En abril de 1923 llegó al mundo el jugador que se convertiría en el patriarca del golf argentino; una maravillosa obra de arcilla honra su fantástica carrera
Es un momento de nostalgia y recuerdos para el golf argentino: este mes se cumplen 100 años del nacimiento de Roberto De Vicenzo, el patriarca de este deporte en nuestro país. El Maestro llegó al mundo el 14 de abril de 1923 como el quinto de los ocho hijos de Rosa Baglivo, fallecida en el parto de mellizos que murieron con ella en 1933. Desde aquel episodio trágico, con apenas 10 años y dentro de un escenario de total desolación, De Vicenzo empezó a forjar su personalidad y moldeó su futura impronta de campeón. Era apenas un púber y ya se había convertido en el sostén familiar a través de su labor de caddie y otros trabajos.
“Si no existen las responsabilidades y los compromisos desde la niñez, al crecer se piensa que todo tiene el mismo valor”, escribía De Vicenzo en su libro autobiográfico “Caballero, Golfista, Campeón”. Ahora es tiempo de homenajes: desde hace unas semanas, una imponente estatua descubierta en Ranelagh Golf Club, su segunda casa, lo volvió inmortal. El acto formó parte de los festejos del Roberto De Vicenzo Memorial 100 Años, el torneo del PGA Tour Latinoamérica que rindió tributo al legendario miembro del Salón de la Fama de Golf Mundial, ganador de 231 torneos en 18 países de los cinco continentes y campeón del Open Británico de 1967, su mayor conquista.
“¿La verdad?, habíamos pensado que algún día debíamos tener acá una estatua de Roberto”, mencionó Paul Morey, sobre los planes a largo plazo del Ranelagh Golf Club, la entidad que dirige. Cuando el PGA Tour latino se planteó la idea de contar en su calendario con un torneo que honrara los cien años del nacimiento del Maestro, se potenció el proyecto de un monumento en su memoria, para que su remembranza quedara por siempre. “Este torneo hizo realidad nuestro objetivo. La idea hizo que éste fuera el momento que necesitábamos. Todo despegó muy rápido”, agregó el presidente de la entidad.
Según relata un artículo del PGA Tour Latinoamérica, Morey se contactó con Carlos Benavídez, un reconocido escultor que había creado estatuas de otros íconos del deporte argentino como Diego Armando Maradona, Gabriela Sabatini y Carlos Monzón. El artista se interesó de inmediato en el proyecto. Aunque no es golfista, Benavídez le contó a Morey que había conocido a De Vicenzo unos meses antes de su fallecimiento -desencadenado en 1° de junio de 2017-, lo que le dio cierta conexión en el plano personal. Así, Benavídez le aseguró a Morey que terminaría de darle forma a la estatua antes del certamen. Lo único que le preguntó a su cliente fue cómo le gustaría representar a De Vicenzo.
“No queríamos una imagen de Roberto con el finish de un swing de golf. Buscábamos algo distinto”, comentó Morey, que recordaba con cariño la manera en que De Vicenzo iba al club de Berazategui y veía jugar a los socios, a menudo de pie y con un driver en la mano. Morey tenía una imagen en su mente y se puso a rastrear una fotografía; la encontró en un libro conmemorativo del Jockey Club. “Estaba de pie con las piernas cruzadas y apoyándose en el palo. ‘¡Esta es!’, me dije. Luego le expliqué al escultor lo que necesitábamos”.
Semanas después, Benavídez llamó a Morey y le pidió que lo visitara en su estudio. La estatua, moldeada en arcilla y resina pero con un acabado similar al bronce, estaba casi terminada. El artista quería conocer su opinión y Morey admitió su incertidumbre en el trayecto rumbo al estudio del escultor. ¿La obra sería fiel a la figura del Maestro? “Honestamente, estaba un poco asustado de que no luciera como Roberto. Esa era mi principal preocupación”, reconoció Morey. Finalmente, llegó el alivio y la enorme satisfacción cuando se encontró cara a cara con la obra: “Mi primera impresión fue como si estuviera viendo a Roberto. No es fácil hacer el rostro y conseguir la expresión apropiada. Para mí, esta estatua tiene la expresión correcta. Es realmente fantástica”.
Un socio del club que prefirió mantener su anonimato cubrió los honorarios de Benavídez. Así, bajo el sol y la lluvia, desde el sábado 25 de marzo se levanta sobre una base de cemento pintada de verde la gigantesca estatua de 2,16 metros de altura. La figura, que transmite la increíble sensación de estar frente a uno de los cinco mejores deportistas argentinos del Siglo XX, tiene unos 30 centímetros más de lo que era De Vicenzo en la vida real. Un orgullo para Ranelagh Golf Club y, al mismo tiempo, el recuerdo permanente del golfista que guió el camino e inspiró a campeones que lo sucedieron, como Vicente Fernández, Angel Cabrera, Eduardo Romero y José Cóceres, entre otros.
El arraigo de De Vicenzo con Ranelagh duró décadas, porque ya a principios de 1962 se instaló definitivamente en las cercanías del club y adquirió con el tiempo una cuota de socio vitalicio. Vivió allí junto con su amada Delia Castex, la principal motivación de su vida. Un hombre de gran fortaleza física que, además de abrazar la gloria en Royal Liverpool en 1967, logró 5 títulos en el PGA Tour, 4 Campeonatos Mundiales, 32 torneos nacionales, 26 triunfos regionales, 75 Grandes Premios, 63 victorias en America Central y del Sur, 8 Abiertos de Europa, 5 en la gira senior y 11 entre los Súper Veteranos, un período con el feliz ritual de alzar copas que abarcó desde 1942 hasta 1991, donde se codeó y jugó con presidentes, reyes, grandes artistas y magnates.
“Mi mayor realización fue haber encontrado a mi mujer. Si no hubiese conocido a esta vieja que tengo al lado, andá a saber qué habría sido de mí. Estamos juntos desde hace 67 años y es una compañera ideal; la admiro y soy un agradecido porque me ha cuidado a mí, a mis hijos, a mis nietos y bisnietos”, le decía el Maestro a LA NACION en su aniversario 90°, en abril de 2013. En esa entrevista, De Vicenzo no dudó en elegir el mayor recuerdo de su carrera, paradójicamente su episodio más frustrante: “Me quedo con el Masters de 1968, cuando convalidé por error un golpe de más en mi tarjeta en el hoyo 17 y perdí la posibilidad de ganar el torneo. Cuando se detectó el problema -aquella mala anotación de Tommy Aaron-, mi respuesta fue muy simple y entre lágrimas dije: ´Los reglamentos hay que respetarlos’. Siempre creí que el único tonto había sido yo, entonces no le podía echar la culpa a otro. Y esa actitud fue la que me terminó abriendo las oportunidades para viajar por todo el mundo. Gané reconocimiento. Si yo hubiera dicho: ´Me hicieron trampa’, las puertas se me habrían cerrado. Al final, terminó siendo el mejor error de mi vida”.
Nada resultó fácil para este golfista de arrolladora sencillez y auténtica modestia. Pero muy pronto, desde la infancia, adoptó la cultura del trabajo: en el barrio de Belgrano entregaba programas para los espectadores de los cines por unas monedas, para luego viajar al Sport Club Central Argentino, en Miguelete, en donde se daba maña como lagunero. La tarea diaria consistía en recoger pelotitas desde el fondo del agua para dárselas a los socios, también a cambio de unos centavos. La familia De Vicenzo vivió siempre en el partido de San Martín, primero en Chilavert y luego en Miguelete; justamente: la influencia de tener una cancha tan cerca lo cautivó y se convenció de que el golf resumía un mundo maravilloso.
A su padre, hijo de inmigrantes genoveses y pintor de brocha gorda, le resultaba imposible costear su acceso a la universidad. Por eso es que De Vicenzo llegó apenas a finalizar sexto grado y, después, tuvo que comenzar a ganarse la vida de alguna manera. De ahí su recorrido desde caddie hasta su debut con apenas 15 años en el Abierto de la República, en la cita de 1938 en el Ituzaingó Golf Club. Cuatro años después, en 1942, ya se había adjudicado su primer título con su consagración en el Abierto del Litoral, en Rosario Golf Club. Comenzaría a construir entonces una trayectoria rebosante de triunfos, con un período comprendido entre 1955 y 1961 en el que se radicó en México para ser profesional de un club. El periodista Gregorio Milderman lo apodó “Spaghetti” (Popeye) por sus fuertes brazos y el uniforme de marinero. Luego, los ingleses lo llamarían “Old Robert”; en el mundo entero es conocido como “El Caballero del golf”.
“Tengo suerte, pero cuanto más me entreno, más suerte tengo…”, solía decir el Maestro, parafraseando a Thomas Jefferson, que hablaba del valor del trabajo en una frase similar. Bendecido por una muy buena salud hasta sus últimos años, el golfista reflexionaba: “Realmente fui un afortunado porque casi nunca estuve enfermo. No me acuerdo de un dolor de cabeza. Y tampoco me privé de nada: comí desde puchero hasta caviar y siempre digerí la comida muy bien. Debo agradecerle a Dios, porque me quiere mucho o no me quiere nada. Si me quisiera más, en una de ésas me llamaría y me llevaría para arriba. Y si no me quisiera nada, a lo mejor él pensaría que estoy mejor aquí abajo porque todavía soy útil”.
También, hablaba acerca de su fórmula para la longevidad: “No creo que haya un secreto, la naturaleza te elige. Con mi mujer, Delia, hemos sido unos elegidos. Hay otros que a los 50 años ya están acabados. No sé, es un secreto de la vida que ni los médicos pueden descifrar. Es lindo llegar a viejo y estar sano. Pero llegar a viejo para estar picado y podrido, mejor no llegar. Porque no solamente sufrís, sino que hacés sufrir a los demás. Algo tiene que haber: yo soy católico, no voy mucho a la iglesia, pero creo en ella. Seguro que hay algo en el mundo que nos mantiene vivos y nos ilusiona”.
En los comienzos dentro del plano internacional, sus peregrinajes de cuatro semanas por el mundo no estaban exentos de carencias, de una billetera que exhibía lo justo de dinero: “Ganaba 500, 600 dólares en cada país donde se disputaban torneos. El que me ayudó mucho para los viajes fue el dueño del Gran Rex, Raúl Cordero. Me prestó 4000 dólares para hacer una gira por los Estados Unidos. En ese momento, esa suma era una fortuna. Me dio cuatro cheques y allá fui yo, esclavo de ellos porque eran al portador. El problema es que antes, en los hoteles, los baños estaban fuera de las habitaciones, entonces por precaución me iba a bañar con los cheques en el bolsillo. Afortunadamente nunca me robaron, nunca me peleé. Y nunca mentí”.
Otra de las frases del Maestro era: “El golf se juega por dos motivos: para bajar la panza o para llenarla. Lo mío fue el segundo caso, tuve que dejar de lado muchos de los placeres elementales de cualquier persona. Así entendí mi carrera y así la desarrollé”. Es un pensamiento enraizado en una infancia y adolescencia llena de privaciones, cuando incluso llegó a probarse en el boxeo y el fútbol para trazarse un camino. Se subió a un ring durante un entrenamiento, aunque la anatomía de su cara le jugaba en contra… “Me puse a pensar que mi nariz terminaría torcida; por su tamaño era difícil errarle un golpe”. Además tentó suerte como futbolista en Platense, un club cercano, pero el entrenador nunca llegó a la práctica.
Del 16 al 23 de julio próximo será la semana del Open Británico en Royal Liverpool, su tierra prometida. Será otro momento propicio para que afloren los recuerdos de la figura de De Vicenzo, el campeón que en aquella entrevista de 2013 también se refirió a la huella que dejó en el golf: “Dejé una relación internacional buena. Nadie puede decir que he roto los reglamentos. Tracé un camino para que las nuevas figuras argentinas lo transiten también y espero que los próximos que vengan lo dejen tan bien como yo”. Justamente allí, en Hoylake, quieren recibirá el legado será el aficionado argentino Mateo Fernández de Oliveira, ganador del último Latin America Amateur Championship y clasificado para el último major del año.
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