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Italia 90. Como si hubieran sido campeones: Menem, el balcón de la Casa Rosada y una plaza llena para abrazar a la selección
Lluvia. Frío. Fecha crucial para la historia argentina: 9 de julio. Ese día de 1990 se mezclaron –por enésima vez– el fútbol, la política y los sentimientos. El desfile por los festejos del 174° aniversario de la Declaración de la Independencia encontró a un país ido mentalmente, dolido por la caída en la final del Mundial de Italia. El 1-0 de Alemania era una llaga en carne viva y las lágrimas de Diego Maradona habían ablandado hasta los corazones de mármol. Todo había pasado un día antes, muy lejos, en Roma, donde quedó demostrado que los segundos puestos también pueden ser reconocidos. El plantel lo comprobó con la voz quebrada delante de una Plaza de Mayo repleta, desde un balcón de la Casa Rosada que aún parece pertenecerle.
Carlos Bilardo y sus muchachos lejos estuvieron de imaginarse la bienvenida que los esperaba. Ellos, por filosofía e ideología, sufrieron la derrota como si fueran latigazos en las espaldas. Pero acá, muy lejos, la gente recompensó el recorrido por una Copa del Mundo que les deparó frustraciones, angustia, dolor, alegría, ilusión y una gran injusticia. El penal que el mexicano Edgardo Codesal cobró a favor de Alemania fue la excepción: no todas las películas terminan bien.
Gritos y emoción en un día único
Los jugadores argentinos tardaron casi seis horas desde Ezeiza hasta la Casa Rosada, donde los recibió el por entonces presidente Carlos Menem. El ómnibus que los transportaba avanzó a paso de hombre frente a los miles que saludaron al paso. Banderas, letreros, camisetas y escarapelas formaron un paisaje que esfumó de sus mentes el aura perdedora. Ellos, incrédulos, siguieron la marcha como pudieron. No hubo que confundirse: se premió mucho más que a un equipo de fútbol que se sostuvo de milagro en la competencia y que estuvo a punto de consagrarse bicampeón. El reconocimiento fue para un grupo de hombres que luchó contra todos; por momentos, inclusive contra ellos mismos, en medio de una cadena de situaciones adversas y de rivales superiores.
"Lo que pasó fue impresionante para todos nosotros. Sobre todo para los más grandes, que sabíamos que se terminaba un ciclo muy lindo. Lo de la gente fue conmovedor. Tardamos más de cinco horas desde el aeropuerto hasta la casa de gobierno. Veníamos golpeados y tanto cariño nos levantó el ánimo", recordó Julio Olarticoechea, a LA NACION.
Aunque este caso es tan curioso que la mirada retrospectiva tiene el mismo valor que aquella impresión shockeante. Fueron palabras en caliente que, en un par de casos, significaron una verdadera declaración de principios, digna para reflotar desde el archivo.
Fue más emocionante que lo del 86 porque vi mucha gente llorando. Nos dolió porque no nos ganaron en la cancha. Nos ganaron fuera de la cancha, pero la Copa no podía volver a la Argentina
"Fueron ocho años de lucha, de sacrificio, y creo que por fin la gente entendió a la selección de Bilardo. Ahora, los bilardistas somos muchos […] Lo que más me dolió fue que silbaran el himno. No se los voy a poder perdonar nunca a los italianos. Lo que hice, lo haría otra vez". Los de Maradona fueron dichos de plomo.
La plaza, la gente, las banderas y el sentimiento de arrebato formaron una acuarela patriótica bajo un cielo encapotado. "¡Argentina! ¡Argentina!". Agitaban los brazos Bilardo y Maradona, con la camiseta puesta, de mangas corta pese a los 7°. Menem sonreía. Claudio Caniggia, con pelo suelto y campera de cuero, se asomaba frente a la inmensidad. Allí también estaban algunos campeones del 86. José Luis Brown, Héctor Enrique y Nery Pumpido, que se volvió por lesión de Italia 90. Menem solía invitarlos a ver juntos los partidos. A sufrir y a soñar.
"Fue una verdadera epopeya. Le dije a Diego que fue el capitán de una de las selecciones más hermosas que tuvo el fútbol argentino", opinó Menem, que por unas horas pudo distraerse de la crisis económica que acechaba al país y de los conflictos personales con Zulema Yoma, en una relación que luego desembocaría en un anunciado divorcio.
"Es emocionante por el pueblo. Nunca, nunca vi nada igual. Desde que salimos. Tanta gente, tanta gente que nos ha seguido […] No me quiero ir de este país. A pesar de las ofertas que recibí del exterior, yo me quedo. Es el día más alegre de mi vida. Creo que llegó la hora de que los argentinos estemos como ahora, unidos. ¡Salimos adelante!". El mensaje de Bilardo anudó varias gargantas. El doctor terminaría yéndose a Sevilla en 1992, cuando otra vez dirigió a Maradona, en una experiencia que no dio resultado y que provocó varios cortocircuitos personales.
La política sobrevoló la campaña albiceleste. Menem se había reunido con Bilardo antes del Mundial. Fue el 17 de abril de 1990, en una comida en la quinta de Olivos. Allí se convenció de que su comprovinciano Ramón Díaz no tendría lugar en el equipo por la influencia de Maradona. De todos modos, el presidente no dudó aquel día. "Bilardo es el mejor DT del mundo", se animó. Menem viajó a Roma y, un día antes del debut ante Camerún, le entregó una distinción a Maradona: el título de Embajador Deportivo de la Argentina.
Nunca imaginaron que terminarían todos en un balcón de la Casa Rosada. Segundos, pero con honores de campeones.
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