
La palabra que abre la puerta del recuerdo
El 6 de agosto próximo se cumplirán treinta años de la trágica muerte de Germán Rozenmacher, uno de los escritores argentinos más destacados de la década del 60. Su obra Réquiem de un viernes a la noche sintetizó admirablemente el espíritu de una generación
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Pasó hace treinta años: Germán Rozenmacher, escritor, murió a los treinta y cinco. Fue una muerte joven. Sorpresiva, inesperada: como todas las muertes jóvenes.
Esa mañana hacía un frío intenso en Mar del Plata, esa ciudad que tantas veces había visitado como cronista y que había descripto en alguno de sus relatos. Por eso, por el frío, encendió las hornallas de la cocina del pequeño departamento que ocupaba con su familia. Pero olvidó abrir una ventana.
Era el 6 de agosto de 1971, viernes. Y un ridículo escape de gas le arrebataba la vida al escritor y a su hijo mayor, Juan Pablo.
Por esos días había escrito: "Ojalá dentro de muchos años, cuando ni usted ni yo estemos, alguien se acuerde de un cuento, o de alguna frase o aunque sea de un adjetivo de esos pocos felices que a uno le salen a veces en una vida y entonces el lector diga: ÔEsto es verdad, esto está vivo todavía´. Si eso pasa yo, desde el purgatorio, voy a guiñar este ojo miope, sincero pero desconfiable, bastante agradecido".
Su obra -tanto la narrativa como la teatral- es hoy insoslayable dentro de las letras nacionales.
Periodista, narrador, dramaturgo, linotipista, Germán Rozenmacher conoció desde muy joven todos los recovecos de la profesión. A los 18 años se enamoró de una máquina de escribir y desde entonces no paró, dice un semanario de los sesenta.
A fines de 1962 publicó Cabecita negra , su primer libro de cuentos, en una edición que él mismo armó. Amelia Figueiredo, su mujer, lo ayudó en la tarea de distribución: en el verano de 1963 recorrió todas las librerías de Buenos Aires, ofreciéndolo. Así consiguieron que la edición de 2000 ejemplares se agotara. Cabecita negra lograría algo que casi nunca se daba al mismo tiempo: éxitos de venta y de crítica.
Los comentarios destacan El gato dorado ; él prefería Raíces : una novela corta, ambientada en un pueblo de frontera, cuyo argumento se centra en la historia de unos judíos bolicheros, inmigrantes desarraigados que sólo piensan en acumular dinero, y su hijo, decidido a romper con el "universo" de valores de sus padres.
Cinco años después publicó Los ojos del tigre , un segundo volumen de cuentos, con el que inauguró la editorial Galerna.
Rozenmacher puso de manifiesto, en toda su obra, sus propios conflictos personales y sus búsquedas estéticas.
Casi quince años después de su muerte, su cuento "Cabecita negra" llegó a la historieta, en una admirable versión dibujada por Francisco Solano López y publicada en la revista Fierro . No lo pudo ver. Le hubiera encantado.
Nace un dramaturgo
Convocados por el director teatral Augusto Fernández se habían reunido varios dramaturgos en ciernes. El pequeño departamento daba a la calle Sánchez de Bustamante. El motivo de la reunión era la lectura de las obras de dos de ellos. Cuando le llegó el turno a Rozenmacher se quedaron atónitos. Corría 1962.
Desde el inicio los descolocó: cuando tomó la posta, comenzó haciendo la música que imaginaba para su obra, pero de una manera particular: la interpretó con la boca. "Me gusta cantar, soplar el trombón a vara y la trompeta, pero como no sé tocar, me entretengo haciendo toda una orquesta con la boca", escribiría años más tarde.
Esa noche, ante el estupor de Emilio Jáuregui, Ricardo Halac y Roberto Cossa, Germán Rozenmacher leyó su primera obra teatral: Réquiem para un viernes a la noche. "Recuerdo que él empezó haciendo con la voz la trompeta, como sentía la música. No estábamos habituados a eso. ¿Qué es esto? ¿Cómo empieza? Lee, lee, lee... se termina la obra y quedamos todos impactados. Elogios. Después siguió Halac, ya ni me acuerdo qué era, pero no lo podíamos seguir", recuerda Roberto Cossa.
Réquiem.. . se estrenó en junio de 1964 en el teatro IFT: tres temporadas en cartel, casi siempre a sala llena. Un éxito de la época.
Dos vertientes, entre las que se producían furiosas polémicas, marcaron el teatro de los años sesenta: realismo y vanguardismo. La primera vertiente, que había recibido el influjo de La muerte de un viajante , de Arthur Miller, era el boom teatral del momento; el Instituto Di Tella fue la égida de la segunda.
"¿Quién hará la síntesis?", se preguntaba Rozenmacher por esos días, objetando el enfrentamiento. Y, a contrapelo de las prácticas de sus compañeros y amigos, iba al Di Tella.
"Lo que yo busco es expresar la verdad", decía casi con desesperación. Por eso, tal vez, no aceptó la dicotomía en boga durante la década.
"Crearon una conciencia artificial sobre el fenómeno, y en realidad no había ningún camino, ninguna escuela, ni nada; había un tanteo, simplemente, y no una bifurcación de rumbo en dos direcciones, como se empeñaban en establecer los gacetilleros", dijo Rozenmacher, apuntando a la crítica.
"No le quiero poner un rótulo a Germán. Era un poeta, un dramaturgo, y él mismo no se ponía rótulos. Lo que importaba en Germán era la energía dramática que tenía", dice Yirair Mossian, que dirigió Réquiem para un viernes a la noche en 1964.
Escribió también una adaptación de El lazarillo de Tormes para adolescentes, que se estrenó en 1971, y en colaboración -integrando el Grupo de Autores junto con Talesnik, Somigliana y Cossa-, El avión negro , que se presentó en el Teatro Regina en el setenta.
No pudo ver Caballero de Indias -para muchos, su mejor obra- y lo amargó bastante no poder estrenarla. Finalmente, doce años después de su muerte, se presentó en el Regina: fue el estreno más emotivo que presenció su esposa.
Su método
Casi único. Se levantaba tempranísimo, a las cuatro o cinco de la mañana, y escribía hasta el mediodía. "El decía que aunque no le saliera nada había que sentarse frente a la máquina de escribir", dice Figueiredo.
Incansable. Pues era capaz de terminar una nota y enseguida empezar un cuento. Una foto, de las tantas que atesora su mujer, resulta ilustrativa: en una redacción, de las que ya no quedan, la jornada ha finalizado; todas las máquinas están volcadas sobre su frente, casi todas las sillas están arriba de las mesas. Germán Rozenmacher está sólo. Humea un cigarrillo entre sus dedos, sus ojos ganados por las letras que se van imprimiendo sobre el papel.
Su pasión por el trabajo no le impidió hacerse tiempo para estudiar y graduarse en Letras; fue así como conoció a su mujer.
El periodista Enrique Raab -desaparecido en 1976-, implacable crítico de sus trabajos, escribió: "Su gran cabezota redonda, su estatura imposible, su gordura descomunal pero misteriosamente armoniosa se deslizaban todos los días de la redacción a su casa, con libros estrafalarios que devoraba con delirio talmudista".
Así siempre. Amaba el periodismo y escribió cientos de artículos, algunos de ellos memorables. Cuando los sabía buenos, le pedía a su mujer que los guardara. Varios de ellos están editados en libros.
Hizo 12.000 kilómetros junto con el fotógrafo Eduardo Frías recorriendo los caminos patagónicos, a bordo de un Citro‘n cero kilómetro que la propia compañía les había entregado para que lo probaran. "Ese viaje le cambió la vida", dice Figueiredo. "Esa soledad, la inmensidad, el abandono".
Los reportajes fueron publicados en el semanario Siete Días Ilustrados , en una serie de cuatro entregas, en 1968. Ese mismo año realizó un extenso reportaje en las Islas Malvinas: era la primera vez que un periodista argentino desembarcaba en el archipiélago luego de que un grupo de jóvenes desviara hacia ellas un avión de Aerolíneas Argentinas dos años antes, en lo que se conoció como "Operativo Cóndor".
Todas sus notas fueron ilustradas con grandes y bellas fotos, como solía ocurrir en las revistas de editorial Abril, a la cabeza de cuyo cuerpo fotográfico -hoy ya mítico- se encontraba Francisco "Paco" Vera, organizador de ése, el primer departamento de fotografía moderno del país.
Dice Roberto Cossa: "Germán era un tipo entrañable, era un tipo coherente en su vida, un laburante: vivía de una manera modesta, laburaba y escribía... Y apasionado. A veces nos peleábamos... No hasta el punto de quitarnos el saludo, pero agarradas teníamos. Era sanguíneo: se ponía todo colorado, y así se reía, y así cantaba. Un ser excepcional".




