La estrella que brilló como ninguna en la constelación de los merengues
Di Stéfano alcanzó estatura mítica en Real Madrid y nutrió de gloria y de copas sus vitrinas; hasta su llegada, el club sólo había conquistado dos ligas
Alfredo Di Stéfano, como ocurrió con muchos de sus compatriotas –Enrique Omar Sívori, por ejemplo–, tuvo un reconocimiento mayor lejos de su lugar de nacimiento que en el mismo. Durante varias temporadas, España se rindió a sus pies como antes lo había hecho Colombia.
Por eso, si de algo puede vanagloriarse la frondosa historia de Real Madrid es de haber contado entre sus filas con él. Figura entre figuras, la Saeta brilló con luz propia aun en una constelación de estrellas que se renovó permanentemente y, gracias a su desempeño único, vivió en el club español los mejores momentos de una carrera que pocos pueden darse el lujo de mostrarle a la posteridad.
Los números son elocuentes: hasta la llegada de Alfredo, Real Madrid había conseguido dos campeonatos de Liga en 25 años. Durante la década en la que Di Stéfano defendió esa camiseta, pudieron acopiarse ocho, además de cinco Copas de Europa, una de España y una Intercontinental.
Contratado por esa gran entidad del Viejo Mundo, a la que llegó desde Millonarios, de Colombia, Di Stéfano no sólo fue un inigualable conductor del equipo por diez años. Allí afianzó su capacidad goleadora y explotó tácticamente al combinar velocidad, freno y desmarque con tanta calidad que revolucionó la forma de entender el fútbol que tenían los españoles.
No tenía una zona predeterminada: su función en Real Madrid era dominar toda la cancha, apoyándose en su perspectiva de juego. A su lado pasaron el francés Kopa, el húngaro Puskas y el español Gento, entre muchos otros compañeros, todos de renombre internacional. Pero siempre a la sombra del argentino, lo que da una muestra de su trascendencia en el club madrileño.
Mientras las ligas españolas y las más diversas copas (del Rey, de Campeones y hasta la Intercontinental) se acreditaban sin solución de continuidad a las vitrinas de Real Madrid, la figura de Di Stéfano se ganaba la idolatría de propios y ajenos. "Con él, tenemos dos jugadores en cada puesto", reconoció su compañero Miguel Muñoz, en referencia a su increíble capacidad para estar en todos lados y en cualquier momento.
Según reconoce el propio protagonista, le costó "entrar" en el club, el equipo y la ciudad. Pero tenía un aliciente: al mismísimo Paco Gento, otro genio y figura merengue, tampoco le resultó fácil ser adoptado como ídolo. Célebre, por caso, fue la no aceptación de parte de la prensa de Bilbao, tras un incidente que nunca le perdonaron. Como él mismo lo cuenta en su libro de memorias, "Gracias, Vieja" (Editorial Aguilar, 2000): "Esos periodistas hasta me quitaban el nombre. Ponían la delantera y escribían: ‘Kopa, Mateos, x, Rial y Gento’. O bien decían: ‘Kopa, Mateos, Rial y Gento, con el delantero centro de costumbre’".
Pero la confianza que le había depositado Santiago Bernabéu, que era como decir Real Madrid mismo, lo mantuvo lejos de todo problema. Bernabéu, entre sus muchas habilidades, poseía la de no dormirse en los laureles y a pesar de los logros, siempre estaba atento a las figuras que surgían en cualquier parte con el fin de renovar el conjunto y mantenerlo competitivo. Además, siempre fueron de su gusto los jugadores y técnicos sudamericanos.
Di Stéfano llegó a ganarse en tal medida la confianza de Bernabeu, que el dirigente accedió a su pedido de incorporar a Héctor Rial, con quien la Saeta ya había jugado en Colombia. "Necesito un interior, está bien, así que tráelo. ¿Qué pide?", llegó a decirle Don Santiago. Y Rial llegó y brilló. Otra característica de Bernabéu era su trato paternal con los jugadores. "¿Llevas el abrigo, Alfredo? Mira que en España siempre hace frío", solía decirle.
Cuando llegó el notable húngaro Ferenc Puskas, en 1958, y ya con 30 años, muchos dijeron que aquella ofensiva de Real Madrid (Kopa-Rial-Di Stéfano-Puskas-Gento) fue la mejor que un equipo pudo reunir alguna vez a lo largo de la historia del fútbol. Con ella ganaron la quinta Copa de Europa consecutiva y luego, la Intercontinental.
Con toda la gloria a cuestas, en 1963 fue a sorprender a Espanyol, club en el que se retiró a los 40 años. Su impronta goleadora había quedado en el seleccionado español, con 23 tantos en 31 partidos, aunque con la amargura de no haber disputado un Mundial. En realidad, si bien fue un hueco importante en su vida deportiva, jamás lo necesitó para reafirmar su condición de fenómeno. Quizá por eso, con toda justicia, hizo levantar en su casa de Madrid un monumento a la pelota. Aunque la gratitud fue mutua. Después de todo, ¿quién lo habría entendido mejor que ella?
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