Saul Bellow (1915/2005)
El escritor norteamericano, fallecido el lunes último a los 89 años, fue uno de los mayores novelistas del siglo XX. En estas páginas, su colega británico Ian McEwan compara la portentosa galería de personajes del autor de Herzog con la de Dickens y subraya la calidez y humanidad de sus historias. Además, el notable ensayista Jeffrey Mehlman, amigo de Bellow, evoca los años bostonianos de éste y cita fragmentos de la correspondencia inédita que ambos mantuvieron. Una entrevista realizada hace dos años por Barbara Probst-Salomon completa el homenaje al premio Nobel de Literatura de 1976
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En el fin, siempre está el misterio
Por Barbara Probst-Salomon
Conocí a Saul Bellow, que murió el 5 de abril último, en Chicago a principios de la década de 1960. Mi esposo, Harold Salomón, era profesor de la Escuela de Leyes de la Universidad de Chicago. Saul era miembro del Comité de Pensamiento Social de la universidad y estaba casado con Susan Glassman. Los cuatro solíamos salir juntos. Saul nos llevaba a la parte de la ciudad donde habían estado los viejos corrales. Su capacidad de descripción era tan poderosa que yo sentía la presencia del ganado que antes solía poblar esos corrales.
Hace dos años el periódico madrileño El País me pidió que entrevistara a Saul Bellow, en mi carácter de corresponsal en los Estados Unidos. Yo accedí y él accedió, y recordé aquellas salidas el día que tomé el nuevo tren subterráneo rápido desde Nueva York hasta Boston, para encontrarme con él. El asistente de Saul me abrió la puerta de la espaciosa casa de Bellow, a tiro de piedra de la Universidad de Boston. Bellow había cambiado la Universidad de Chicago por la de Boston tiempo atrás. Mientras Saul y yo subíamos hacia su estudio, el escritor se detuvo para presentarme a su hija de casi un año, Naomi Rose, a quien él y su quinta esposa, Janis, llamaban Rosie. Después de tres hijos -Greg, Adam y Daniel-, Rosie es la primera hija de Saul Bellow, quien la miraba con una sonrisa mientras la nena jugaba en el suelo cerca del comedor. Me pareció que era más feliz con Janis, quien compartía sus intereses y puntos de vista, que con cualquiera de sus esposas anteriores.
Saul Bellow vivió en muchos lugares. En Montreal, Nueva York, Francia, México y hasta en Madrid, pero su tono revelaba la carcajada entrañable de un muchacho de Chicago. Chicago significaba para Bellow lo que París era para los novelistas franceses del siglo XIX, y sus ojos -esos ojos azules, omniscientes y redondos, engarzados en su rostro cincelado- se encienden y ruge de risa cuando habla de eso. Le recordé que una vez me había dicho que siempre se sentía un poco como un turista en este país.
"Bien, sí, en cierto sentido. Pero también me enamoré de los Estados Unidos apenas llegué. Tenía nueve años cuando nos mudamos desde Montreal al corazón del Chicago de los inmigrantes, donde cursé la escuela primaria y secundaria", dijo, y luego hizo una pausa. "Después, uno va a la universidad y todo cambia. Yo era un chico callejero de Chicago. Y me encantaba serlo."
-No sé si me equivoco. Pero creo recordar que al principio usted se rebeló contra escritores del tipo de Henry James?
-No sé si me rebelé contra ellos, pero me divertían las bromas que se hacían al respecto, Como esa sobre Henry James, que decía que rumiaba más de lo que mordía -se ríe Bellow-. Philip Rahv era bueno para ese tipo de bromas. Fue el editor de Partisan Review cuyas ideas acerca de la escritura más se acercaban a la mía.
Una de las ocurrencias más famosas de Rahv era que los escritores estadounidenses se dividían entre pieles rojas y carapálidas. Los carapálidas eran los escritores anglos como Henry James y T. S. Eliot, cuya prosa estaba bordada con un toque de refinada alta literatura. La sensibilidad "pielrroja" de Rahv, Bellow y Ralph Ellison era rebelde. Añadía una sana vitalidad a la literatura estadounidense, sus modelos eran las novelas rusas y francesas del siglo XIX, a las que se sumaba el desenfado típicamente estadounidense.
-Usted es uno de los escritores más elásticos en cuanto a la faceta técnica, y frecuentemente usa un narrador en primera persona. ¿No le resulta engorroso atenerse a un narrador en primera persona durante toda la novela?
-El próximo semestre voy a dictar un curso en la Universidad de Boston, sobre Joseph Conrad, y he descubierto que Conrad tiene un hormiguero de narradores. Está Marlowe, el narrador, y después hay otros que cuentan sus historias. El propio Lord Jim. Hay toda clase de gente que narra. Y me dije, ¿para qué necesito tantos narradores, tantos puntos de vista? Me produce impaciencia. ¿Por qué debo depender de estas personalidades que no tienen nada que ver conmigo? Hay demasiadas intervenciones. Está esa espantosa necesidad de interpretar o examinar detalladamente los hechos, La necesidad de repasarlo todo desde muchos puntos de vista. ¿Para qué? ¿Necesitamos todas esas interpretaciones?
-Usted ha dicho que le gusta escribir breve, no siempre lo ha hecho, pero lo hace ahora. En ese sentido, al tener un narrador en primera persona, puede despojarse de gran parte del mobiliario.
-Sí.
-Pero después llega el momento en que desea que alguien observe al narrador en primera persona. Ya sea negativamente, como en el caso de Lord Jim, o aunque sea para ofrecer otro enfoque. Me preguntó si no ha pensado en eso.
-La gente se asigna la tarea de lanzarse sobre la experiencia para explicar lo ocurrido, y con frecuencia esa explicación es una intelectualización, y por lo tanto hay una tendencia natural a confundir todos los puntos de vista. Es innecesario. Sólo sirve para entorpecer el relato.
-Usted dice que? hay que contar la historia.
-Exactamente.
La conversación cambió de dirección, y Bellow empezó a reflexionar sobre su infancia.
-A los ocho años pasé mucho tiempo en hospitales. Tenía una infección pulmonar que me impedía respirar. Fue secuela de una neumonía de la que me recobré. Pero fui un niño enfermizo.
-¿Así que era un chico callejero y también un lector?
-Sí. Cuando salí del hospital estaba muy débil, me había pasado casi un año en cama. Así que tenía que ponerme al día, y me esforcé por ponerme a la altura de los otros niños. En la escuela nos hacían memorizar mucha poesía. Memoricé gran parte de El viejo marino, y los monólogos de Shakespeare.
-¿Cuál fue su mayor influencia en la adolescencia? ¿James Joyce fue el autor que más ocupaba su mente?
-En el barrio tenía un grupo de amigos. Uno de ellos, Sydney Harrison, que empezó como columnista del Chicago Daily News, tenía un primo, Wolfie, quien solía ir a París de vacaciones, y casi siempre traía libros que estaban prohibidos en Estados Unidos. El Ulises fue uno de ellos. Se lo pasó a Sydney, y Sydney me lo pasó a mí. Yo tenía quince años, y empecé a leerlo por mi cuenta, sin ninguna ayuda. Trabajé en eso, porque sabía que era muy importante. No entendí algunas cosas. No entendía que la carta para Molly Bloom trataba del adulterio, no teníamos experiencia al respecto cuando éramos chicos, en Chicago. Me llevó cinco o seis años darme cuenta de que la carta era del amante de Molly Bloom y de que Leopold lo sabía todo. El Ulises fue mi educación. Mi educación fuera de la escuela.
-¿Esa mezcla de lo alto y lo bajo es lo que usted quiso infundirle a la novela estadounidense?
-Sí, en la larga tradición del lugar del novelista y la novela dentro de la sociedad civilizada, la novela es una suerte de escuela rudimentaria donde uno aprende los problemas más importantes de la vida. Es un correctivo de la necedad de la propia familia, que siempre quiere que todo sea amable, pulido? No había nada amable ni cultivado en la vida de la calle de Chicago.
-Entonces, a pesar de que usted es el novelista estadounidense más admirado por los intelectuales, en su obra siempre parece estar un poco en pie de guerra contra ellos?
(Mencionar la lucha contra los intelectuales es llevar agua para el molino de Bellow. Cuanto más lo alaban los intelectuales, tanto más intensamente Bellow alega que no es uno de ellos.)
- Creo que tiene que ver con la manera en que uno se ve a sí mismo y a los demás como miembros de una clase educada. Especialmente si uno tiene la mala suerte de que lo llamen intelectual. La gente casi universalmente considera que el alter ego es el yo educado que observa la vida, comenta sobre ella, identifica los hechos importantes y cosas así, de manera que cuando uno llega al final de la vida, ha cometido una cantidad de errores, un montón de equivocaciones y gaffes intelectuales, pero no importa porque uno las corregirá antes de que caiga el telón. Es muy raro que se ponga tanto énfasis en la vida intelectual. Muchos de los grandes novelistas del siglo XIX no veían las cosas así. O al menos combatían la idea de ser intelectuales, especialmente los rusos. Pero la gente se considera intelectual, y cree que al final de la vida uno tiene muchas respuestas, pero no es así.
-¿Y en su obra usted sigue discutiendo con los intelectuales?
-Los intelectuales han caído en el descrédito por sí mismos. Por otro lado, son graduados de las universidades, y representan el deseo de sus padres de que sus hijos estén colmados de compasión. La gente trata de estar a la altura de esas ideas para complacer a sus padres, pero las cosas no son así en este país. Esta es la tierra de las oportunidades, y las oportunidades que brinda son las de enriquecerse rápidamente. En las películas, la gente tiene una vida libre, sin responsabilidad, pero el hecho es que cada mañana se abren las puertas de las fábricas y la gente va a trabajar. Que haya tanta gente dispuesta a aceptar responsabilidades es un hecho que nadie puede explicar. Nadie parece maravillarse por eso.
Bellow hizo una pausa, y luego empezó a hablar de su padre.
-El otro día pensaba que nunca le dije a mi padre que sería un escritor, y me pregunté por qué. Después entendí: le estaba mintiendo, le dije que iba a ser profesor, para que me mantuviera en la universidad. Le mentí deliberadamente.
-¿Cree que sus lectores entienden que en el novelista se da esa tensión, esa disputa? ¿Qué el novelista favorito de los intelectuales puede tener profundas razones para luchar contra ellos?
-Bueno, es difícil entender eso. No nacimos para convertirnos en intelectuales que pueden explicar todo lo que ocurre.
-A veces los escritores tienden a discutir con los escritores que los han precedidos, con escritores muertos. O quieren llegar a un público específico. ¿A quién piensa usted que se está dirigiendo ahora?
-Bien, a veces, creo que las sociedades bíblicas están en lo cierto. Entregan gratuitamente ejemplares de la Biblia a los hoteles, albergues, hospitales y cárceles. A todo el mundo.
-Sí, ¿pero la novela expresa todavía su visión de mundo?
-Bien, parte de esa visión era que nosotros, los escritores, éramos diferentes de las personas en las que podríamos habernos convertido. Yo era un fanático del béisbol, pero además de que me gustaba ese deporte, nosotros, los que queríamos convertirnos en escritores, teníamos un gusto por el lenguaje que no era común a todos. Uno sentía que pertenecía a un grupo privilegiado que tenía un estimulante interior del que los otros carecían.
-¿Y no sentía también que estaba entrando en un mundo un poco secreto, al que no podían seguirlo el carnicero o el panadero?
-Es algo de lo que suelo hablar con Philip Roth. Cuando empezamos a ser escritores no entendíamos la situación cultural en la que nos hallábamos. De haberla entendido, no hubiéramos estado tan complacidos. No hubiéramos aceptado la idea de que uno podía convertirse en escritor y que la gente podría entender lo que uno escribía, por más que uno dijera las cosas de manera excéntrica. Philip me dijo que si hubiéramos entendido cómo eran las cosas, de que no había público para nosotros, no hubiéramos persistido.
-¿Y le parece que es así?
-Yo era terriblemente terco, y hubiera persistido.
-¿Qué le entusiasma ahora?
-El enorme tema de lo que ha hecho la inteligencia individual para transformar la vida. Antes no solíamos entender nuestros cuerpos. Cosas como el funcionamiento del aparato digestivo. Ahora hemos llegado al punto de no entender la alta tecnología de esta civilización, y tendemos a tomarla como algo que forma parte de la naturaleza. Es extraño, porque vivimos entre productos de la mente, entre objetos que son productos de la imaginación humana, sin entender de ellos más de lo que hubiera entendido el hombre primitivo. Eso es lo que me preocupa, mi proyecto privado de llegar al fondo de eso. Pero no se puede. Siempre se acaba en el misterio. Freud era biologista, y puso todas sus fichas a la reproducción humana. Se lo agradezco, pero dejó de lado ciertos temas? su insistencia en que la religión es sólo sublimación, por ejemplo, ¿qué significa? Siempre me interesaron las ideas de Rudolph Steiner, porque le prestó atención a cosas a las que nadie presta atención? el hecho de que tenemos alma, espíritu, y de que no hay pruebas de que la muerte sea el final. Pero la gente considera que interesarse por esas cosas es sólo un capricho en un novelista.
(Traducción: Mirta Rosenberg)
La encarnación de Chicago
Por Ian McEwan
Cuando muere un gran escritor -acontecimiento inusual, ya que se trata de una especie poco común- le tributamos nuestros respetos haciendo una visita a nuestros anaqueles, biblioteca o librería; el duelo y la celebración se mezclan de manera honrosa. Pasará un tiempo antes de que apreciemos plenamente los logros de Saul Bellow, y no hay motivo para que no empecemos con algo pequeño, una frase o párrafo que se ha convertido en parte de nuestro equipamiento mental, y en una parte de los placeres de la vida. Después de todo, les dijo Nabokov a sus estudiantes, los buenos lectores "deben advertir los detalles y deleitarse en ellos". Los amantes de Bellow evocan con frecuencia a cierto perro que ladra sin demasiado entusiasmo en Bucarest durante la larga noche de la dominación soviética de Rumania. El ladrido llega a oídos de un visitante estadounidense, Dean Corde, un típico héroe soñador bellowiano, que imagina que esos sonidos son una protesta contra la escasa comprensión hacia los perros, y una plegaria: "¡Por amor de dios, abran un poco más el universo!" Aprobamos esa observación porque somos, en algún sentido, ese perro, y Saul Bellow, nuestro Maestro, nos escuchó y complació nuestra súplica.
De hecho, Bellow asumió generosamente esa misma libertad que Henry James reclamó para el novelista en su ensayo The Art of Fiction: se liberó, y liberó a sucesivas generaciones, de las trampas formales del modernismo, que a mediados del siglo XX ya habían empezado a pesar como una dura restricción. No tuvo tiempo para ocuparse del aserto de Virginia Wolf acerca de que en la novela moderna los personajes han muerto. El mundo de Bellow está tan densamente poblado como el de Dickens, pero sus moradores no son caricaturas ni grotescos esperpentos. Se instalan en la memoria como personas que uno podría convencerse de haber conocido: el desesperado embaucador Lustgarten ("en parte sutil, en parte enfermo") de Mosby´s Memoirs, que provoca la ruina financiera de su familia importando un Cadillac a la Francia de posguerra; el nervioso delincuente Cantabile, que blande una pistola en Humboldt´s Gift? quien en medio de su agitación experimenta la súbita necesidad de mover el vientre, y obliga a su víctima, Charlie Citrine ("un hombre de cultura o de grandes logros intelectuales"), a entrar con él al baño. Citrine se distrae reflexionando sobre la conducta de los simios mientras Cantabile "está allí en cuclillas fulminándolo con la mirada".
Y el más vívido de todos, para mí al menos, Moses Herzog, el soñador de Bellow más logrado, el menos práctico de los hombres en unos Estados Unidos donde cunden los más vigorosos propósitos materiales. En Herzog, Bellow llevó a la perfección el arte de la digresión narrativa. Cuando el héroe va a visitar a su amante, la adorable Ramona, la espera en la cama mientras ella va a vestirse con lo que Martin Amis llamaría su "uniforme de burdel". En esos momentos Herzog reflexiona sobre la manera en que el mundo entero lo presiona, y Bellow parece exponer una suerte de manifiesto, un categórico catálogo de los desafíos que un novelista debe enfrentar, o la realidad que debe abarcar o describir. También sirve como guía para el lector de la materia prima de la obra de Bellow. Llegué a memorizar el fragmento gracias a la relectura, y lo tomé prestado como epígrafe de una novela, Saturday. Fue un riesgo, porque era probable que el pulso de su prosa hiciera que la mía sonara enclenque.
"Bien, por ejemplo, qué significa ser un hombre. En una ciudad. En un siglo. En transición. En una masa. Transformado por la ciencia. Bajo un poder organizado. Sometido a tremendos controles. En las condiciones causadas por la mecanización. Tras el fracaso de las esperanzas radicales. En una sociedad falta de comunidad que devaluaba a la persona. Debido al multiplicado poder de números que hacían insignificante a la persona. Que gastaba billones en proyectos militares contra enemigos foráneos pero que no pagaba por el orden en casa. Que permitía el salvajismo y la barbarie en sus propias grandes ciudades. Al mismo tiempo, la presión de millones humanos que han descubierto lo que pueden lograr el esfuerzo y el pensamiento concertados. Como los megatones de agua moldean los organismos en el fondo del océano. Como las mareas pulen las piedras. Como los vientos ahuecan las montañas?"
La ciudad de Bellow, por supuesto, era Chicago, tan vital para él, y tan bella y profusamente evocada como la Dublín de Joyce; las novelas no están simplemente situadas en el siglo XX, son acerca de ese siglo? sus formidables transformaciones, su salvajismo, sus nuevas máquinas, las grandes batallas de sus sistemas de pensamiento, el resonante fracaso de los sistemas totalitarios, la bendición mixta del estilo de vida americano. Estos elementos no se tratan en abstracto, sino que se tamizan a través de las peculiaridades del personaje, de un individuo que intenta figurarse dónde está parado en relación con la masa de la que forma parte. Y siempre el pasado que irrumpe: recuerdos infantiles, las calles y edificios atestados, los cuartos compartidos, vecinos y parientes autoritarios y excéntricos, los inmigrantes pobres atentos al reclamo de la identidad americana.
El crítico estadounidense Lee Siegel escribió recientemente que todos los escritores británicos relacionados intelectual o emocionalmente con Estados Unidos desean reclamar a Bellow para sí mismos. "El es su Roca de Plymouth, o tal vez su Rhodesia?" Hay en esto algo de cierto. ¿Qué es lo que vemos en él que no podemos encontrar aquí, entre los nuestros? Creo que lo que admiramos es la generosidad con la que su obra incluye tanto del mundo: desde el siglo XIX, ningún otro escritor ha sido capaz de plasmar a toda una sociedad, sin condescendencia o sin la afectación de la antropología social. Bellow puede moverse fluidamente entre los pobres y sus sórdidas calles y las elites de poder de la universidad y el gobierno, como el soñador privilegiado con "un pensamiento profundo como el mar". Su obra es la encarnación de la visión estadounidense de la pluralidad. En Inglaterra, aparentemente ya no somos capaces de escribir cruzando las burdas y sutiles distinciones de clase? o, más bien, no podemos hacerlo con gracia, sin que aparezcan tensiones o sin caricaturas. Por eso, Bellow parece más grande de lo que puede esperar llegar a ser cualquier escritor británico.
Otra razón: en una cultura literaria que ha favorecido en general el esquema de la novela por encima de la oración refinadamente elaborada, honramos la musicalidad, el ingenio, el maravilloso ritmo de un buen renglón bellowiano. Un ejemplo, elegido con justicia por el crítico James Word, es la descripción de Behrens, el florista del relato Something to Remember Me By: "Entre las flores, sólo él carecía de color? algo así como el precio que había pagado por ser humano". Otro ejemplo, especialmente significativo para mí porque rendí tributo a Bellow por medio de una variación de él: en Herzog, leemos que Gerbasch, con su pata de palo, "se agacha y se incorpora con la gracia de un gondolero".
No es sorprendente que algunas de las mejores celebraciones de la escritura de Bellow se hayan suscitado aquí. Tal vez usted ya tenga ciertos ensayos en sus anaqueles, y en este momento de hacer balance puede ser consolador releerlos. Uno es la magnífica defensa que Martin Amis hace de The Adventures of Augie March, a la que considera la Gran Novela Americana definitiva en la introducción a la edición de Everyman; otro es la introducción de James Word al volumen de Collected Stories de Penguin, que ofrece una respuesta jubilosa a la obra.
Los escritores que admiramos y releemos son absorbidos por la letra chica de nuestra conciencia, por el ruido blanco de nuestros pensamientos y, en ese sentido, no pueden morir. Saul Bellow ya publicaba en la década de 1940, y su obra se extiende a través del siglo que él contribuyó a definir. También redefinió la novela, la amplió, la liberó, la hizo cálida con sentido humano e ingenio y grandes propósitos. En una ocasión, Henry James expuso una verdad, obvia pero útil: "la calidad más profunda de una obra de arte será siempre la calidad de la mente que la produjo". Estamos diciendo adiós a una mente de inigualable calidad. El abrió nuestro universo un poco más. Se lo debemos todo.
(Traducción: Mirta Rosenberg)
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