Los magos del gótico criollo
Leopoldo Torre Nilsson y Beatriz Guido, su mujer y guionista, cambiaron la manera de filmar en la Argentina. Sus películas audaces y las anécdotas delirantes que los tenían como protagonistas hicieron de ellos figuras centrales del efervescente clima cultural posterior a la caída de Perón en 1955. En estos días, el 17º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata rinde homenaje con una retrospectiva al mundo extraño y fascinante que ellos crearon
Se conocieron en casa de Ernesto Sabato, Cupido improbable, quien intuyó que algo saldría del encuentro entre el joven cineasta y la joven escritora. Lo que tal vez no imaginó fue la magnitud de las consecuencias. Era el 15 de abril de 1951 y ambos invitados llevaban a sus respectivos cónyuges: él, Leopoldo Torre Nilsson, nacido el 5 de mayo de 1924 en Buenos Aires, hijo de Leopoldo ("Polo") Torres Ríos (la grafía del primer apellido es un error del registro civil) y de May Nilsson. Casado con Pilar Barcos, que le daría dos hijos, Javier y Pablo.
Polo Torres Ríos -bohemio, artista, lector asiduo, dedicado a diversas labores en el ámbito de la naciente actividad cinematográfica argentina- era hijo de castellano y gallega, inmigrantes; su mujer -hermosa, refinada, elegante, culta- era hija de un sueco (fallecido prematuramente cuando May era muy chica) y una inglesa, y había nacido en Barracas en 1902, pero durante la Primera Guerra Mundial su padrastro, inglés, se llevó la familia a su tierra. May volvió cuando tenía veinte años, acaso por simple curiosidad, y en uno de los primeros paseos por su ciudad natal se cruzó con Torres Ríos. Leopoldo, apodado Babsy fue el primogénito de la pareja.
Ella, la otra invitada, era Beatriz Guido, nacida el 13 de diciembre de 1922 en Rosario de Santa Fe, hija mayor del arquitecto Angel Guido y de Berta Eirin, una actriz uruguaya de talento y belleza excepcionales, que al casarse abandonó las tablas pero en modo alguno el teatro. Berta trasladó la fantasía, la magia de la escena, a la vida cotidiana: tan pronto interpretaba a la joven esposa y madre, abnegada, solícita, devota, como se transformaba (para deleite y alarma de sus hijas -después de Beatriz llegaron Bertita y María Esther, apodada Beba) en bruja, hada o princesa lejana. Le gustaba sobre todo evocar aquella hora única de su infancia, cuando recitó ante Rubén Darío que visitaba Montevideo y el poeta la besó en la frente y le pronosticó un destino triunfal. Deslumbradas, las tres niñitas vivían en un mundo de fábula, donde nada era del todo lo que parecía ser, porque la realidad se transformaba sin cesar. Beatriz se casó el 23 de septiembre de 1950, en su ciudad natal, con un joven abogado porteño, Julio Gottheil, de una familia de banqueros.
Giovanotto debe triunfar
El padre de Beatriz, Angel Guido, era uno de los tres apuestos hijos varones de un matrimonio de inmigrantes, italiano él, Agostino Guido, francesa ella, Madeleine Cussino, radicados en Rosario, donde Agostino vendía de puerta en puerta canastas de mimbre hechas por él, hasta que pudo instalar un negocio del ramo, que prosperó. Angel, ingeniero y arquitecto, sería el creador, junto con los escultores José Fioravanti y Alfredo Bigatti, del Monumento a la Bandera en Rosario, sobre las barrancas del Paraná. Cuando algún despistado le preguntaba a Beatriz si acaso era pariente del general Tomás Guido, guerrero de la Independencia, y de su hijo, el poeta Carlos Guido y Spano ("Llora, llora urutaú..."), ella daba una de sus características respuestas vagas que sugerían algo sin asertar nada: "Bueno, es un apellido italiano, y los italianos aquí, ya se sabe... ¿no?".
Porque el primer rasgo de Beatriz (Betty, para los íntimos) que convoca el recuerdo unánime de quienes la conocieron, es su formidable capacidad para mentir. O, en todo caso, para envolver de tal modo el asunto en divagaciones y circunstancias laterales, a menudo extravagantes, que la cuestión terminaba por diluirse en una penumbra ambigua, donde todo podía ser, o no. No hay que pasar por alto otro detalle: Angel Guido deseaba un hijo varón que triunfase estrepitosamente en la vida, que llevase su apellido a las cumbres de la fama mundial. A falta del hijo, volcó en Beatriz esa ambición desmesurada: la llamaba Giovanotto (jovencito), la llevaba consigo en sus viajes, le exigía un rendimiento excepcional en los estudios, estaba dispuesto a invertir lo que fuere, dinero, influencias, para alcanzar la meta soñada.
Aquel encuentro en casa de Sabato, entre Beatriz y Babsy, justamente puso en marcha la máquina fabuladora que a ella le serviría (a la par de su talento literario; o tal vez sean la misma cosa) de llave maestra para abrirle casi todas las puertas en la vida. Aunque, como se dijo, estaban acompañados por sus respectivos cónyuges, los dos matrimonios mostraban ya sendas grietas, más hondas cada día. La atracción fue inmediata entre el cineasta y la escritora. Y ella, para encauzar de entrada la relación que se insinuaba, le comentó a Torre Nilsson: "Lo felicito. En uno de mis viajes vi doblado al portugués su film El crimen de Oribe . Me encantó". Babsy no tenía noticias de esa versión portuguesa y al día siguiente reclamó a sus socios en la productora las planillas de recaudación en Portugal. Que no existían, porque tampoco existía ese doblaje. El filtro mágico ya había hecho efecto.
De allí siguió una colaboración profesional cada vez más estrecha entre ambos, cuya trayectoria ha resultado difícil de trazar para todos los que se han ocupado del tema (se recomienda especialmente El gran Babsy , biografía novelada de Torre Nilsson, escrita por Mónica Martin, Sudamericana, 1993), ya que deben basarse en los testimonios, a menudo contradictorios, desprolijos y cambiantes, de Beatriz.
La fusión estética de Torre Nilsson y Guido es tan estrecha, el intercambio entre letra e imagen es tan sutil, que ni el bisturí crítico más afilado conseguiría separar en qué consistía el aporte del uno y del otro. Lo concreto es que hubo un estilo. Los temas y la manera de encararlos llevan el sello inequívoco de la dupla Nilsson-Guido, la marca en el orillo. ¿Cómo calificarlos? Tal vez, de "gótico criollo".
La atmósfera de la época
En 1957, la llamada Revolución Libertadora, que derrocó a Perón y procuró en vano borrar su nombre de la historia, se aprestaba ya a dejar el poder en manos civiles. Si bien la inflación había comenzado ya en 1947, la Argentina mantenía un alto nivel de vida respecto de sus vecinos sudamericanos, y se aprestaba, según el sentimiento general de la época, tras la opacidad cultural del período peronista, a un renacimiento de las artes, las letras y las ciencias. Se asistía a hechos inusitados: Jorge Luis Borges nombrado director de la Biblioteca Nacional, Jorge Romero Brest, del Museo Nacional de Bellas Artes; Juan José Castro, de la Sinfónica Nacional; Orestes Caviglia, del Cervantes. A Victoria Ocampo se le había ofrecido la embajada en la India, declinada por ella y finalmente asignada al filósofo Vicente Fatone. Lejana ya la mítica Edad de Oro (1935-45, cuando nuestros films dominaron prácticamente todo el mercado latinoamericano), el cine argentino enfrentaba, una vez más, una situación crítica, en tanto el mexicano lo reemplazaba en la preferencia del continente.
El centro de la cultura porteña en ese momento era el cruce de las calles Florida y Viamonte, donde coincidían los restos del prestigio mundano de la elegante Florida de antaño y las vanguardias del pensamiento y la disidencia intelectual. La época de las confiterías Jockey Club y Coto; de las librerías Letras, Galatea, Verbum y Concentra; de las galerías de arte concentradas en el área -desde la tradicional Witcomb, en Florida, hasta la avanzada Bonino, en Maipú-, donde Romero Brest impartía sus lecciones y sus sarcasmos en Ver y Estimar, entidad que funcionaba en la galería Van Riel, en cuyo fondo funcionaba un conocido teatro independiente, el Instituto de Arte Moderno. Los pintores se reunían en el bar Moderno, de Maipú y Paraguay, los escritores en el Coto. Sobre Viamonte al 400, la Facultad de Filosofía y Letras irradiaba las polémicas que culminaban con algún exabrupto de David Viñas, o con los apasionados razonamientos de Juan José Sebreli. Ambos colaboraban en Contorno , la revista literaria que polemizaba con Sur , instalada en Viamonte y San Martín, en el caserón que albergaba las discusiones -y las reconciliaciones- de su directora, Victoria Ocampo, con su jefe de redacción, Pepe Bianco. Enrique Pezzoni, Fryda Schultz de Mantovani, Borges, Bioy, Cortázar, Mujica Láinez, Alberto Greco, Héctor Bianciotti, Pettoruti, Batlle Planas, andaban por ahí, eran habitués del barrio. Se respiraba ya la atmósfera renovadora que pocos años después llevaría a la apertura del Instituto Di Tella.
Fue en ese ambiente que se estrenó La casa del ángel , producto de la insólita alianza entre un productor netamente comercial, Angel Mentasti, de Argentina Sono Film, y Babsy Torre Nilsson. Ocurrió que el novel director había acertado con dos éxitos de Sono: Para vestir santos (1955), vehículo del histrionismo de la gran Tita Merello, y Graciela (1956), versión de la novela Nada de la española Carmen Laforet, donde por primera vez aparece el rostro ligeramente alelado y sobriamente expresivo de Elsa Daniel, la actriz fetiche de Torre. Mentasti probó ser un productor con visión de futuro: "Veremos qué sale -parece que se dijo- si probamos hacer un film distinto con este muchacho tan raro". Y, asombrosamente, le dio carta blanca, de lo que no se arrepintió.
El vuelo del ángel
Beatriz Guido ganó el primer concurso de novela de la prestigiosa editorial Emecé, en 1954, con La casa del ángel . Ella y su marido, Julio Gottheil, fueron invitados a festejar el fin del año 1953 en la antigua mansión de la familia Delcasse, en la esquina de Cuba y Sucre, en Belgrano. Un palacete afrancesado, hoy desaparecido, típica residencia de porteños de clase alta, de fines del siglo XIX. En la ochava, un nicho con la carcomida estatua de un ángel. Durante la comida se evocó el pasado de la casona, cuyo propietario, don Carlos Delcasse, ponía el jardín a disposición de los caballeros que pretendían lavar ofensas con sangre, batiéndose en duelo con el ofensor. Aunque los duelos estaban prohibidos en la Argentina, la posición social y el favor político de que gozaba el doctor Delcasse movía a las autoridades a mirar hacia otro lado. Esa noche se hizo un recuento algo fantasioso de la cantidad de muertos presuntamente retirados por la puerta trasera a lo largo de los años: doscientos y pico. Beatriz, fascinada desde niña por los relatos macabros de su madre , quedó deslumbrada. Cuando Emecé convocó al concurso, Gottheil la instó a presentarse con algo basado en la historia de la Casa del Angel, como se daba en llamarla en el barrio.
Sin duda, Beatriz sabía narrar, era capaz de atrapar al lector, de convencerlo. Emprendió la tarea, la culminó, envió La casa del ángel al concurso y se aprestó a poner en práctica los sabios consejos recibidos de sus padres: el talento no basta, la suerte también importa y hay que saber ayudarla; es necesario estar en el lugar adecuado en el momento adecuado, y decir las palabras adecuadas a la persona adecuada. Los jurados eran Ignacio Anzoátegui, Leopoldo Marechal, Julio Caillet Bois y Armando Braun Menéndez.
Beatriz nunca tuvo reparo en contar lo que había hecho, y lo reiteró en numerosos reportajes y notas: se esmeró en seducir a los jurados. Se convirtió en la enfermera cotidiana de un Marechal doliente, fue asiduamente a misa en la Merced porque le contaron que otro de los jueces iba allí a a diario. La tenacidad dio sus frutos: "A mí me premiaron por amiguismo -reconoció siempre, con picardía- y cuando fui jurado, premié también a mis amigos".
La casa del ángel fue la primera de las veinte películas firmadas por la pareja. Se filmó en 1956 y se estrenó en julio de 1957. La vieron un millón de espectadores y no es aventurado sostener que el film señala un cambio trascendental en el cine argentino. Acostumbrados a las comedias sentimentales con las inevitables "ingenuas" de voz aniñada y virginidad incólume, o a las evocaciones, también sentimentales, de una inocencia campesina o un pasado porteño ya anacrónicos, y a las trapisondas de cómicos directamente trasladados del circo al estudio (había excepciones, claro: Saslavsky, Zavalía, Schlieper, Demare, no muchos más), los espectadores locales descubrieron de pronto que también aquí se podía hacer un film que hablara de nuestros mitos sociales, de nuestros prejuicios y nuestros miedos, de las raíces de muchos antiguos males. Sin hipocresía, sin miedo, sin moralejas enfáticas, sin discursos paternalistas. La novela de la Guido venía de perillas para replantear toda una manera de "hacer" cine tan sólo para recreación del público; se daba, pues, la posibilidad de "crear" una forma de arte que nos representara como somos, que nos perteneciera de raíz, sin necesidad de fingir una filiación gauchesca incrustada en el pasado. Y de hacerlo con un lenguaje sobrio y creíble, con cuidado plástico y hasta con la audacia de confiar la música nada menos que a un vanguardista tan resistido, e ignorado por las masas, como Juan Carlos Paz.
Dicen que en el set, Torre Nilsson era la cortesía misma, que jamás alzaba la voz para corregir una falla o reprobar un olvido. Había en eso algo tal vez deliberado: demostrar siempre un dominio completo de la situación, hacer como que, pese al inconveniente, él lo salvaría con su plan predeterminado. No era así. Al menos, no del todo. En privado podía reconocer que a menudo no tenía idea de cómo abordar una toma y que se dejaba llevar por su intuición de artista, pero nunca se permitiría revelar esa debilidad a sus colaboradores. Una vez se le escapó, en un reportaje, el referirse con cierto desdén a los actores, considerándolos -en general- no mucho más que una simple rueda del complejo engranaje que es una película. Beatriz se agotó telefoneando a las redacciones para explicar que era un malentendido, que Babsy nunca había querido decir eso, que él adoraba a los actores. Lo cierto es que sus favoritos -que lo siguen idolatrando hasta hoy- fueron Alfredo Alcón y Leonardo Favio, convertido luego este último en un director notable. En cuanto a Elsa Daniel, su actriz fetiche, protagonista de Graciela , La casa del ángel , La caída y La mano en la trampa , por alguna razón la reemplazó en Fin de fiesta por Graciela Borges, a quien disfrazó, sin embargo, de la Daniel, tiñéndola de rubio y haciéndola aparecer con una expresión atónita y aniñada.
A primera vista, no hay relación entre la creación literaria de Torre Nilsson (lo más logrado, su recopilación de cuentos Entre sajones y el arrabal , una suerte de autorretrato, editado por Jorge Alvarez en 1967) y la de Beatriz Guido. Ella expresaba mejor que él, probablemente, la desencantada visión del mundo que curvaba la boca de Babsy en una mueca desdeñosa, o amarga.
El film que mejor refleja el mundo imaginario de ambos, el que mejor resume esa mezcla de espanto y absurdo, de rueda loca que trastorna "los mejores planes de los ratones y de los hombres", es, sin duda, El secuestrador (1958), que tanto escandalizó a crítica y público. En un suburbio desolado, mísero, un chancho puede comerse a un bebe, y una pareja adolescente hacer el amor en el catre vacío de una bóveda funeraria, alquilada por su cuidador para esos menesteres. No hay piedad para esas criaturas, porque no hay una divinidad que la imparta: dos chicos cometen un crimen y no sienten culpa, porque la ignoran y creen haber ejercido la única justicia que conocen, la del ojo por ojo.
En contraste con la empeñosa virginidad de las ingenuas típicas del cine argentino de los años 30 y 40, las protagonistas de Nilsson-Guido (Elsa Daniel, de preferencia) terminan desfloradas en medio de una verdadera hecatombe: no hay sexo explícito, por supuesto, ni falta que hace. En La casa del ángel , en La caída , en La mano en la trampa , en esos momentos se derrumban los armarios, ruedan las sillas, se rompen los floreros, suenan truenos o algo parecido a cañonazos. Tanta novedad no podía pasar sin ser resistida. Desde sus comienzos debió Nilsson luchar contra la censura, en todos los órdenes pero sobre todo, naturalmente, en el cine. Sufrió la persecución, hasta su último film, Piedra libre (1976), del gran inquisidor Miguel Paulino Tato.
La iluminación fuertemente expresionista, favorita de Nilsson, acentúa las sombras de los caserones dilapidados donde familias de abolengo declinan y ocultan, a la vez que la decadencia material y física, al opa de la familia, escondido en el desván o en el fondo del jardín convertido en matorral. La atmósfera recuerda la de los castillos medievales en ruinas, típica de la novela "gótica" inglesa, de la que los románticos alemanes heredarán la seducción por lo tétrico y funerario, y los ingleses mismos el gusto por la literatura de terror (el Frankenstein de Mary Shelley) y el género policial.
La literatura de Guido abunda en el ocaso de los linajes patricios, como una imagen invertida de su auténtica pasión por alternar con esa gente, por parecerse a ella, por pertenecer. Fingía no darse cuenta de que, a sus espaldas, esa alta burguesía se burlaba, considerándola una arribista, aunque divertida. Una vez, designaron a Mujica Láinez como jurado de los premios que el Instituto Nacional de Cinematografía otorgaba a la producción del año. Quien escribe estas líneas fue informado telefónicamente: "Esta mañana vinieron los Babsys, moviendo la cola... Me trajeron de regalo una fuente tan horrorosa, que únicamente Beatriz pudo haberla elegido".
Lo cierto es que Beatriz, sobre todo, y Babsy también, eran de una generosidad notable. Regalaban a sus amigos con esplendor oriental, y no sólo fuentes horrorosas, sino objetos auténticamente valiosos, y bellos. Sin embargo, vivían al día, agobiados por deudas que no les impedían tener gustos principescos y satisfacerlos. Ganaron fortunas con El santo de la espada , con Martín Fierro , y él las tiró bajo las patas de los caballos, en el hipódromo.
El lugar del fantasma
La muerte de Nilsson, el 8 de septiembre de 1978, tras una enfermedad atroz que lo destruyó entre terribles sufrimientos, marcó también el fin de la vida de Beatriz. Olvidó su belleza, abandonó la coquetería, se vistió definitivamente de negro y engordó en exceso. Llegó a escribir y publicar, sin embargo, una última novela, La invitación (Losada, 1979), que se vendió bien y fue filmada por Manuel Antín. Con la llegada de la democracia, el gobierno de Alfonsín la designó agregada cultural a la embajada en España. Hacia allá partió, y murió repentinamente en su casa de Madrid, donde albergaba con su acostumbrada generosidad a cuanto amigo se le presentaba, el 29 de febrero de 1988. Pocos días antes, yo la había encontrado en París, invitados ambos -junto con Mempo Giardinelli y Pedro Orgambide- para el ciclo "Les belles étrangéres". Durante un almuerzo en el Quai d´Orsay (al que también asistió Héctor Bianciotti), el diplomático francés ubicado frente a mí, al advertir el sitio vacío a mi flanco, me preguntó: "¿Y quién es el fantasma?". Me incliné sobre el plato de al lado y leí la tarjeta: "Beatriz Guido".
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