, ya que el llevar sotana los convertía en el blanco sistemático del porrazo de los guardias de las SS. En el campo se reunían para nada y para todo: para sentirse vivos, para reencontrarse en su fe, posiblemente para confesarse y obtener algo del trato espiritual con el Dios de su creencia. También había grupos de deportados, en general franceses, que se reunían para algo que parece absurdo, pero que tiene mucho sentido: recordar y contarse almuerzos y banquetes de antaño.
--En la Autobiografía de Federico Sánchez cuenta que el impulso que lo llevó a escribir El largo viaje, a los cuarenta años, fue no estar conforme con los desordenados recuerdos que había escuchado, en la clandestinidad en Madrid, cuando un miembro del Partido Comunista le narraba su vivencia de un campo nazi, sin saber que usted también había pasado por eso.
--En 1945, o en 1946, intenté escribir sobre mi experiencia en el campo, ponerla en orden y estructurarla mediante la escritura. Pero en unas semanas me di cuenta de que eso era contraproducente; que para hacer ese libro, que luego fue en cierto modo El largo viaje, tenía que mantenerme en la memoria y ésa era la memoria de la muerte. Tenía veintitantos de años, y pensé que no era imprescindible mantenerme en esa memoria...
--Esta reflexión es justamente la trama de La escritura o la vida.
--Así es. Era mejor mirar hacia adelante y elegir la vida, que en aquel momento era la vida del refugiado, con la esperanza de acabar con la dictadura de Franco, la lucha activa. Y claro, dejé de escribir. Pero al dejar de escribir ese relato ya no escribí nada. Quería ser escritor desde la infancia, pero el no poder narrar esa experiencia de los campos me cortaba toda posibilidad de ser escritor. Para mí, en ese sentido, la política era ideal. Sobre todo la que se pretende, cree o autoproclama revolucionaria, porque siempre está en el porvenir. Todo está en el mañana, aunque el plazo sea indefinido. Así que la política fue para mí una gran terapia de vida. No es casual que cuando se me acabó ese motor vital, porque estaba ya en desacuerdo muy fuerte con la línea del Partido Comunista, regresó la posibilidad literaria. Mi desacuerdo con el partido había empezado antes, pero seguí durante cierto tiempo por fidelidad a los camaradas de la clandestinidad y porque en la época de la dictadura de Franco, por muy equivocado y muy estalinizado que estuviera, era útil. Pero llegó un momento en que me di cuenta de que por útil que hubiese sido no podía ser el partido de la transición ni del posfranquismo, porque no era un partido democrático. Por eso Fernando Claudín y yo propusimos un cambio de método, que se apegara más a la realidad social creada durante el franquismo y menos a la teoría o a los dictados de Moscú, propuesta que derivó en nuestra expulsión. Pero, sobre todo, aquello que yo quería contar lo pude ya contar en ese momento porque ya no era una experiencia de muerte, al contrario, era una experiencia de nueva vida, me abría a un nuevo recorrido vital: el de escritor. A eso se añade el detalle, que siempre hace que las cosas cristalicen y se realicen; mientras escuchaba a Manolo Azaustre, en el piso clandestino de Madrid, contar lo que era el campo de Mauthausen, yo pensaba: "Pero quién puede entender y comprender lo que pasaba en ese campo con un relato así. Esto hay que estructurarlo". Y de ahí nace el intento de escribir y la comprobación inmediata de que aquello que fue imposible diecisiete años antes me venía muy fácil. Primero el olvido fue la terapia de liberación, ahora la memoria era la terapia.
--Una de las escenas más sobrecogedoras de La escritura o la vida es cuando en Buchenwald reciben a los de Auschwitz y uno cuenta la experiencia de ese campo de exterminio. Y pese a vivir en un campo de concentración, con los horrores cotidianos más inimaginables y los mayores sufrimientos, la historia de Auschwitz les parece inverosímil, les cuesta creer incluso que exista un campo así.
--Dentro del sistema de los campos de concentración había gradaciones. Hay una primera diferencia global, entre los campos que existen a partir de los años 41 o 42, dedicados al exterminio del pueblo judío, lo que eufemísticamente se llamaba la "Solución Final", y el resto de los campos. Industrialmente, llegan trenes con familias y pueblos enteros, de Europa Central y del Este, con judíos deportados. Una de las novedades que hace tan singular el exterminio del pueblo judío es el aspecto industrializado que tiene. La modernidad industrial se aplica a este propósito: cómo van llegando los trenes, cómo están programadas sus llegadas, cómo deben funcionar las cámaras de gas. Es decir, el hecho mismo de que se elija sistemáticamente a una población entera es único en la historia y es, claro, el hecho fundamental. Pero el segundo hecho fundamental, que hace tan específico ese genocidio, es que a éste se le trata como un producto de una cadena industrial. Los campos de exterminio están todos concentrados en Polonia, porque está lejos. No es Europa Central, está más aislada y a mitad de camino entre Alemania y Rusia. Además, es una zona segura desde el punto de vista de la dictadura nazi, y por ello es ahí donde se establece la cadena de crematorios y cámaras de gas, que no existen en los demás campos. Y así surgen Auschwitz-Birkenau, Sobibor, Treblinka... Nosotros en Buchenwald sabíamos que estos campos existían, pero desconocíamos su naturaleza última. Desde el campo francés de Compiègne, donde nos reunían a los resistentes detenidos en Francia, y en donde un número importante, por cierto, eran españoles, corría el rumor de que los peores campos eran los de Polonia. Cuando salimos rumbo a Alemania, sabíamos que íbamos a Buchenwald, sin saber dónde estaba y sin saber qué tipo de campo era, pero al menos no era Polonia. Incluso los centinelas alemanes, que eran del ejército y no de las SS, y que, algunos, no eran nazis, nos decían: "Tienen suerte, no van a Polonia". Luego, mientras estuvimos en Buchenwald, sin que hubiera contacto real con otros campos, había gente que se desplazaba, sobre todo prisioneros alemanes, y contaba cosas. Pero la primera descripción precisa se la escuché a un judío polaco, sobreviviente de Auschwitz, evacuado a nuestro campo, junto con otros miles, en enero o febrero de 1945, justo antes de que su campo fuese liberado por el Ejército Rojo. Con voz fría y de manera casi quirúrgica, nos explicó todo el mecanismo, todo el funcionamiento de los campos de exterminio: desde la llegada en los trenes, la selección, la cámara de gas, el Sonderkommando que saca los cadáveres de la cámara y los lleva al crematorio... Gracias a ellos tenemos la noticia directa de la realidad del Holocausto y nos sorprende el salto cualitativo. El infierno, descubrimos azorados, tiene gradaciones, tiene efectivamente diversos círculos, y el último círculo del infierno es aquel de los campos de exterminio del pueblo judío.
--Si a unos deportados políticos, en condiciones terribles de exterminio, les cuesta creer en la verdadera naturaleza del Holocausto, ¿no explica esto las dificultades de aceptación de esta verdad terrible por la opinión pública mundial, pero sobre todo europea, justo después de terminada la guerra?
--No conozco tanto la historia de otros países y su relación con el relato de sus judíos sobrevivientes. En Francia, que es el país cuya historia conozco, pasaron cerca de quince años, desde fines de los años cuarenta hasta mediados de los sesenta, en que, prácticamente, no se hablaba del exterminio del pueblo judío. La sociedad no quería recordar eso, ya que obligaba a una autocrítica colectiva. Salvo raras excepciones, como la danesa, los judíos sólo fueron salvados individualmente, por familias e individuos concretos, no por gobiernos ni autoridades. En Francia, creo que el sesenta por ciento de los judíos que tenían que haber sido deportados no lo fueron porque fueron protegidos por familias y por ciertas comunidades religiosas. En otros países este porcentaje es menor e incluso mucho menor, pero siempre de una manera heroica e individual o casi individual. Era, pues, un asunto del que no se hablaba en Francia porque habría exigido una autocrítica muy fuerte del régimen de Vichy, proceso que ha sido lentísimo. En una circunstancia muy diferente, tampoco se ha hablado de la guerra de Argelia, y han tardado decenios en salir a la luz pública las atrocidades de la guerra y del uso autorizado de la tortura. Por su parte, la comunidad judía tampoco hablaba. Estaba como avergonzada, le parecía que habían sido deportados de segunda clase, lo que se llamaba en Francia "deportados raciales". Ellos no habían resistido, libremente no habían decidido resistir y por consiguiente arriesgarse a la deportación o el fusilamiento; gente de distintas profesiones, edades, orígenes, formaciones culturales --zapateros, sastres, músicos, científicos, militares, todos mezclados, barrios enteros y en cacerías individuales-- habían sido llevados a los trenes y a los campos de la muerte. Los judíos pensaban: "No hemos hecho nada contra estas bestias", o "Siempre creímos que éramos franceses y que no nos pasaría nada"; alguno podía pensar que lo amparaba la condecoración de la medalla militar de la guerra del catorce o lo que fuera. Lo que quiero decir es que no se rebelaron colectivamente y eso los avergonzaba. Yo tengo la hipótesis, arriesgada pero confiable, de que la comunidad judía sobreviviente de Francia empieza a no tener vergüenza de su pasado con las victorias de Israel en Oriente Medio, sobre todo en la guerra de los seis días. No digo que no haya habido antes alguien que hablara, pero era una voz en el desierto. Esa comunidad, que ha sufrido el mayor castigo de la historia de la humanidad, necesitó reconquistar la dignidad para poder hablar. Esto es a la vez emocionante y perverso. Son las victorias militares de Israel las que desencadenan un proceso que les permite hablar del pasado: pueden hablar como víctimas cuando son vencedores. Nadie leyó Si esto es un hombre de Primo Levi hasta mediados de los sesenta. Es un libro que rechazaron los editores más importantes de Italia, que sólo sacó un pequeño editor, que casi no vendió ejemplares... Y de pronto, se convierte en un libro clave, como si la terrible verdad de lo que narra hubiera necesitado un período de decantación. Además, coincide con el momento en que se publica el libro de Solyenitzin Un día en la vida de Ivan Denisóvich, como si Europa necesitara una generación para asimilar lo que había pasado con ambos totalitarismos.
--De Buchenwald resulta extraño pensar que estaba en la colina de Ettersberg, en las afueras de Weimar, en donde Goethe y otros muchos sabios alemanes salían a pasear. Y después de su liberación, al quedar dentro de la zona de ocupación soviética, lo perverso es que se convierte de nuevo en un campo de prisioneros. Como si el presente que usted vivió, pese a toda su singularidad, fuera sólo un instante de una historia mucho más amplia y terrible.
--Me parece importante subrayarlo, para que se sepa. El campo nazi de Buchenwald se cierra como tal, porque se vacía de deportados, en julio de 1945 y en septiembre, o sea, dos meses después, se vuelve a abrir, con las mismas instalaciones, como Spezial Lager Nummer Zwei, Campo Especial Número Dos, como campo de la policía soviética en la zona de ocupación alemana, y funcionó hasta el año cincuenta, hasta después de la creación de la República Democrática de Alemania, en la antigua zona de ocupación soviética. En ese campo hay, en un primer momento, pequeños responsables nazis encerrados. No los grandes criminales de guerra, que estaban siendo juzgados en Nüremberg, o que murieron o se escaparon a Argentina, pero sí pequeños funcionarios del partido nazi, de la policía. Luego, a medida que pasa el tiempo, empiezan a entrar en ese campo opositores al régimen de ocupación soviético. Yo aludí a este hecho del campo, en cuanto pude hacerlo públicamente, en el discurso del Premio de los Libros Alemanes, y recibí toda clase de cartas entusiastas por haberlo recordado. Conservo dos cartas de dos mujeres presas que me explicaban cómo funcionaba el campo soviético. Una de ellas era una actriz cómica, ni siquiera se explicaba por qué había estado prisionera, porque si bien no era partidaria del régimen comunista no había hecho nada en concreto contra él. Muchas cosas del campo no son comparables con el campo nazi --no funcionaba el crematorio, ni el régimen era de trabajo forzado como el nuestro--, pero, en fin, ahí estaban esos detenidos, sin ningún derecho, en un régimen carcelario terrible, con poca ración alimenticia. En 1950, los alemanes del Este suprimen el campo y construyen un gran memorial, horrendo, en el más puro estilo del realismo socialista, y lo conservan como un lugar de ceremonia. Construyen también un museo dentro del campo, pero totalmente sectario. Yo lo conocí después de la reunificación, pero todavía como el antiguo museo de la RDA y, si no leías muy bien e ibas a la letra pequeña, parecía que el campo lo había liberado el Ejército Rojo, que en realidad estaba a trescientos kilómetros cuando fue liberado por el Tercer Ejército americano de Patton. Ahora es diferente. Se ha hecho un nuevo museo, y se ha construido otro para el campo estalinista. Me parece un lugar emblemático de Europa. Yo propuse, y me han hecho caso, que se creara una fundación, la Fundación del Ettersberg --efectivamente, el campo está en la colina de Goethe--, de la que me hicieron miembro de honor, dedicada al estudio de los totalitarismos del pasado y a la prospectiva, es decir, a los genes de totalitarismo que pueda haber en Europa y en el mundo, porque el peligro del totalitarismo está siempre latente.
--No me resisto a pedirle una definición antropológica del mal. ¿Cómo es el naturaleza del mal? ¿Tiene grados, límites, de qué depende? Hannah Arendt, en su célebre Eichmann en Jerusalén o la banalidad del mal, habla, por ejemplo, de lo increíblemente ordinario, común, que era este criminal...
--El mal es una de las posibilidades que le da al hombre el ser libre, es un subproducto de la libertad humana. Mientras el hombre sea libre, también será libre para hacer el mal. Esta es, para mí, una certeza metafísica. Existe, claro, el mal doméstico, de un padre brutal con sus hijos, o el mal masculino, de un marido brutal con su mujer. Ambos, con ser graves, no dejan de ser aspectos cotidianos o familiares que no van a cambiar la faz del mundo. Pero existen cosas peores. Paradójicamente, y sin que esto sea una provocación, veo al mal como a Dios: el hombre es libre y porque es libre puede hacer el mal, y porque es libre inventa a Dios. No se trata de decir, como piensan los ateos, que Dios no existe. Vamos a ser más finos filosóficamente: Dios no es pero existe. Mientras haya hombres habrá Dios. Ese es el sentido de la frase de Marx del opio de los pueblos. No quiere decir acabar con Dios, sino descubrir que el hombre necesita a Dios y lo seguirá necesitando mientras exista. Es imposible crear una sociedad en donde no haya disgustos, huecos existenciales, carencias que Dios viene perfectamente a colmar y satisfacer. Vuelvo a Buchenwald: la libertad humana puede hacer que un compañero denuncie a otro para evitar que le den una ración complementaria de sopa o puede hacer que reparta su minúsculo trozo de pan. Y yo he visto más a menudo hacer esto último que denunciar.
Las condiciones sociales del mal y del bien existen también. Hay sociedades que te llevan al bien o, si queremos dejar la cosa romántica del bien, que te llevan a la justicia, y otras que todo lo contrario. Hay educación y familias que conducen a un lado y otras a otro. Hay un postulado metafísico y luego su ejercicio en ciertas circunstancias sociales. Si naces en una sociedad en la que te dicen que todo judío es un miserable, la propensión al mal es mayor que en una sociedad que postula la igualdad de todos los seres humanos. Pero no pensemos nunca que una sociedad puede educarse o reeducarse de tal forma que desaparezca el mal. Eso es un sueño totalitario. El hombre nuevo de la sociedad soviética es un sueño totalitario.
--Otra afirmación suya, polémica y sugestuva, es que la vida no es el valor supremo. ¿No cree que con esto se abre la puerta para una interpretación de ese valor, y con ello a justificar toda clase de crímenes?
--En un primer nivel de la discusión, es evidente que la vida es el valor supremo. Sin la vida no hay nada: ni esta conversación, ni un debate sobre el porvenir del mundo, ni nada. Sin vida no hay conciencia y por lo tanto no hay nada. Pero hay un nivel superior, el ético o ético-práctico, que es el nivel de la libertad en el ejercicio de la vida. Yo sí creo que hay valores por los cuales hay que dar la vida, y la libertad es uno de ellos. Y también creo que si no arriesgamos la vida por la libertad seremos esclavos. Si ningún pueblo, sociedad, grupo, minoría, hubiera arriesgado la vida por la libertad, la justicia o la fraternidad, seguiríamos en una sociedad esclavista o no habríamos salido del despotismo oriental.
Por ejemplo, cuando el pacifista dice "Todo antes que la guerra, ya que la vida debe estar por encima de todo", esto implica la permanencia en el poder de Hitler, si lo trasladamos a los años treinta. No soy pacifista en ese sentido: la paz me parece un valor fundamental, pero, porque es fundamental, a veces es necesario sacrificarlo a algo que permite que siga siendo un valor fundamental. Hay guerras justas que te aseguran una paz justa.
© Letras Libres y LA NACION
(Agradezco a Beatriz de Moura, de Tusquets, y a Guillermo Sheridan su apoyo sin reservas para la realización de esta entrevista, que sin su ayuda no hubiera llegado a buen puerto).
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