Migrante, con un acendrado nomadismo en algunos pueblos respecto de otros, la Humanidad se reconstruye día a día. La Pampa, con un gran porcentaje de territorio vacío, ofrecía hacia fines del siglo XIX y por varias décadas del XX, la oportunidad de integrar la incipiente tarea fundacional, con el definitivo perfil que luego el sentido social del poblamiento le otorgaría.
El proceso se inició con la mensura de las tierras que le imprimió cambios sustanciales al paisaje y a su condición de receptor; ya que debido a las leyes nacionales de inmigración se pasó del sistema de colonización al de arrendamiento. Estacas, palos a pique para demarcar y la Cruz del Sur como únicos bienes iniciales, obligaban a arremeter contra los vientos y el medanal para buscar el agua. Con la vara de durazno se descubrían los jagüeles para comenzar a domesticar a la indómita llanura, mientras el llanto de los niños recién nacidos se entremezclaba con los acentos familiares.
Albergaba cierta intrepidez el espíritu de los que llegaban; españoles, italianos, árabes, alemanes del Volga, franceses, judíos, vascos, dejaban en el Oeste y en el Este (la pampa gringa) el sello inevitable de sus sabores, su cultura, y del estoicismo aprendido a pura vida en una Patria lejana con guerra, con hambre, con olvidos. Acá repetían el rito de la pena ahogada y curtían sus manos en el diario trabajo de buscar el sustento.
Con la misma contundencia de la grafía que los nombra, los vascos desplegaron su carácter con fama de intransigente y tuvieron la suerte de contar con una red de relaciones en la Argentina, donde los hoteles de sus congéneres jugaron un papel fundamental, porque recibían a los recién llegados y les buscaban una ocupación. Pastores natos, con lo ahorrado, compraron algunas cabezas de ganado e hicieron prosperar el rebaño; después con el esfuerzo, ganaron reputación de buenos productores de los derivados del ganado.
Hay ejemplos. Bautista Heguy, el primero de una numerosa y reconocida familia, llegó a La Pampa en 1892.Contaba uno de sus descendientes, que junto a otro joven coterráneo, Pedro Salaberren, recorrieron ya en el otro siglo, aquella tierra yerma que los llevo al Oeste, a sitios ricos en pasto y aguadas para el ganado, donde todavía se encontraban vestigios soterrados de los indígenas que hicieron represas y levantaron tolderías. En los ocasos, seguro que Pedro y Bautista soñaban también con la labranza en una pampa más pródiga. Un día juntaron sus majadas y recorrieron leguas de soledad y de silencio para llegar a Quetrequén y a Intendente Alvear, localidades donde se afincaron.
Como uno de los tantos estandartes libertarios que los vascos distribuyeron por el mundo, un retoño del roble de Guernica pervive en un patio de Rancul, otra población norteña. Tiene unos once metros de altura y había sido plantado en la Villa Jardón de otrora allá por 1910, cuando frente a la estación ferroviaria, el inmigrante Ignacio Zamalloa instaló un hotel en una inmensa parcela que con el tiempo fue loteada. Transplantado, el roble legendario creció con serenidad muy cerca de otros árboles estoicos, los caldenes del monte circundante a Rancul que hoy está devastado. Cuenta la historia que bajo su cobijo se impartía justicia desde tiempos remotos en el País Vasco; por eso renace en ellos, al desandar el camino que los hermanó, el simbolismo que fluctúa entre una íntima decisión y el destino. No se elige el lugar para nacer, pero se asume el derecho de dibujar el propio itinerario, de recorrerlo, buscar en la vigilia los ecos lejanos y vivir; para morir justo allí donde el corazón se aquieta.
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