Una canción en las manos
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La imagen es nítida. De pie, sobre un escenario montado en un patio techado, con la camisa negra a lunares blancos, flaca, nerviosa, estoy cantando. Cantando con las manos, en lenguaje de señas. Muevo los labios, nadie escucha mi voz. En 1990 no había todavía intérpretes gesticulando en una esquina de la pantalla del televisor; quiero decir: era una rareza que una chica de catorce, oyente, hablara así porque sí. Había estudiado para hacerlo, acababa de rendir un examen y estaba allí en la Asociación de Sordomudos de Ayuda Mutua de la calle Maza, en Boedo, para cerrar un ciclo. Tenía una canción en las manos: “Yo vengo a ofrecer mi corazón”.
Como cualquier otra lengua que se aprende y no se usa, la recuerdo poco y entiendo mejor de lo que hablo. Pero hay un diploma, una medalla y sobre todo está aquella foto que no me deja olvidar esa parte de mi historia. La busco después de leer ¿Quién dijo que todo está perdido? (Turner), del argentino residente en México Gastón García Marinozzi, con prólogo de Martín Kohan. A simple vista, dos características me atraen con curiosidad. Primero, la elección de la pregunta para dar nombre a este ensayo cultural en vez de la inmensa aseveración que hizo famoso al himno latinoamericano. La segunda es la definición Biografía de una canción que completa el título, es decir, que el libro viene a contar la vida de la canción: desde antes de nacer, el momento de su publicación en el disco Giros, hace más de treinta y cinco años, hasta el derrotero que siguió cada vez que su latido y esos versos sirvieron de bandera o de analgésico a tantas y tan disímiles causas y penas. Joan Manuel Serrat le dice al autor de este volumen coral que Yo vengo a ofrecer mi corazón “forma parte de la banda sonora de un tiempo de ilusión y esperanza, de recuperación de sueños y libertades”, refiriéndose a la primavera democrática. El catalán hace su declaración confinado en su casa por la pandemia de covid y Fito Páez fue el primero en cantar para todos, del otro lado de una pantalla, cuando la amenaza estaba afuera y la humanidad entera, adentro. No será tan fácil, ya sé que pasa. Al piano desde su living –luego en un estadio vacío– siempre supimos que él estaba ofreciendo su corazón.
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La primera parte del libro de García Marinozzi revisa los antepasados –de la canción italiana (canzone) y la chanson francesa al folklore, el tango la bossa nova–; se detiene en la idea de patria y desde Rosario avanza en la transnacionalidad de esta canción (Chile, Colombia, México, España, ¿en dónde no se cantó?). Pablo Milanés evoca su debut: “Fue en Buenos Aires. Fito miró para otro lado y dijo ‘Qué polenta tiene’, y yo no sabía si eso de la polenta era bueno o malo”. Más adelante, se lanza otra pregunta, “¿puede una canción salvar al mundo?”, y llega la cita a Oliver Sacks, en Musicofilia, que afirma que gran parte de lo que se oye en los primeros años puede que quede grabado en el cerebro de por vida. Las últimas cien páginas son una “memoria” construida con largas transcripciones de entrevistas. Además de escritores y periodistas, se recoge el testimonio de artistas que le dieron voz y alma (Mercedes Sosa, por supuesto). Omara Portuondo grabó “Yo vengo a ofrecer mi corazón” a los 86 años, con Lila Downs: “Tiene la luz de la esperanza para la vida del ser humano que está siendo exterminado en este mundo global”.
Otra foto mental vuelve a mí cuando leo sobre el dolor y la bronca que le siguió a Giros (1985) –una etapa que investigó otro libro reciente, Hay cosas peores que estar solo. Fito Páez y Ciudad de pobres corazones (Gourmet Musical)–. Me recuerdo cruzada de piernas sobre la cama, dándole vueltas al Lado A y al Lado B; una adolescente atrapada debajo de los auriculares. Tras el asesinato de sus abuelas, Páez había dejado de cantar “Yo vengo a ofrecer mi corazón” y la posterior resurrección de la canción es una instancia crucial de la biografía. Es verdad que hay canciones que tienen toda una vida por contar; y cierto también que toda biografía está hecha con canciones.
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