Tesis sobre un homicidio
La editorial Sudamericana publicará próximamente la novela ganadora del Premio LA NACION, de cuyo quinto capítulo se anticipan fragmentos. La obra narra la historia de un joven que, tras recibirse de abogado en Francia, regresa a Buenos Aires para asistir a un seminario. Concibe entonces la idea de cometer un asesinato perfecto para desafiar a su maestro.
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ESTA noche, antes de la clase, esta noche es el ensayo general, piensa Paul y le parece bien que el ensayo sea ese viernes, porque la semana siguiente comenzará el análisis de los delitos contra las personas, que es lo que a él le interesa, el primero específicamente, el más importante, el que le va a demostrar a Bermúdez que desde siempre todos, que todos los hombres como él estuvieron siempre equivocados, porque la ley es, apenas, un intento vano de organizar el desorden, los inútiles destellos de la sociedad por darle forma a un azar inevitable, como inevitable es que llegue el viernes próximo, y que haya llegado éste, él ya bien despierto después de haber desayunado, y almorzado, y después de haber soñado otra vez con un puente, con el Pont Royal, Juliette y él casándose en un puente como ella en Natural born killers (...) para llegar a que en la televisión, ahora, a las dos y cuarenta y cinco de la tarde, ella esté mirando los ojos de Brad Pitt, del Brad Pitt de Kalifornia , y que él, Paul, haya decidido hacerlo, porque sí, porque la justicia es ciega y porque ya ha hecho todo lo demás, el lunes compró todo lo publicado por el Doctor Roberto F. Bermúdez en la librería Porto, de la calle Talcahuano número cuatrocientos cuarenta, entre Corrientes y Lavalle (...), que la amable empleada le ofreció a Paul después de haber buscado Bermúdez en la computadora y, con todo el tiempo del mundo, invitarlo ahí mismo, en la barra del bar que hay adentro de la librería, o en alguna de las catorce mesas con manteles floreados que pueden verse al fondo del local, invitarlo a tomar un café que él hubiera aceptado con gusto pero que no aceptó, aunque nada le hubiera agradado más que escuchar de boca de la amable vendedora de la librería, las historias de la vida y la obra, de la fama alcanzada por el gran Roberto F. Bermúdez, pero había que caminar una cuadra más por la misma calle Talcahuano y, frente a una plaza, entre Lavalle y Tucumán, llegar a los Tribunales y subir nueve escalones, dar dos pasos, subir siete escalones, y cinco pasos, y siete escalones más para, desde el hall central, quedarse largos minutos contemplando la escultura firmada ostentosamente en la base por un tal Rogelio Yrurtia, que Paul ha comprendido que es a todas luces un vulgar imitador de Rodin, quedarse contemplando a aquella mujer, sus manos de cemento extendidas hacia adelante, sin venda ni balanza pero con la expresión ciega, con los ojos de una ciega, iluminada desde atrás como una virgen, y escuchar a alguien que se detiene junto a él para decir ¿le gusta?, es la equidad, y al girar la cabeza ver que ese alguien es un policía de uniforme, con una pequeña placa de plástico que dice Sargento L. S. Cardozi, y contestar sí, que sí, que es muy interesante, y pensar en équité y en aequus , en tantas estúpidas clases de latín para llegar a encontrarse con un policía sudamericano hablándole de arte en pleno palacio de justicia (...), piensa Paul al volver sobre sus pasos unas seis cuadras hasta el Citibank de Corrientes y Callao, de donde sacó suficiente dinero en efectivo, a pesar de que tanto los seis libros como las ocho películas las pagó con tarjeta de crédito, pero lo de las películas fue después, porque fue después cuando tuvo que preguntar dónde se venden, y llegar hasta un barrio llamado curiosamente Once, aunque en la ciudad no hubiese ninguno llamado Diez, ni Nueve, como los arrondissements de su ciudad, de todas formas en París las había comprado en La Défense, un lugar distinto a todo, con su magnífica explanada y su grande arche , tan moderno, tan del futuro, tan parecido a Juliette Lewis, en el nivel 1 de la FNAC de La Défense encontró todas las películas que buscaba, desde la entrada hasta los sensores de seguridad hay veinticinco pasos, y luego veintidós hasta una escalera lamentablemente mecánica, no hay forma certera de contar, los pasos dependen de la velocidad, qué cosa extraña, qué complejos son estos sistemas, qué decepción, pero en la calle Junín, de Once, repartidas en varios locales, halló al fin las películas que pagó con tarjeta porque era su vida y no tenía nada que ocultar, y además el dinero en efectivo era útil para otros elementos, para el formol y la jeringa, de venta libre en todas las farmacias, para los guantes de goma, para la pieza de seda que compró dos días después, el miércoles, en el mismo barrio de Once, donde se concentran las mercerías y las tiendas, y para pagarle al dueño de la armería, aunque lo de las armerías sucedió el jueves, toda la mañana del jueves, muchas horas de la mañana del jueves recorriendo armerías por el Centro, por las calles peatonales, por las calles interiores, por las tripas de ese Centro repleto de armerías, para los ojos de Paul repleto de vidrieras de armerías y, tras las vidrieras, de vendedores con expresiones diversas (...), estudiar las caras, las expresiones, hasta hallar la correcta, la de un vendedor con los ojos vencidos, con la cara marcada por el tiempo y la corrupción, un vendedor capaz de aceptar los cinco mil dólares flamantes guardados en el bolsillo de su abrigo de gamuza, a cambio de una pistola calibre 45 sin papeles ni formularios que llenar, ni forma de ser rastreada, mirar las caras hasta encontrar ésta, la del hombre de la tienda de Rivadavia y Montevideo, la cara ávida de quien ha perdido los escrúpulos, o de quien no los ha tenido nunca, la cara que se volverá ansiosa, aún más repulsiva, ¿de un ex policía?, ¿de un ex militar?, a Paul no le importa, no le importa nada de lo que lo rodea (...), ni siquiera advierte que en el local ha quedado un solo comprador, él, a quien únicamente le importa ese paquete pesado, en papel madera, que el hombre, después de haber cerrado con llave la puerta de la tienda, le está entregando, sólo le importa que el hombre cuente rápido los billetes del fajo que Paul ha depositado sobre el mostrador de vidrio, que no olvide incluir en el paquete la caja de cincuenta balas de punta hueca, y el silenciador, que cuente rápido el dinero flamante, que le deje conservar la faja de papel con el sello del banco, que abra rápido la puerta para que Paul pueda salir de una vez por todas de ese lugar, y que por favor antes de hacerlo olvide extenderle la mano, porque nadie debería darle la mano a un hombre así, piensa Paul mientras rechaza el saludo y sale a paso rápido en busca del estacionamiento de la misma avenida donde lo espera su auto, la seguridad de su auto, el confort, todo el confort de su Peugeot 306 que lo llevará sano y salvo al departamento de la Avenida Alvear, el jueves, un día antes del ensayo del crimen, mientras en la ciudad la noche va ganando la batalla, los ejércitos oscuros imponen su dominio, y en la caja fuerte de una habitación libre de su casa se reúnen por única vez todos los elementos, faja de banco, pistola, silenciador, balas, formol, jeringa descartable, guantes de goma, cuchillo, lazo de seda para asfixiar el cuello elegido, elegido al azar, por el azar que rige todas las acciones, la acción de llevar desde la caja fuerte al living el paquete, y desatarlo, y sostener en la palma de la mano la pistola calibre cuarenta y cinco, tener en sus manos un arma por primera vez en la vida, un arma más pequeña y más pesada de lo que había imaginado, con balas más brillantes de lo que hubiera supuesto, un arma verdaderamente estética, alargada por el silenciador, estilizada, hermosa, un arma acorde a las circunstancias, un arma limpia, perfecta, una verdadera obra de arte, una obra de arte ya preparada y vuelta a guardar en la caja fuerte de la habitación, aunque en el living haya quedado luego algo así como el espíritu del arma, la sensación de que el peligro estuvo ahí, cuando Paul se llevó la pistola cargada a la sien derecha y la mantuvo firme, mirándose en el ventanal tres, cuatro, cinco minutos exactos hasta que comenzó a dolerle el brazo, pero no transpiró, no tuvo miedo, rozó todo el tiempo con la yema del dedo índice el gatillo y no tuvo miedo, no le molestó verse así, como un loco, ver el triángulo formado por el lado derecho de cabeza cuello, y su brazo al sostener la pistola, ni que eso haya quedado en el ventanal, grabado en el reflejo del vidrio como una fotografía del recuerdo, los ojos abiertos, el cuello fino, la camisa blanca, el pelo oscuro, la mano firme, los ojos claros, la pistola que pudo haberse disparado, que pudo haber puesto fin a todas las acciones pero que no lo hizo, la acción de encender la computadora, en el living, de iluminarse con el reflejo azul de la pantalla, y escribir "muerte a todas las mujeres como ella", en letras bien claras, tipografía Footlight MT light, cuerpo setenta y dos, que es el más grande que muestra el programa, un Microsoft Word 7.0 en su notebook y, después de imprimir, contestarle a la pantalla que no cuando pregunta voulez vous garder les changements faits au document 1? , borrándose así todo para siempre, borrando todo para siempre (...), sería una mujer muy parecida a ella, parecida a ella como la mujer en el auto celeste que el lunes pasado, y también el miércoles, y esperemos que hoy viernes también, piensa Paul, a las ocho y cuarto de la noche detiene su Renault 21 en el semáforo de la rotonda de Libertador hacia Pueyrredón, no, no lo detiene, Paul hace que se detenga con sólo apretar el botón que hay en el poste del semáforo, aprieta el botón y el semáforo, que usualmente está en verde, cambia de inmediato a rojo para que la gente pueda cruzar, para que la gente pueda escoger autos, piensa Paul y hace una y otra vez que el semáforo, por breves segundos, por segundos apenas suficientes como para cruzar, cambie a rojo, cambia a rojo cuando ve que está llegando por Libertador el auto de la chica que invariablemente se retoca el maquillaje mirándose en el espejito, maravillosamente distraída, como invitándolo, maravillosamente parecida, maravillosamente tentadora con la puerta del acompañante las dos veces destrabada y esperemos que hoy también, pero más que hoy el próximo viernes, piensa Paul y al pensarlo no puede evitar sonreír una vez más, sonreír por el recuerdo de otros Renault 21 insignificantes, como el del mismísimo Bermúdez que descubrió la semana anterior, o como los tantos Renault 21 conducidos por mujeres sin importancia, sin valor porque no volvían a pasar o porque no eran ni remotamente parecidas, o porque si eran parecidas no volvían a pasar, y si pasaban varias veces eran muy distintas a Adéle, a Mallory, a Rain, a Sheri, a Amanda, a Danielle, a Becky, a Gracie, hasta que el lunes, el mismo lunes, llegó ella, que de tan adecuada le hizo pensar, en un primer momento, en que desaparecería para siempre, idea que se reforzó el martes, que por suerte se derrumbó el miércoles, ocho y cuarto de la noche, semáforo, esquina, maquillaje, puerta destrabada, una mujer que no era nadie, que era ella, que no podía tener nombre propio y que si lo tenía era igual, no le alcanzaría el tiempo para pronunciarlo porque el viernes siguiente, cuando apareciera como al fin está apareciendo ahora, Renault 21 celeste, y se detenga cuando Paul haga cambiar el semáforo a rojo, y se retoque el maquillaje como lo hace ahora, y tenga la puerta tan destrabada como Paul la puede ver desde el cordón, junto al semáforo, con sólo dar dos pasos subirá al auto y la obligará a conducir hacia donde está caminando ahora, donde ahora está parado, justo detrás de la Facultad de Derecho, toda una paradoja, todo un regalo para Bermúdez, un regalo de Paul Besançon, que se subirá rápido al auto de ella, que se estará maquillando como siempre, y le mostrará el arma, no tendrá que hablar mucho, sólo breves indicaciones, que ella crea que es sólo un robo y no una violación, las violaciones son dolorosas y muchas veces seguidas de muerte, de una muerte triste, poco heroica, mucho más dolorosa que pudrirse en una cárcel sudamericana, donde al menos uno, hombre, puede defenderse, como no podrá hacerlo ella cuando sea obligada a bajar del auto, detrás de la facultad, en el descampado que hay después del estacionamiento(...), piensa Paul a las ocho y media, con media hora de tiempo, con tiempo más que suficiente para cambiarse la ropa que llevará en un bolso por si se mancha de sangre al consumar el acto, y llegar a las nueve en punto a la clase donde el gran profesor Roberto F. Bermúdez, después de haber mirado todo sin ver desde la ventana del aula, después de quedarse quieto en la ventana, ciego como la justicia y delatado por la luz del salón que ahora Paul vuelve a contemplar, desde la oscuridad del descampado, recortando su figura en la segunda fila de ventanas, llegar a tiempo a la clase en que Bermúdez le explicará, como si él no supiera de qué se trata, la primera bolilla de la parte especial del seminario, delitos contra las personas, homicidio.


