Viaje al interior de la pintura
Una muestra y un libro evocan a Enrique Policastro, un maestro que reveló la grandeza de lo cotidiano
lanacionarComo la pleamar incesante, la pintura retorna a ocupar el sitio que ganaron, a menudo en forma heroica, artistas de la talla de Enrique Policastro. No es fortuito que la muestra y el ensayo de Alberto Giudici auspiciados por la Fundación Alon hayan sido precedidos por los homenajes a José Desiderio Rosso y Eugenio Daneri. Estas muestras deben considerarse de visita imprescindible para conocer poéticas de neto acento y cuño argentino. No sólo en la excelencia de los valores plásticos se destaca este linaje de artistas volcados al peregrinaje al interior de la pintura. Rosso y Daneri lo hicieron en La Boca. Policastro, en el Bajo Flores y en las provincias norteñas.
Fueron, cada uno a su modo, relatores sin anécdotas, de extramuros, voluntariamente apartados del mundillo centrado, en su tiempo, en los confines de la calle Florida. En los tres privó la adhesión sin alharacas a los paisajes humildes (en Policastro, desolados), y a los seres anónimos, a los que dieron posesión del terruño desde la pintura.
Policastro nació, vivió y murió en Buenos Aires. Supo, no obstante, pulsar la infinitud metafísica de la pampa, la montaraz aridez del interior santiagueño y la naturaleza mísera del bañado en las puertas -¡y tan lejos!- del centro de la ciudad, que aún persiste en ignorar su existencia. La temprana orfandad forzó su ingreso precoz a mil oficios y ocupaciones precarias, ínfimas. No tuvo mentores ni maestros de pintura; tampoco accedió al viaje a Europa que compensara la falta de formación académica. Fue autodidacta y se asistió con el fervoroso estudio de las obras del patrimonio del Museo Nacional de Bellas Artes. Allí conoció a Goya, al que leyó con la intensidad suspensa, casi hipnótica, con que Policastro pintaba, según Alberto Bruzzone.
Salvo en las primeras obras de la década de 1930, no hay modelo ni pose, ni recurre en ellas al paisaje urbano, el bodegón o la naturaleza muerta. En esta faceta es, como en tantas otras, personal y atípico. "Lo que yo quisiera es meterme en la tierra, entrar en ella y en su realidad profunda. Lo demás es turismo." Son palabras de Policastro a las que su obra hace honor consecuente. El ascetismo franciscano de su pintura es, por paradoja poética, de notable riqueza cromática. Pocos como él sacaron tantos acordes armónicos a la paleta baja, pródiga en ocres y tierras que supo convertir en oros, en ascuas. La densidad del pigmento convierte en táctil la superficie de tantas obras inolvidables.
En el viaje al interior de su tierra, Policastro acendró sus recursos representativos. Actuó en un medio que debatía la bizantina opción entre abstracción y figurativismo, entre invención y realismo. El mentís llega desde la obra misma, aunque se enrole en alguna de estas posturas. Porque nada hay en la mente que no haya estado en los sentidos y toda pintura es cosa mentale , según afirmó Leonardo da Vinci.
La imagen de Policastro es también una toma de posición ante la sociedad, ante la inequidad y la injusticia que padecen sus atribulados y anónimos personajes. Pero el pintor no narra, no vuelve anécdota la esencial pesadumbre de estos desvalidos. Las figuras humanas, reducidas por la omnipresencia de cielos y terrones, adquieren la categoría de arquetipos. Su áspera condición los mimetiza con el paisaje.
FICHA.
lanacionaradn*POLICASTRO
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