Autor de más de 40 murales dispersos en todo el país y otras tantas fachadas en el Pasaje Lanín, donde nació, el artista de Barracas recibió un diploma Konex y sigue proyectando cambiar lugares con su arte
En la terminal de ómnibus de Retiro, un día cualquiera, Marino Santa María espera la llegada de un pariente y ve en un televisor imágenes de Buenos Aires: pasan el Obelisco, la Casa Rosada... y un mural suyo, un Gardel pop del Abasto que ya es tan popular como algunas canciones que nadie recuerda al autor. Así, sus obras en el espacio público suman más de 40, pero son el doble si se cuentan de a una las fachadas de su barrio, al que le cambió la cara hace veinte años.
Tiene esa satisfacción y también el reconocimiento que significa el diploma al mérito de los Premios Konex, que recibió anoche. “Uno persevera y las cosas en algún momento se destapan”, dice. Obtuvo también distinciones en los salones Nacional de 1978 y Municipal Manuel Belgrano de 1981, y fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura en 2012. Y hay un galardón exclusivo, que solo tiene él: tres cuadras intervenidas con obras suyas fueron declaradas Patrimonio Cultural de Barracas por la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires.
En Pasaje Lanín 33 está ubicada su casa natal, adonde todavía vive y trabaja. Allí su padre, pintor y ceramista, encendía el horno a leña para quemar sus piezas, y su madre escuchaba chamamés y criaba hijos y conejos. Su abuelo era pintor de paredes. De esa mezcla salió Marino Santa María, muralista urbano que trabaja con la unidad mínima de cerámica: la venecita.
Ahora que peina canas en su característica melena, se concentra en obras pequeñas y medianas en su galería que tiene ruido de tren, mientras proyecta sus próximos murales, donde piensa volver a sumar materiales como los espejos. Las ventanas están siempre abiertas y los vecinos se saben bienvenidos. “Me han regalado buenas ideas”, dice. Para los grandes proyectos va a su espacio en Central Park, la nave de talleres de artistas coloreada por Pérez Celis, donde también tiene buenos vecinos. Pero aquí, en el Pasaje Lanín, los colores los pone Marino hace 21 años, y es algo así como un embajador. Estas tres cuadras son destino turístico y escolar, y contingentes de primaria y secundaria lo visitan cada semana.
Es quizá su obra más ambiciosa y entrañable: “Pinté el patio de juegos de mi infancia. Yo jugaba en esta calle”. Comenzó por una en 2001, y fue haciendo a pedido de los vecinos todas las restantes, sin cobrarle nada a ninguno. “Es un museo a cielo abierto. Fue la primera intervención urbana de este siglo en esta dimensión”, dice orgulloso. Ahora está en proceso de pasar la pintura, efímera, sometida al desgaste por el sol y la lluvia, a un material mucho más resistente como son esos azulejos de 2x2 cm que usa como pixeles para resguardar su arte. “El 90 por ciento de mis obras provienen de una pintura. Mi raíz es de pintor. Por lo tanto, esta calle fue pintada. Luego, en 2005 estuvo la posibilidad de pasarla a mosaico, en una suerte de acuerdo con una fábrica de veneciano. Estoy pasando todas las fachadas a mosaico, y ya llevo hecho un treinta por ciento. Pueden participar voluntarios que quieran aprender el trabajo, las tareas, la técnica, cómo se enseña y, de paso, me dan una mano para poder completar toda la obra”, invita.
Su objetivo es consolidar esa obra, hacerla perdurable. Al Gardel del Abasto de cien metros cuadrados situado en Zelaya, entre Anchorena y Jean Jaures, se le borró en 19 años de intemperie la partitura que lo rodeaba, que cualquiera podía ejecutar y encontraba dos tangos: Melodía de arrabal y Volver. Ese Gardel se repite en la Estación dedicada al cantante en la línea B del subte y en otras calles del barrio. También está en el coqueto patio del hotel Cassa Lepage de San Telmo, en tres colores. Es símbolo de la ciudad, como comprobó el artista en las pantallas de Retiro.
Sus obras, entonces, parten del papel: “Busco entre mis pinturas cuál es la que me puede solucionar la propuesta espacial del mural. La obra después se acomoda”. También, intenta que el contenido hable del lugar o sigue sus propios caprichos. “Por ejemplo, la calle Lanín es la primera que no tiene nada que ver con la historia del lugar, que es obrera y tanguera. Sucedió algo: yo renegaba de quedar atrapado en eso. Viajé a Bilbao, vi el Guggenheim y me liberé de todo. En una ciudad clásica, esa arquitectura... esa fue mi fórmula: hacer algo abstracto, como mis pinturas, que no tuviera nada que ver con esa historia de tango y puerto, que para mí estaba en La Boca, ni con las fábricas, que en 2001 estaban cerrando todas”.
El trabajo en taller y en la calle tiene satisfacciones distintas y compatibles. “Hay una parte que es solitario, donde uno boceta, piensa, ensaya, toma medidas; la calle, después, tiene esta vivencia de un diálogo, hay una comunicación permanente con el que pasa”. También está la parte de gestión de permisos, que suele resultar fácil, y la ardua tarea de encontrar sponsors.
Su obra más grande, después de Lanín, está bajo tierra, en la estación Las Heras de la línea H, con 500 metros cuadrados. Pero la que más le gusta del subte es Plaza Italia, línea D. “Cada obra tiene un sabor que me produce alegría. En la estación del exZoológico, cada columna está pintada con la textura de un animal, y las hojas de los capiteles son de las plantas que cada animal come. Está la jirafa, la cebra, la tortuga porque quería incluir la lechuga...”, cuenta. En la Fundación Cassará realizó un mural sobre las cúpulas de la Avenida de Mayo.
En su experiencia, un mural puede cambiar un lugar completamente. Ahora va a inaugurar uno en La Paz, Entre Ríos, que quedó terminado antes de la pandemia. “A partir de esa obra, el intendente hizo mejoras en toda la zona y se convirtió en un mirador frente al Paraná”, cuenta. Otra vez, fue a Los Toldos para hacer un trabajo con chicos de una escuela y vio por la ruta que había un edificio abandonado. “Era un basural. Pedí al intendente permiso para intervenir esa zona. Con la plata que me dio, contraté a los que vivían en el basural, que dormían y comían ahí, y con ellos hice la intervención. En ese edificio donde pusimos color hoy funciona la fábrica de reciclado de basura”, cuenta.
El arte sana, entiende Marino: “Quien está rodeado de arte tiene motivaciones para no tenerle miedo a la práctica artística. En general, a los mayores le das un papel y dicen que no, que no saben dibujar. Cuando ya tienen arte en sus vidas, cuando te vieron trabajar, todos sienten que son capaces de hacer algo y empieza a desaparecer ese miedo. En ese sentido es sanador”, piensa.
Santa María es también un gran maestro. Egresó de las Escuelas Manuel Belgrano y Prilidiano Pueyrredón, donde fue docente y ejerció como rector entre 1992 y 1998. Formó parte de la gestión creadora del IUNA. “La muestra de fin de año de los alumnos se hacía en el Centro Cultural Recoleta y había logrado que las galerías fueran y eligieran a un artista”, recuerda. Después estuvo en la Escuela Taller del Casco Histórico. “Siempre disfruté muchísimo trabajar con los chicos. Desde el año siguiente a recibirme en la Belgrano pude ser rápidamente titular. Tenía los siete grados completos”, recuerda.
“Respecto del Konex, claro, es bárbaro ser distinguido; creo, que es el resultado de años de bregar por el arte público”, señala. “Es la primera vez que el Konex atiende al arte en la vía pública y la Academia de Bellas Artes también le dedicó un tomo. Antes, los que estábamos haciendo arte en la ciudad estábamos afuera de todo”, dice. “Lo que les queda a mis hijos es que se van a estar topando conmigo por todos lados –dice pensativo–. Quizá van a Ituzaingó y se encuentran con unos Gardeles que hice en la estación y me olvidé de contarles. Van y la descubren. Eso es lindo”.
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