Manuscrito: a merced de los astros
No recuerdo cómo empezó, pero de chico era una de mis actividades favoritas. Tomaba la revista que traía el diario los domingos y la hojeaba hasta dar con la sección del horóscopo. Mi signo siempre estaba primero: Aries… ¿El borrego? ¿La oveja? En fin, era el que les tocaba a los nacidos entre el 21 de marzo y el 20 de abril, la fecha límite, mi cumpleaños. Necesitaba saber qué había predicho el brujo o la bruja de turno para la semana que se avecinaba. ¿Encontraría o perdería dinero? ¿Un nuevo amor llamaría a mi puerta? A mis diez u once años, cuando todavía no sabía lo que era tener plata o novia, esos párrafos anónimos cargaban toda la promesa de un boleto de lotería. ¿Y si esa semana me tocaba a mí?
Los horóscopos, aprendí luego, derivan de la astrología, una pseudociencia que desde hace siglos estudia la supuesta influencia de la posición de las estrellas y los planetas en un tiempo determinado. En mi infancia, algunos astrólogos eran muy populares en la tele, como Horangel, un señor delgado, de expresión seria y un peinado prolijo de un castaño inalterable. Se hablaba también del libro de Ludovica Squirru, que se sigue publicando cada año antes de las fiestas, aunque lo de los chinos era una cosa totalmente distinta. En ese horóscopo yo era una “rata de madera”, y eso no me gustaba ni un poco. ¿Justo un animal tan inmundo me tenía que tocar? ¿No podría ser, al menos, una rata de oro o de algún otro elemento más digno?
En ese entonces, la astrología parecía atraer sobre todo a empleadas domésticas y amas de casa. En la escuela no podía hablar mucho de estas cosas. Mis compañeritos estaban más pendientes de Brigada Cola y Videomatch que de los efectos de Mercurio retrógrado, y no quería que me golpearan.
En los últimos 30 años, mucho ha cambiado. La Encuesta de Creencias, Valores y Actitudes en la Sociedad Argentina del Conicet registra que el 6,4% de la población -unas 2,8 millones de personas- creía en la astrología al cierre de 2019. El interés se disparó durante la pandemia: a finales de 2023, la consultora Sentimientos Públicos destacaba que más del 50% de los argentinos mostraban una “buena predisposición” hacia la astrología. La incertidumbre respecto al futuro, el rechazo a la religión y los cuestionamientos a la ciencia se postularon como posibles explicaciones para ese salto.
Hay señales de este cambio en todos lados: Boca Juniors, el equipo de fútbol más convocante del país, tiene un astrólogo propio. Una nueva generación de especialistas, criados al calor de los algoritmos, cosecha millones de seguidores en redes sociales. Incluso las apps de citas te obligan a detallar signo solar, lunar y ascendente en tu perfil. Es casi indispensable que una bio de Bumble u OkCupid tenga alguna referencia del estilo “Soy de Piscis, como Justin”, “De Escorpio, pero buena gente”, “Si sos Acuario, seguí de largo, no estoy para más desgracias”. El primer día en mi trabajo actual debí confirmar con mi madre la hora de mi nacimiento para que una compañera pudiera hacerme una carta astral en un sitio web especializado. Al final, resulta que soy de Tauro.
De adulto perdí interés por los horóscopos. Mejor dicho, por esa forma compacta de profecía semanal que augura lo mismo para todas las personas de un signo. Pero incursioné en otras cosas que no habría conocido sin ellos: cartas natales, revoluciones solares, el tarot, el I-Ching.
A los 26 años, mientras estudiaba periodismo, ocurrió algo gracioso. Uno de mis profesores contó que era él quien escribía aquellos horóscopos que leía de niño. El devenir de los signos, reveló, dependía de cómo él se había despertado. Una noche plácida equivalía a días auspiciosos, mientras que la falta de sueño auguraba una semana fatal. No parece muy diferente, pienso ahora, delegar nuestro destino a un planeta distante o a un periodista desvelado.

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