Por más luces y menos estruendo
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Mi madre habría apoyado con todas sus fuerzas esta causa. Me refiero a la reiterada campaña para tratar de evitar que en las fiestas de fin de año se use pirotecnia ruidosa. Es que es difícil pensar que alguien “festeje” a petardo batiente, como si no hubiera otra forma. Sin contemplar que muchos semejantes están sufriendo por ese motivo.
Todos los años se repite la consigna: las personas que sufren algún trastorno del espectro autista (TEA) no solo se ven súbitamente alteradas, sino que pueden incluso sufrir algún tipo de retroceso en sus tratamientos. Entonces, ¿para qué?
No son los únicos motivos. Quienes hayan pasado por situaciones violentas alguna vez sabrán de qué hablo.
Mi madre no soportaba esos ruidos. No padecía ninguna variante de aquellos trastornos, pero la atormentaban los recuerdos.
“¡Que los parió! ¡Por qué no paran con esos cohetes! ¡Se los pondría en el culo a ver si les hacía gracia!”, explotaba ella, una y otra vez. Lo peor era que tenía al enemigo casi dentro de casa: nosotros teníamos vedado el acceso, pero al tío Pepe, su cuñado, le divertía sobremanera y, por supuesto, contagiaba el entusiasmo a sus hijos, mis primos, y a varios de nosotros.
De modo que las sobremesas de Nochebuena y Año Viejo se convertían en una interna familiar digna de una campaña electoral. Joaqui, mi madre, lo aceptaba con resignación, pero sus maldiciones eran una constante al acercarse las fiestas. Aunque fuera a media tarde cuando en el barrio se escuchaba algún estallido lejano.
Tenía sus razones, y solía explicarlas para que la entendieran. Muchos años después de haber sufrido la Guerra Civil Española y distintos exilios, incluso más de 15 años después, ya en Buenos Aires, los inocentes estruendos urbanos le traían al presente los silbidos de las bombas que la aviación alemana, aliada del régimen de Francisco Franco, descargaba sobre la población. “Cruzábamos el mar en una chalupa, poco más, hacia Francia, con el apoyo de los ingleses, y podíamos ver los aviones de esos cabrones, que echaban sus bombas sobre nosotros. Por milagro ninguna acertó”, relataba con el mismo dramatismo del primer día.
Cuando era niño me asustaba bastante con el ruido (ya saben, influenciado por los temores de mi madre), pero, no voy a negarlo, en la adolescencia y ya de adulto pude disfrutarlo. El ruido, pero sobre todo las luces, esos “dibujos” en el cielo nocturno que nos hacían soñar.
La Nochebuena pasada cenamos con mi hermano y nuestras familias, ya con nietos de su parte. Los jóvenes compraron algunas variantes de cañita voladora o bengalas (disculpen mi falta de precisión). De corto alcance y, sobre todo, prácticamente sin ruido, de modo de no asustar a los más pequeños. La cara y los gestos de goce de esos chicos me hicieron ver lo evidente: los estallidos están de más.
Notamos que en buena parte del vecindario no se escuchaba el ruido de otros años. ¿Austeridad por la crisis, toma de conciencia, pura casualidad? Quiero pensar en la buena voluntad, más allá de que en otros barrios (especialmente en el conurbano) no fue tan moderado.
“Sabemos que muchas familias disfrutan del ruido (nosotros lo hicimos cuando niños), pero es importante que entendamos que muchas otras, cada vez más, están sufriendo”, planteó la ONG TEActiva por estos días. “Y no es un simple sufrimiento de una noche: cuando una persona neurodivergente con hipersensibilidad sonora se desregula puede sufrir graves retrocesos. Por eso, para que vayamos aprendiendo a convivir, es imprescindible parar la pelota. Y que el debate que se genere sirva también para reflexionar”, propuso.
Mañana tendremos otra noche para festejar. Que sea una verdadera “noche de paz”.
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