La intención de vender activos del organismo y la reestructuración de personal reabren el debate sobre la función del Estado en el desarrollo de la ciencia y la tecnología
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El rugido de la motosierra que comenzó a sonar alrededor del INTA vuelve a poner en primer plano el papel de una institución que en los casi ya 70 años de vida tuvo diferentes vaivenes, pero sigue siendo un actor central del agro argentino.
Como institución del Estado no pudo escapar a la decadencia de quienes la utilizaron como refugio del clientelismo político y de quienes desvirtuaron el propósito de su creación, el desarrollo y la innovación de la tecnología agropecuaria. Pero aún en ese contexto de dificultades, en el INTA también hay y hubo destacados científicos, investigadores y técnicos que, desde los laboratorios hasta las estaciones experimentales, hicieron aportes sustanciales al agro.
El crecimiento productivo de la mano de siembra directa, a fines de la década del ochenta, el desarrollo de vacunas o las innovaciones en maquinaria agrícola, solo por citar brevemente algunos ejemplos, se logró con el aporte del INTA.
El hasta ahora poco preciso plan de modernización que anunció el Gobierno esta semana deja al sector con más dudas que certezas. Si solo se trata de la venta de edificios, como el de la calle Cerviño, o la cesión de tierras, como las de Cerrillos, en Salta, el cambio propuesto tiene sabor a poco.
El vocero presidencial, Manuel Adorni, en la conferencia de prensa que anunció la reforma, dijo que de las 116.000 hectáreas que tiene el organismo, solo 45.000 tienen fines productivos y de investigación. En otras palabras, habría 71.000 hectáreas en condición de ser puestas a la venta. La cifra es matizada hasta por las propias autoridades del INTA que no son tan tajantes como el funcionario de la Casa Rosada para dar la bandera de largada a la venta de tierras. Los desarrolladores inmobiliarios y los gobiernos provinciales ya pueden estar frotándose las manos si esto se concreta con una velocidad de motosierra.
Agricultura familiar
Una definición de Adorni que llamó la atención fue que “desde 2007 el INTA se enfocó en temas que nada tenían que ver con lo agrícola, como las cuestiones de género, los falsos mapuches y la agricultura familiar”. Es cierto que en el gobierno kirchnerista hubo militancia que exageró en su importancia con los dos primeros tópicos y que la cuestión de la agricultura familiar fue tomada como herramienta política más que como objetivo de apoyo tecnológico. Sin embargo, desdeñar la importancia de la agricultura familiar puede ser un grave error. El campo argentino no solo está formado por quienes hacen agricultura extensiva o ganadería con fines comerciales. Desde la puna jujeña hasta la Patagonia austral hay miles de agricultores, ganaderos y horticultores para los que un aporte de tecnología o de procesos de trabajo les puede cambiar notablemente las condiciones de vida. Y el INTA, por los años de conocimiento acumulado, es esencial en ese proceso.
Si los libertarios son tan admiradores de la década del 90 podrían averiguar el impacto que tuvieron programas como Cambio Rural en un contexto de transformación estructural de la economía y del país. Además, con más del 50% de la población bajo la línea de pobreza, el país no se puede dar el lujo de desdeñar iniciativas como Pro-Huerta. Es cierto que en los últimos años hubo abusos en los gastos del Estado, aún en estas áreas, y las actuales autoridades del organismo ya pusieron la lupa sobre los gastos excesivos, pero de allí a desconocer la importancia del impacto que puede tener el INTA en este segmento de la producción hay una brecha enorme.
El Gobierno también podría tomar el ejemplo de instituciones de otros países, como el Embrapa, en Brasil, que fue clave para el salto productivo que dio el país vecino en los últimos 30 años. La expansión del trigo en Brasil más allá de la región sur, que le servirá para el autoabastecimiento, es un ejemplo de la capacidad que tiene la relación entre el sector público y el privado cuando ingresa en un círculo virtuoso.
La inversión en ciencia y tecnología por parte del Estado puede ser también una llave para la creación de riqueza. Si trabaja junto al sector privado esto se potenciará.
No se trata de crear nuevos bolsones de generación del aumento del gasto público que, a la larga, caen sobre la población en forma de inflación. La historia argentina es pródiga en ese tipo de experiencias y todo parece indicar que se está dando una vuelta de página. El riesgo es caer en el otro extremo que desconozca el aporte que pueden hacer instituciones como el INTA al país.