Si no tiene nombre, entonces no existe
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Si dejamos de lado las teorías más extremas (el solipsismo, la Matrix), podemos estar de acuerdo en que ahí afuera hay algo llamado realidad. Me encantaría enredarme en algunos debates deliciosos. Por ejemplo, si la realidad seguiría existiendo, en el caso de que ninguna mente la observara. O si en lugar de una sola realidad hay muchas, una por cada instante en la vida de cada persona que existe o que ha existido. Digamos, tu realidad cuando aprendiste a caminar y te diste doscientos porrazos que ni siquiera recordás es muy diferente que la de ahora, en la que te da pereza levantarte del sofá para alcanzar el control remoto. Fiaca, decimos aquí.
Se me dirá, y es cierto, que una cosa es la realidad (quizá inasible) y otra, la realidad que percibimos, por lo que la del niño que intenta caminar y la del adulto de sedentarismo fundamentalista sigue siendo la misma. Supongamos que sí. Pero, como me dije, aunque me encantaría, creo que no estamos para esos lujos.
Regreso, por lo tanto, al tronco principal de este texto. Casi seguramente hay ahí afuera una realidad, e incluso tenemos la nuestra, interna, más lo que se llama propiocepción. Todas ellas interactuando en armónicos imprevisibles, que por derecho propio constituyen también una realidad nueva o diferente.
De modo que la ignorancia (supina o no, importa poco en este punto) es, como mínimo, una desventaja. Estamos sitiados por la realidad, y no parece buena idea desconocer casi todo acerca de lo que nos rodea. No me refiero a saberse la Tabla Periódica de memoria (aunque no estaría de más) o definir qué es momento de inercia. Me refiero a las palabras.
Entra en escena un dato algo escalofriante. Los humanos tenemos un contacto bastante mediatizado con la realidad. Al revés de lo que les ocurre a los otros seres vivientes, y en particular a los demás mamíferos, nosotros cubrimos nuestra percepción con una red simbólica. Tan fina, tan delicada, tan tersa y precisa que solo la notamos en condiciones muy especiales. Al viajar, cuando advertimos que estamos rodeados de objetos y hábitos cuyos nombres ignoramos. No hay nada de la rosa en el nombre de la rosa, pero solo es una rosa si la llamamos rosa. Si no, puede ser otro vegetal, una flor de plástico o el retrato de una rosa en un cuadrito de bazar. ¿Cuántos de nosotros adivinaría, de un vistazo, la función de una clepsidra, si no le explican su etimología?
Omito los experimentos de Huxley y las apologías de Leary. Incluso en nuestra vida cotidiana, la percepción puede ser interpretada como una alucinación constante que se construye sobre la base de un motor simbólico que en los humanos alcanza la estatura de obra maestra. O de un mundo aparte. Sin poder evitarlo, asociamos un perfume, cuyo nombre hemos olvidado hace mucho, con un nombre que nos resulta inolvidable. Así que hasta el más brutal e instintivo de los sentidos, el olfato, está enmascarado –o como mínimo desposado– con la fina red de símbolos, de palabras, de conceptos.
La mala noticia es que estamos perdiendo las palabras. Podemos ponernos recalcitrantes y empezar a repartir responsabilidades. Está bien, y sería casi seguramente justo. Pero antes, por favor, reparen en todas las palabras que hemos ido extraviando. Unos ven árboles donde otros ven acacias, fresnos, arces y liquidámbares. ¿De cuántas maneras podríamos adjetivar la piel o la mirada de la persona que amamos? ¿Cuantas formas existen de lo suave, de lo triste, de lo vital? ¿O acaso es lo mismo apesadumbrado que afligido? No, no es igual. Como no es igual contento que jubiloso.
Así, de a poco, porque lo basto es más accesible al griterío y la ira, que es un pecado capital, nos vamos quedando simbólicamente ciegos, y andamos por el mundo a tientas, con un puñado de palabras que alcanzan solo para lo mínimo, calderilla de lenguaje que, de seguir así, pronto valdrá menos que los proverbiales caramelos.






