
Las alfombras de Clara
En la trama de una larga tradición cordobesa se teje una historia previa a la globalización y las reglas implacables del mercado; cuando bordar en familia era un quehacer, un ocio espiritual, productivo.
1 minuto de lectura'
"He bordado siempre. Recuerdo que a los cuatro años mi madre me ayudó a hacer una alfombra para mi muñeca, pero cuando me fui de Córdoba a vivir al campo, en Maza, me dediqué plenamente al bordado con dos sobrinas a quienes les enseñaba. Se sentaban con canastos llenos de merengues y cada uno que se acercaba a opinar -"poné una mariposa", "agregá una flor"- se llevaba uno. El bordado tiene esa condición: es como si juntara a la familia. Es un quehacer, un ocio espiritual, productivo".
Clara Díaz expone doce de sus alfombras "de bordo" en el Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco. Cada una le ha exigido unas 1500 horas de trabajo y todas han sido bordadas con lana y un mismo punto, con el que compone el fondo liso y los motivos que sobresalen (lo que se denomina "bordo") sobre esa superficie: mariposas, loras, zorzales y achiras, rundunes y mburucuyás, flores de palo borracho y colcones (lechuzas).
Los colores, perfumes y sonidos de ese lugar serrano, distante 140 km de la ciudad de Córdoba, parecen recobrar vida, frescura y un sentido que los trasciende en sus bordados, entrelazados con la trama familiar que surge de sus palabras: "Maza es un campo que originalmente lindaba con Santa Catalina y con las salinas, comprado por Pedro Lucas Allende, caballero de la Orden de Carlos III, en 1772. Uno de sus doce hijos, el coronel Faustino Allende, compró la parte de sus hermanos y se radicó allí. Unitario y comandante de las milicias de Ischilín, combatió a las tropas federales bajo el mando del general Paz y el lema: "En unión y libertad con la Constitución", y posteriormente tuvo que emigrar con su familia. Cuando regresó había perdido sus haciendas y debió pedirle a Mitre su pensión de coronel. Una de sus hijas se casó con José Anselmo Díaz (mi bisabuelo)". Los Díaz eran dueños de la famosa estancia jesuítica "Santa Catalina", pero el abuelo de Clara, José Javier Díaz Allende, intercambió la parte que le correspondía con dos hermanos y se quedó en Maza, donde desde siempre se criaban mulas que se invernaban en Salta y se vendían al Alto Perú.
"Mi abuelo comenzó a poblar el campo con hacienda, y en 1911 hizo construir una pileta cubierta en la que se bañaban por separado hombres y mujeres en agua helada de vertiente. Después nos poníamos al sol y comíamos granadas. Nuestros padres nos llevaban a ver la puesta del sol al Horco, nos enseñaban a observar, a "hacer silencio para escuchar crecer el pasto". Mi madre bordaba alfombras para altares, según la tradición colonial; recuerdo la de una tía abuela, con dragones rojos y negros, y en Córdoba eran famosas las de Teresa y Flor Allende, que encontraban sus arabescos en libros, y luego las rifaban. Hasta un tío mío, Florencio Frías, las hacía.
Según una tradición originada durante el virreinato, en Córdoba las llamaban De bordo (que está en lo alto); de pelo corrido o hilo cortado, en Santiago del Estero; felpilla, en Catamarca.
"En los colegios se enseñaba la técnica del telar para tejer ponchos y caronillas, y a bordar el punto bastón y el punto cruz. El "pata de gallo" que yo uso lo aprendió mi madre de las monjas catalinas. En ese convento de Córdoba se conservan dos alfombras muy importantes, hay dos en el Museo Histórico Marqués de Sobremonte y una, monumental, en el Museo de Arte Religioso Juan de Tejeda. Cuenta el padre Furlong que algunas de estas alfombras fueron enviadas de Córdoba a España, y que "lucían espléndidas en el estrado del rey". El óleo de Fader Las calcheras de Tulumba ilustra la difusión de esa tradición criolla en la provincia.
Clara Díaz es profesora en Letras, nunca estudió pintura ni dibujo, pero supone que algo le enseñó su padre, Raúl Díaz, que había pintado con su amigo Petorutti en Baviera, durante el período en que vivió en Alemania perfeccionando sus estudios de medicina. Era la década del 20; antes había andado por el Amazonas, movilizado por la vocación andariega de los Allende. Ella misma viajó por Bolivia, Paraguay, Chile, Colombia, Perú, Panamá, recorrió el río Magdalena y el río Paraguay hasta Brasil, antes de instalarse con sus padres en Maza, en los años 70.
Sin darse cuenta, dice Clara, se puso a bordar, recuperando con sus manos, aguja y lana, sobre el canevá apoyado en la falda, las impresiones de la infancia. Al llegar la primavera, "registrar ese incomparable contraste de las Sierras Chicas con el rosa intenso de los durazneros en flor, al lado de los troncos morados de las higueras sin brotar". O el gallo de riña que, contaba su abuelo, el cura Fierro había traído de Chile a lomo de mula y bajo el poncho; las loras que alborotaban entre los membrillos, granados y nogales a orillas de las acequias; los gestos de los malísimos mamboretás ; la mirada inteligente y la postura elegante de las chuñas (aves domésticas), "con las que me he criado en casa".
La intimidad del paisaje en Maza-Sacate (pueblo del agua en lengua comechingón) aparece en la composición, que ella dibuja previamente, de sus alfombras.
El fondo rosa "característico de la atmósfera en los climas secos"; el color de la tierra para los coroyuyos "que me maravillaban a los costados del camino con su florecimiento blanco" y las libélulas. Memoriosa, Clara Díaz recuerda las "lágrimas de la Virgen", esos arbustos de "flores amarillas con largos pistilos y estambres colorados" que la han inspirado más de una vez, las mariposas de Ischilín y los tigres, que ya no hay, pero que "antaño los cazaba el Tata Faustino desde el mojinete de la casa".
Alguien tenía que contarlo y recordarlo. Clara transmite la fuerza de las plantas, la fuerza de la Naturaleza, que es una lección de vida. "En ella todo está mimetizado. En las quintas hay nidos, pero también hay víboras, por eso en algunos casos los bordo combinados. La vida del campo se le mete a uno adentro y, observándola aprendí a reconocer la vida espiritual, a sentir lo que nos muestra Dios a través de su obra: vida, belleza. Quiero transmitir esos valores espirituales que no tienen nada que ver con el dinero, los negocios y la técnica."
Victor Manuel Infante , director del Museo de Arte Religioso Juan de Tejeda, fue el primero que alentó la recuperación de esta tradición y organizó una exposición de alfombras de bordo , en ese museo cordobés, en 1977. De las cinco expositoras, únicamente Clara perseveró con las alfombras. Afortunadamente, la siguen algunas discípulas.
Manuel Mujica Láinez le organizó su primera muestra en Buenos Aires, en 1983, en una sala del Cabildo, y también las mostró en su casa-museo de Cruz Chica. Algunas de sus obras han sido expuestas en muestras colectivas del Centro Cultural Recoleta. Despertaron el interés de argentinos y de coleccionistas extranjeros, como el norteamericano Mitchell Wolfson.
"Hay valores espirituales que trascienden de la naturaleza -dice Clara, sentada a sus anchas en el patio del Museo Fernández Blanco-. No debemos perder el contacto con la obra de Dios, a quien tenemos en presencia, en esencia y en potencia en nosotros y debemos vivir con esa fuerza, con esa mira, con esa profundidad. Esto se aprende conviviendo con la Naturaleza. Cada lugar está lleno de misterios. Hay espiritualidad en el campo y una fuerza inexplicable y contagiosa en la tierra misma.
Bordar es su modo de comunicar y de vivir. "Bordando tu naturaleza se aquieta. La conversación se entabla en una forma particular. No es un trabajo indiferente: todos entran en lo que estás haciendo y se trasladan a un mundo tan rico y misterioso como el de la familia, plano de recuerdos y de vivencias".
( Hasta el 8 de octubre en el Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco, Suipacha 1422, martes a domingo de 14 a 19. )




