La señora Parker y su círculo vicioso
Fue una de las reinas sin corona de Nueva York. La reciente distribución en video del film Mrs. Parker y el Círculo vicioso del director Alan Rudolph rescata la figura de una de las escritoras norteamericanas más influyentes, ingeniosas y poco convencionales de este siglo.
Debe de haber pocos percances tan desdichados como el de nacer con el apellido Rothschild pero sin la fortuna que evoca inevitablemente el nombre de esa dinastía de banqueros. Una cierta Dorothy Rothschild, nacida el 22 de agosto de 1893 en West End, New Jersey, iba a desarrollar muy joven, entre otras ambiciones, dos prioridades: casarse rápido, para poder cambiar legalmente de apellido, y cruzar para siempre la distancia entre ese pueblo y Manhattan, exigua en el mapa pero, además de simbólica, incómoda de recorrer en aquel tiempo sino por una combinación de tren y ferry. A los veinticuatro años de edad ya había logrado ambas metas.
Del marido, un joven corredor de bolsa de Wall Street, se desprendió un año después de casada, apenas vuelto él de la Primera Guerra Mundial. A su nombre, en cambio, no iba a renunciar nunca. Cuando, ya famosa, le preguntaban por qué se la llamaba señora Parker y no señorita se limitaba a responder con una sonrisa: "Porque una vez hubo un señor Parker". De New York también, el nombre de la ciudad le quedaría adherido toda su vida, a su personalidad pública y a su obra, como un perfume insistente. Entre fines de los años 20 y algún momento impreciso de los años 50 o 60, Dorothy Darker fue la escritora más famosa de los Estados Unidos, y ante todo "una mujer de New York".
A pesar de haber publicado sólo dos libros, tres de poemas y (sin mencionar algunos intentos fallidos de teatro) una cantidad considerable de reseñas bibliográficas y críticas de teatro, su fama como escritora fue la de una verdadera estrella: alguien de quien se cuentan anécdotas, a quienes se le atribuyen otras, alguien que representaba para un público amplio la manera de sentir de una generación, un momento de la sensibilidad social.
Cocteau decía que la fama está basada sobre mil malentendidos que terminan por construir un doble del individuo famoso, una efigie que todos reconocen menos la persona original cuyo nombre lleva. Y la revista Time opina que uno es famoso si la gente reconoce su nombre aunque desconozca la obra que sustenta esa fama...
La mesa redonda del hotel Algonquin en una caricatura de la época. Dorothy Parker, en el centro
Declarado caduco por sucesivas generaciones, el personaje Dorothy Parker ha seguido vivísimo en la imaginación norteamericana como lo demuestra entre otras cosas que un film reciente de Alan Rudolph evoque su vida y su leyenda: Mrs Parker and the Vicious Circle. En los twenties, los cuentos y poemas de la autora crearon sensación por su ironía, inteligencia y ausencia de patetismo para hablar de las incertidumbres de la generación de la primera posguerra mundial, de su deambular sentimental y sexual, de su actitud cool ante la propia desorientación. En 1944, cuando se publicó una antología de su obra (The Portable Dorothy Parker), el venerable Edmund Wilson la reseñó en el New Yorker con palabras no invalidadas por el medio siglo transcurrido: "No es Emily Brontë ni Jane Austen pero ha dedicado sus fuerzas a escribir bien y en lo que ha escrito puso una voz, un estado de ánimo, una era, unos momentos de experiencia humana que ninguna otra persona ha trasmitido".
Esa autora se convirtió muy pronto en un personaje público. En tiempos anteriores a la televisión, la prensa escrita e ilustrada tenía a su cargo exclusivo el culto de la celebridad y fue ella quien difundía regularmente y comentaba con deleite sus malas palabras tanto como su exigencia intelectual, sus amantes siempre nuevos y sólo se detenía ante la alusión, entonces impensable, a sus abortos. Se hablaba, sobre todo, del círculo de amigos sobre el que reinaba desde la mesa redonda del restaurant del hotel Algonquin, en la calle 44 Oeste. A partir de las páginas más esnobs, esa figura pasó a ser celebrada en las de mayor circulación. El lector que habría quedado intimidado por el tono de publicaciones como Vanity Fair (la de aquella época) o The New Yorker, y tal vez ignorara su existencia, se enteraba de las réplicas sarcásticas y los desplantes del personaje Parker y la veía como la encarnación de la mujer nueva, joven, independiente, profesional, que no se sentía inferior a sus colegas del sexo opuesto y sólo necesitaba a los hombres para un placer efímero pero en su caso sumamente frecuente.
Esas réplicas fueron, para el periodismo escrito que difundía su nombre, un tesoro inagotable. Aun hoy, treinta años después de su muerte, suele ser citada por algún destello de acidez memorable. De Claire Boothe Luce, mujer de un diplomático y aspirante a ser reconocida como escritora (fue la autota de The Women, comedia de éxito que George Cukor llevó a la pantalla), alguien dijo en una cena que era muy considerada con sus inferiores; Dorothy Parker, sin levantar los ojos de su ensalada, murmuró "¿Y dónde los encuentra?" En otra ocasión, cuando alguien anunció que Calvin Coolidge había muerto, preguntó con curiosidad aparentemente auténtica: "¿Y cómo se nota?" De los cuatro voluminosos tomos de la autobiografía de Margot Asquith opinó: "El romance entre Margot Asquith y Margot Asquith quedará como una de las más bonitas historias de amor de la literatura". De una actuación de Katharine Hepburn dijo: "Recorre toda la gama de las emociones: de la A hasta la B. Durante una de sus fiestas describió así a una invitada: "Esa mujer habla dieciocho idiomas y no sabe decir "No en ninguno de ellos".
Pero era la mesa redonda del Algonquin, el "círculo vicioso" de amigos literarios y teatrales, lo que sostenía, como una plataforma, su trono.
Sus integrantes eran casi todos hombres, ninguno de los cuales podía medirse con ella; la única mujer era la novelista Edna Ferber, autora de Show Boat y So Big, en quien la Parker no veía a una rival. Entre esos hombrias, la personalidad más colorida era la de Alexander Woollcott; el más cercano a la Parker, Robert Benchley. Celebridades como Harpo Marx, Jascha Heifetz y Douglas Fairbanks se sentaron ocasionalmente ante esa mesa pero no eran habitués. Woollcott, crítico de teatro, temperamental, ingenioso, irascible, iba a ser recordado como el modelo de una obra de gran éxito: The man Who Came to Dinner, que en su afortunada versión encarnó Monty Wooley. Con Benchley, Dorothy compartía una oficina en la Metropolitan Opera House, tan pequeña que motivó este comentario: "Un centímetro cúbico menos de espacio y se hubiera instaurado el adulterio". Benchley era un hombre de letras, de teatro, de vida nocturna, cuyo brillo iba a seducir a Dorothy de tal modo que su amistad, no entorpecida por ningún episodio sexual, tal vez haya sido la única fidelidad de la escritora hasta que Benchley murió, en 1945. (Su otro matrimonio, con Alan Campbell, apuesto actor de Broadway, ex pupilo de una academia militar tuvo dos etapas, con casamiento en 1933, divorcio y nuevo casamiento en 1950.) En ese club informal donde los valores máximos eran la conversación brillante, la observación aguda y el estar bien informado de todo y de todos, es posible reconocer los límites de la experiencia y de la leyenda de Dorothy Parker. Con esa facultad para creerse centro del mundo y no ver más allá de su ombligo provinciano, Nueva York siempre ha generado, y no sólo en el show business, "personalidades" antes que valores. Hemingway y Scott Fitzgerald no frecuentaban el Algonquin y escribían muy lejos de la "mesa redonda". El tiempo ha deslucido las innovaciones de la prosa del primero y ha iluminado los aspectos menos atractivos de su personaje prepotente y fabricado; del segundo, aunque pueda decirse que su obra es superior, también resulta evidente que su leyenda de "belleza condenada" enriquece la percepción póstuma de su obra de ficción. Pero ambos son novelistas. Su obra, más amplia, sentimental, con una ilusión de profundidad, hace sombra a los relatos, sutiles y penetrantes, de la Parker, aunque cualquier página de ésta, como prosa, haga palidecer a tan famosos escritores.
Dorothy Parker es, sobre todo, la autora de una obra poco traducible. Su poesía depende de una tradición inglesa de verso ligero e irónico, y sus mayores logros se desinflan en la traducción: privados del sistema de ritmos y alusiones que los sustentan pierden también encanto e ironía. Sus cuentos, menos inabordables en otro idioma, exigen despojar de toda retórica la prosa en lengua latina, para que el filo original no se melle.
En los años 30, entre la Depresión y el New Deal rooseveltiano, la autora escuchó las sirenas de Hollywood y abandonó Nueva York junto con Campbell que tenía experiencia como guionista. Como Benchley, otro seducido por la Costa Oeste, convertido en actor cómico, paseando imperturbable su elegancia y su desdén por tanto film olvidado, Dorothy Parker ganó sumas con las que nunca había soñado por el hecho de asistir en los estudios que la contrataban a aburridísimas "story conferences", proponer alguna modificación o aportar un desarrollo menor a guiones de films que nunca iría a ver. Los jefes de la industria compraban la ilusión de tener a su servicio todo el talento suelto, sobre todo el que a priori parecía más ajeno al estilo imperante en California. Scott Fitzgerald y Faulkner se prestaban al mismo juego.
En esos tiempos difíciles, el cine era el gran entretenimiento popular y una consecuencia de ganar fortunas por un trabajo que íntimamente se despreciaba fue el acercar a la militancia política, monopolizada entonces por el Partido Comunista, a cantidad de artistas e intelectuales que al principio sólo sentían una genérica simpatía por la izquierda. Fue en Hollywood también donde Dorothy Parker se hizo amiga íntima de Lillian Hellman, la escritora stalinista que al final de su vida se inventó unas memorias edulcoradas, que el mismo Hollywood compró. Tal vez este dragón guardián de sus secretos y de su hombre "aceptó" a Dorothy cuando entendió que Dashiell Hammett no la soportaba ni siquiera cerca. Fue también en Hollywood donde en los días más tranquilos de la preguerra, una década antes de las investigaciones del senador McCarthy, Dorothy Parker y sus amigos consideraban que ser "espiados" por los precursores de la C.I.A. era algo halagüeño, garantía de la propia importancia. Sólo años más tarde, cuando Dorothy se encontró en la lista negra, su trabajo perdido, su economía minada, su vida personal en ruinas y el espejo como testigo insobornable, sintió que la frivolidad de los tiempos idos le había pasado la cuenta...
Eligió como albacea a la Hellman, que en 1967 se ocupó de la cremación de sus restos y de supervisar cuestiones de derechos con los agentes. Desgraciadamente, tal vez ofendida porque Dorotky legó la totalidad de sus derechos de autor a Martin Luther King, omitió decidir qué hacer con las cenizas de su amiga. Veinte años más tarde, los restos de Dorothy Parker aún estaban en una urna, en el fondo de un cajón de archivo, en un estudio de abogados, en Nueva York: la ciudad donde había deseado vivir, de la que había sido, temida y admirada, una estrella algo más que fugaz, una ciudad a la quehoy le hubiera costado reconocer.
Alberto Tabbia
(c) LA NACION