Los momentos dramáticos que Del Potro nunca podrá olvidar
Hay momentos que a Juan Martín del Potro no se le borran de la mente. Fotografías que vuelven, una y otra vez, a su cabeza. Relámpagos que lo pusieron al borde del naufragio.
El primer cimbronazo de 2010, poco después de trepar a la cima del Empire State a puro latigazo, cuando Roger Federer quedó hecho añicos sobre el cemento del US Open 2009. Una muñeca maltrecha, la derecha, la de los escopetazos, lo llevó a terrenos angustiantes. Luego de probar tratamientos poco invasivos pero infructuosos, se encontró en una gigantesca habitación de Rochester, Minnesota, con la obligación de tener que decidir si se operaba o no, con mil preguntas y cero respuestas. Una decisión que debió tomar a la distancia, en la clínica Mayo, con 21 años, cuando se sentía un león hambriento con un mundo por devorar. "Juan temblaba como un papel", confesaría Franco Davin , su entrenador y uno de los pocos que lo acompañaban aquel día en el cuarto, mientras el tenista le anunciaba telefónicamente a sus padres, Daniel y Patricia, en Tandil, lo que haría. "Nosotros también temblábamos", agregaría el coach.
Nadie puede borrarle a Del Potro aquella marca del cirujano Richard Berger en su muñeca derecha. El médico tenía la particularidad de hacerle una firma al paciente con fibrón negro en el lugar donde lo debía operar. Tampoco puede olvidarse del prequirúrgico, los calmantes y las enfermeras afeitándole la muñeca.
Hay instantáneas que nadie se las puede quitar del inconsciente. El severo daño ligamentario en la otra muñeca, la izquierda, lo derrumbó. Lo deprimió. Nada puede despojarle la imagen de la nieve golpeando contra la ventana de la habitación que ocupaba en la clínica Mayo, aquel 24 de marzo de 2014, el día que se sometió a la primera de las tres cirugías en la mano izquierda. Aquellos que lo acompañaban –Davin, su preparador físico Martiniano Orazi y Ramiro Alberti, un amigo de la infancia–, corrían la cortina y solo veían nieve, frío y viento. Ni un rayo de sol, como si todo estuviera mimetizado con el estado de ánimo del tandilense, que en una de sus manos sujetaba una estampita del Papa Francisco.
"Es asombroso que fuera capaz de jugar al tenis con semejante lesión", reveló, tras la operación, Berger, alguien que con los años trascendería la figura de cirujano de Juan Martín. Un profesional que, lejos de una distante relación médico-paciente, arroparía al tenista y hasta le abriría las puertas de su casa. Del Potro todavía estaba con efectos de la anestesia cuando a lo lejos y medio en la nebulosa, escuchó esa confesión de Berger a Davin. Y rezó.
Una fuerte pretemporada en la arena de Cariló, en noviembre de 2014, le volvió a dar vida, lo energizó. Pero el castillo de naipes se demolió pronto, en enero de 2015. Los pinchazos en la muñeca no cesaban; eran insoportables. Otra vez el quirófano y una supuesta reparación definitiva. Otro gran mazazo, porque el jugador esperaba estar compitiendo en Melbourne en ese momento del año. Sin embargo, se encontraba en una clínica de EE.UU., sin certezas, sin avances. Con temores. "Quiero empezar a ser feliz, con o sin raqueta", fue el lapidario concepto Del Potro, con ojos vidriosos, en un videomensaje de 14m55s en el que anunciaba que no quería llegar a odiar al tenis y que volvería al quirófano. Otra vez.
Nada puede borrarle a Del Potro aquellas oscuras mañanas de mediados de 2015, luego de las tres cirugías en 15 meses. Los dos metros desmoronados sobre la cama de su habitación, tapados por una frazada, sin ganas de contestar el teléfono ni de subir la persiana. Sin ánimo de responder al chillido del portero eléctrico que sonaba y sonaba. El tenista no logra despojarse de aquel latido constante que sentía en la muñeca izquierda inflamada, sobre todo en los días húmedos. No puede olvidarse de las pocas ganas que tenía, incluso, de alimentarse. Muchas veces sus amigos, Davin y Orazi lo visitaban para obligarlo, aunque sea, "a tomar unos mates", como contaría Orazi años más tarde.
Del Potro no olvida esos demonios que lo arrinconaron hasta dejarlo cerca del precipicio tenístico. Y está bien que no pierda la memoria, porque al verse en el podio del ranking por primera vez podrá soltar más lágrimas, como cuando ganó la Copa Davis. Y no serán llantos de dolor. Serán de placer. Y tampoco podrá olvidarlo.
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