
La procrastinación europea y el acuerdo con el Mercosur
La firma del tratado, esperada para este año, todavía no se concretó
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Después de más de un cuarto de siglo desde el inicio formal de las negociaciones en 1999 y con un escenario que parecía finalmente alineado para su firma durante la última cumbre celebrada el 20 de diciembre en Foz de Iguazú, el acuerdo entre el MERCOSUR y la Unión Europea volvió a frustrarse. Desde Bruselas, la presidenta de la Comisión Europea sostuvo que se trata apenas de una dilación breve y que la firma tendría lugar en el corto plazo. Sin embargo, la reiteración de episodios similares en el pasado reciente ofrece razones suficientes para poner en duda ese optimismo.
La causa inmediata de la postergación ha sido, una vez más, la presión ejercida por los sectores más vocales del proteccionismo agrícola europeo, con Francia, Italia, Irlanda y Austria entre otros. No se trata de un fenómeno nuevo ni sorprendente: la resistencia de ciertos sectores a una mayor apertura comercial en productos agropecuarios ha acompañado prácticamente todo el derrotero de la negociación con Europa. Lo relevante, sin embargo, no es sólo la persistencia de este bloqueo, sino su capacidad para reactivarse una y otra vez, aun cuando el contexto internacional parece exigir decisiones estratégicas de mayor alcance.
Desde 2019 —año en que concluyó formalmente la negociación técnica— y con mayor intensidad a partir de 2024, se repite un patrón reconocible: nuevas objeciones, en particular vinculadas a exigencias ambientales, estándares sanitarios o mecanismos de salvaguarda para el sector agro‑ganadero europeo, convierten la firma del acuerdo en un blanco móvil. Cada concesión abre la puerta a nuevas demandas, prolongando indefinidamente un proceso que, en los hechos, ya ha sido cerrado.

Sería un error, no obstante, reducir la explicación exclusivamente a la fortaleza de la coalición proteccionista. Aunque sus raíces políticas y sociales son profundas en varios Estados miembros, este factor por sí solo no alcanza para explicar la continuidad del bloqueo. Desde 2024, el escenario del lado del MERCOSUR presenta una singular convergencia de posiciones a favor de la firma y puesta en marcha del acuerdo.
Brasil, aun bajo un gobierno poco inclinado a la apertura comercial, percibe la necesidad de diversificar una estructura exportadora crecientemente concentrada en China. Argentina, por su parte, ha definido una estrategia de estabilización macroeconómica y apertura orientada a recomponer la confianza inversora y, en ese marco, el acuerdo con Europa ofrece un anclaje institucional y un horizonte de largo plazo para la inversión productiva. Si bien la estrecha alineación del gobierno de Javier Milei con Estados Unidos hace que esta opción no sea prioritaria en términos geopolíticos, resulta plenamente funcional a su estrategia económica general. Uruguay, consistente impulsor de una mayor flexibilidad y apertura del bloque a lo largo de los años —incluso cuestionando abiertamente la actitud remisa de los socios mayores— y Paraguay completan un cuadro claramente favorable a esta herramienta de política comercial.
Los obstáculos, entonces, se concentran del lado europeo. El dato notable es la capacidad del proteccionismo agrícola para mantenerse inalterado frente a transformaciones profundas del contexto internacional. La Política Agrícola Común fue históricamente uno de los principales escollos en la negociación con el MERCOSUR y operó con particular eficacia desde 2019 para impedir la ratificación del acuerdo. Lo que está en juego, por tanto, no es sólo una disputa sectorial, sino la capacidad de Europa para posicionarse estratégicamente en un mundo crecientemente competitivo.

Resulta particularmente llamativo que esta actitud no se haya modificado ni siquiera ante dos shocks de enorme magnitud. En primer lugar, la invasión rusa a Ucrania puso de manifiesto la vulnerabilidad estratégica europea en materia energética, alimentaria y de insumos críticos, revalorizando el acceso confiable a proveedores externos. En segundo lugar, el replanteo del orden comercial internacional asociado al giro más confrontativo de Estados Unidos —especialmente bajo la nueva etapa de la administración Trump— reforzó una dinámica de competencia abierta entre grandes potencias.
En este contexto, la rivalidad estructural entre Estados Unidos y China ha dejado de ser un fenómeno estrictamente comercial para convertirse en un eje ordenador de la economía política internacional. Washington ha intensificado el uso de aranceles, controles a la exportación, subsidios y políticas de “friend‑shoring”. China, por su parte, continúa profundizando su inserción global a través del comercio, una maquinaria exportadora de gran escala, el financiamiento y la búsqueda sistemática de recursos estratégicos.
Para Europa, esta dinámica plantea un dilema difícil. Por un lado, comparte con Estados Unidos preocupaciones geopolíticas y de seguridad; por otro, mantiene una elevada interdependencia económica con China. En este marco, el acuerdo con el MERCOSUR aparece como una herramienta concreta para avanzar en una estrategia de diversificación de riesgos (“de‑risking”), fortaleciendo vínculos con una región que dispone de abundantes recursos naturales, alimentos, energía y minerales críticos, y que además comparte marcos institucionales compatibles con los europeos. La incapacidad de cerrar el acuerdo implica, en los hechos, ceder espacio relativo frente a China, que ya ha consolidado una presencia económica significativa en Sudamérica.

Este nuevo episodio de dilación, en el que se postergan decisiones cuyos beneficios parecen claramente superiores a sus costos, remite a un problema más amplio que afecta al desempeño económico europeo. Se trata de obstáculos estructurales que vienen limitando el crecimiento y la productividad del continente, en particular cuando se lo compara con Estados Unidos. Según datos de Eurostat, la productividad por hora trabajada en la Unión Europea es aproximadamente un 8% inferior a la estadounidense, brecha que se amplió tras la pandemia de 2020 y volvió a crecer a partir de 2022.
La necesidad de abordar estas debilidades ha sido señalada con claridad en el reciente Informe Draghi, que identifica múltiples áreas donde resultan imprescindibles reformas profundas: mercado de capitales, política de competencia, innovación tecnológica, transición energética y coordinación fiscal. Más allá de la especificidad de cada recomendación, el diagnóstico subyacente es claro: Europa enfrenta crecientes dificultades para adaptarse con rapidez a un entorno internacional más volátil y fragmentado.
En este punto resulta clave considerar la naturaleza misma del proceso de toma de decisiones en la Unión Europea. Como bloque de integración, su funcionamiento se apoya en reglas exigentes de consenso y de procedimiento que, en contextos relativamente estables, pueden ofrecer previsibilidad y equilibrio entre intereses nacionales. Sin embargo, frente a transformaciones sistémicas, esa arquitectura institucional se convierte en un flanco débil frente a actores capaces de definir rumbos estratégicos con mayor rapidez.
Desde esta perspectiva, y en una escala menor pero reveladora, la demora en la firma del acuerdo MERCOSUR‑Unión Europea no puede explicarse únicamente por la resistencia del proteccionismo agrario. Con menor visibilidad, pero con una fuerza equivalente, operan las limitaciones propias del entramado institucional europeo, que dificultan la toma de decisiones estratégicas oportunas. El riesgo es que esta nueva postergación signifique la pérdida de una ventana de oportunidad para concluir un acuerdo largamente negociado, con costos para ambas partes, Europa y el MERCOSUR.
Parafraseando, y trasladando a otro contexto, la conocida frase atribuida a Winston Churchill, resta ver si Europa firmará finalmente este acuerdo “después de haber intentado todo lo demás”, o si la procrastinación seguirá imponiéndose como respuesta dominante ante dilemas estratégicos de creciente complejidad.
*El autor es economista (UBA) y magister en Desarrollo Económico (Universidad de Sussex); es investigador en el IIEP (UBA-Conicet) y miembro del CARI




