Utopía 2030: shock, aceleración y fragilidad
Aproximándonos a la etapa final del año, flota en el aire una yuxtaposición de sensaciones, registros y tensiones que, en lugar de clarificar el análisis, lo obturan. No se entiende muy bien lo que pasa. Todo se ve contradictorio, difuso, paradójico, confuso, disonante. Si hubiera que resumir el particular momento que vivimos, bien cabría utilizar como síntesis las dos palabras que se escuchan con insistencia: “está raro”.
Lo primero que debemos pensar es que la desorientación y la incomprensión eran esperables. Estamos viviendo un shock. Es decir, un cambio abrupto y acelerado de las condiciones contextuales que genera una perturbación súbita del estado emocional. Esa alteración repentina suele provocar sentimientos de aturdimiento o sobrecogimiento, acorde lo define la Asociación Americana de Psicología. El sistema se está viendo afectado en su integralidad. Por ello resulta natural que se pierda temporalmente la ubicación en tiempo y espacio. Incluso la capacidad para leer las señales que emanan de los signos que nos rodean. Cuesta entonces construir sentido, relacionar, entender, pensar.
Fue lo que buscó, consciente e inconscientemente, la mayoría de la sociedad en las elecciones de 2023: un gran reset. Apretar el botón y que empiece todo de nuevo. De la propensión al cambio que se verificó en el proceso electoral de 2021 a un espíritu punk que fue creciendo acorde se acercaba el momento final. Si la vibración subterránea que organizó la conducta del 56% de los electores fue “rompan todo” porque “no hay futuro”, hoy estamos asistiendo a las precisas consecuencias de esa decisión colectiva.
Lo que ocurre es que ese proceso que tenía, y tiene, como intención “la destrucción creativa” para generar un nuevo futuro dinamitó sobre lo ya bombardeado durante un largo ciclo de crisis y decepciones. Este concepto que hiciera famoso el economista austríaco Joseph Shumpeter, lo tomó del marxismo para definirlo como la esencia del capitalismo: romper para hacer. Así lo afirmaba en su famosa obra Capitalismo, socialismo y democracia, publicado en 1942: “El capitalismo es por naturaleza una forma o método de cambio económico y no solo nunca es, sino que nunca puede ser estacionario. El impulso fundamental que pone en marcha y mantiene el motor capitalista proviene de los nuevos bienes de consumo, los nuevos métodos de producción o transporte, los nuevos mercados. El capitalismo requiere el perenne vendaval de la Destrucción Creativa”.
En su visión pesimista, esa misma fuerza destructora y creadora a la vez terminaría socavando la arquitectura en sus propios cimientos. Es decir, el sistema capitalista se destruiría por su propio éxito. Sin prestar demasiada atención a su sombrío pronóstico, la concepción de Shumpeter sería asumida como una doctrina fundamental de la escuela económica austríaca y un símbolo de innovación y eficiencia en el ámbito de los negocios. En particular por el ecosistema de la tecnología, con su inmutable alma de startups y su inquebrantable espíritu emprendedor. La famosa máxima de Silicon Valley: “Si vas a fracasar, fracasa rápido”. Y vuelve a empezar.
En busca de una nueva utopía, al menos la mitad de la sociedad hoy siente que avanza sacrificialmente, pero con esperanza, por el sendero de la transformación, alejándose de una era que consideran oscura hacia un destino luminoso. La promesa que los convoca es el retorno de la grandeza original, inscripta en el mito fundante del “país rico”.
Los viajeros abnegados no desconocen ni niegan que están caminando entre las ruinas de una larga decadencia y degradación. Es más, una buena parte de esos creyentes expresa que, por ello, no hay garantía de éxito. Algo que, en sus propios dichos, ya lo sabían cuando decidieron hacer “un salto al vacío”. Ahora “hay que bancar”.
Más allá de su convicción estoica, son varios los que no esconden que sienten ansiedad o dudas. Otros dicen que “quieren tener fe” y no faltan los que, frente a la incertidumbre, expresan que los invadió el temor.
Expresiones que no hacen más que confirmar el sentir general: “está raro”. Para contribuir con la confusión, los datos entusiasman y deprimen en simultáneo. Ya lo dijo en 1964 Marshall McLuhan, el gran profeta de los medios de comunicación: “Cuanta más información haya que evaluar, menos se sabrá”.
Recuperar la grandeza
Se prevé que este año la producción de gas y petróleo será récord desde 2004, generando un superávit energético cercano a los 4500/5000 millones dólares. El año próximo serían entre 8000 y 10.000 millones. Para 2030 se alcanzarían los 27.000 millones de dólares en un escenario intermedio y 38.000 millones en uno moderadamente optimista. Son proyecciones de Aleph/Ecolatina.
Por otro lado, Econométrica prevé que en 2027 la Argentina alcance el mismo nivel de producción de litio que Chile y que en 2030 sea el mayor productor de la región, generando ingresos anuales por 6000 millones de dólares. Para la misma época, año 2031, la cámara de empresarios mineros calcula que las exportaciones de cobre serían de unos 8000 a 9000 millones de dólares. Todo eso sumado da, por lo menos, otro campo, pero “sin clima”. Una estabilidad en el ingreso de divisas con la que no contó el país en décadas. Dicho de manera simple: eso de lo que tanto carece la economía nacional y aquello que anhela la sociedad: previsibilidad para recuperar los proyectos, y estabilidad para vivir con más tranquilidad. La utopía se delinea entonces hacia el año 2030. El camino promete ser tan atractivo como arduo. Y, para la sobredosis de ansiedad propia de la época contemporánea, largo.
Una sociedad dual
En 1980 el 70% de la población argentina era de clase media. El resto se dividía entre un 5% de clase alta, un 21% de clase baja trabajadora y apenas un 4% restante se ubicaba bajo la línea de la pobreza. La tasa de desempleo era del 2,5% –técnicamente “pleno empleo”–. El coeficiente de Gini, que mide la distribución de los ingresos en una escala de 0 a 1, había llegado a ser de 0,36 puntos a mediados de los años 70. En los términos de las Naciones Unidas, se ubicaba en aquel entonces dentro de las sociedades de inequidad moderada. Hoy se clasifica de ese modo a países como Alemania, Francia, Canadá, Nueva Zelanda, Reino Unido, España, Portugal e Italia, entre otros. En 1980, la desigualdad era algo mayor: 0,41 puntos. Un valor similar a los 0,40 puntos que se registran actualmente en los Estados Unidos.
El Indec publicó recientemente los datos para el primer trimestre de este año: el coeficiente de Gini pasó de 0,43 puntos a 0,47 puntos. Es un valor superior al de Ecuador o Paraguay (0,45 puntos) y similar al de Costa Rica (0,47 puntos), Honduras o Guatemala (0,48 puntos). Todavía lejos de países africanos como Zimbabwe, Mozambique, Angola o Zambia (0,50 a 0,51 puntos) y de Brasil (0,52 puntos), Colombia o Puerto Rico (ambos con 0,55 puntos).
Cabe agregar que la economía argentina no crece desde el año 2011 y que su PBI per cápita se redujo, desde entonces, más del 15%. El Indec midió, para el primer trimestre de este año, un nivel de pobreza del 55%. Se aprecia así un territorio habitado por una sociedad donde se consolida y se coagula una economía estancada, una calidad de vida deteriorada y una configuración cada vez más dual. Estructura en la que la clase alta se recorta del resto, la media alta “rema” para mantener su estándar de vida, la media baja vive con miedo a caer y la baja se diluyó entre los diferentes tipos de pobreza.
En la visión de los ciudadanos que entrevistamos en nuestros últimos relevamientos cualitativos, ese país, nuestro país, vive un empobrecimiento multidimensional, una “carencia en todos los sentidos”. Utilizan para definir la situación un concepto que lo dice todo: “estamos anclados”.
Utopías y distopías
Para sacar de su lugar y poner en movimiento algo que está anclado será necesaria pericia y, sobre todo, aceleración, porque el opaco presente apremia y amenaza.
La tecnología, como gran fuerza de esta era, organiza y moldea todo lo demás. El mercado se ha imbricado con ella, creando así un capitalismo tecnológico cuyo corpus de ideas pone en el centro dos vigas fundamentales: velocidad y aceleración. Ambos vectores expresan y explican la esencia de la filosofía del silicio: crecimiento exponencial.
Si estos son los campos semánticos que condicionan el presente y los futuros posibles del mundo, y ahora del país, vale la pena recurrir a los dos pensadores que más los analizaron. Estoy hablando de Paul Virilio, el filósofo de la velocidad, y Nick Land, el controvertido pensador inglés considerado el padre del aceleracionismo, una corriente alternativa de creciente relevancia en la filosofía tech.
Virilio era un crítico de la velocidad. Desde su perspectiva, toda tecnología tenía su lado claro y su lado oscuro. Con cada progreso que traía una nueva tecnología, desde el ferrocarril o el cine hasta internet y las redes sociales, venía de la mano su costado negativo. Desde finales del siglo XX se vivía en una especie de “dictadura de la velocidad”. El urbanista francés sostenía que el crecimiento de la aceleración “conducía a una liquidación del mundo” porque “velocidad y poder son inseparables al igual que riqueza y velocidad son inseparables”.
Por tanto, siendo el poder y la riqueza dos incentivos tan fuertes para el narcisismo humano, se seguiría acelerando sin límite hasta la desintegración del sistema. Esta visión hoy es recuperada por los tecno-ecuánimes y los tecno-escépticos, quienes lejos de fanatizarse con el avance sin freno de la tecnología encuentran allí algo que, potencialmente, podría ser muy peligroso para la especie humana.
Entre ellos, se ubica la postura más reciente de Yuval Harari, hoy un referente ineludible del campo intelectual. En una entrevista que diera a The Telegraph en abril de 2023, dijo: “Inventamos algo que nos quita el poder. Y está pasando tan rápido que la mayoría de la gente ni siquiera entiende lo que está sucediendo. Necesitamos asegurarnos de que la IA tome buenas decisiones sobre nuestras vidas. Esto es algo que estamos muy lejos de resolver. La democracia básicamente es conversación. Gente hablando entre sí. Si la IA se hace cargo de la conversación, la democracia ha terminado. En el futuro, las herramientas serán mucho más poderosas, con lo cual las consecuencias pueden ser desastrosas”.
Concluyó su argumentación con un pensamiento crudo, contundente y alarmante: “No sé sí los seres humanos pueden sobrevivir a la inteligencia artificial”.
Land hubiera coincidido en sus inicios con las visiones de Virilio y de Harari. También con la tesis de Shumpeter. Su primera teoría fue que la aceleración, finalmente, en cierto punto desbocada por su condición intrínseca sin límite, conduciría a la destrucción del sistema por expansión. El capitalismo era un modelo insostenible que colapsaría autodestruyéndose. En ese entonces, él creía que eso era bueno para acabar con los cimientos de un esquema que debía ser transformado por completo. Esa corriente hoy es conocida como aceleracionismo de izquierda o poscapitalista. Cree en una nueva versión de un capitalismo distributivo apalancado en los mecanismos generados por el modelo competitivo.
Luego el filósofo inglés, desde 2012, cambió radicalmente su visión. Fue cuestionado por sus seguidores originales y abrazado por un público nuevo que se sintió fuertemente identificado con el llamativo abordaje. Propuso todo lo contrario a sus ideas originales. Si bien mantuvo como punto común el mantra de que “solo nos queda una posibilidad: acelerar”, ahora ya no era para provocar la implosión del capitalismo sino para expandir su lógica a todos los ámbitos de la vida económica, social y política.
Entiende que ese proceso es inevitable porque está inscripto en el software de un sistema que está programado para acelerar hasta volverse omnipresente. Land descree ahora del distribucionismo y de la romántica idea de un poscapitalismo, así como de todo condicionamiento que acote la libertad de los individuos. Eso incluye una de las principales instituciones de la Ilustración: el Estado. Fuerza organizadora que debe ser acotada a la mínima expresión.
Su filosofía es denominada, paradójicamente, y a propósito, como un “Iluminismo oscuro”. Buscó pararse así en las antípodas del sistema de valores que dio forma a la modernidad occidental. Independientemente de lo que suceda en el camino, allí adelante siempre será mejor y las fuerzas que van a impulsar el proceso son las meramente individuales despojadas de restricciones y burocracias parasitarias que entorpezcan el crecimiento. La tecnología y el capitalismo tienen que acelerar ad infinitum sin ningún tipo de límite. Es lo que hoy se conoce como un aceleracionismo de extrema derecha o “derecha alternativa”, según la propia definición de Land, donde el caos y la destrucción resultan inherentes a la evolución de la vida.
Valores a los que fueron adhiriendo, de forma parcial o total, los diferentes movimientos autodenominados libertarios en distintos lugares del mundo. En sus inicios se lo juzgó como un planteo provocador, pero meramente teórico, incapaz de acceder al poder a través de las urnas. Doce años después, va quedando demostrado que sus críticos iniciales se equivocaron en subestimar una propuesta que parecía marginal y que tenía sus raíces en los movimientos de la cultura cyberpunk nacida también en los años 90.
Apoyándose en la creciente frustración que los modelos vigentes fueron generando en una sociedad global donde los deseos hipertrofiados por la vidriera infinita de las redes sociales y la ilusión del acceso superaban por mucho a las posibilidades de concretarlos, la tesis antisistema que llegaba ahora desde la derecha, y no ya desde la izquierda, fue ganando adeptos y circulación discursiva.
Sobre todo, en redes sociales como X, donde las posturas extremas y conflictivas está demostrado que resultan el lenguaje más pertinente. El algoritmo las premia con su viralización y los usuarios con su atención. Especialmente desde que la compró Elon Musk para relanzarla como la nueva ágora planetaria de la libertad.
En este sentido, podríamos decir que Nick Land se ubica en el extremo de los tecno-fanáticos, como Ray Kurzweil, que ven en la Singularidad –la fusión final entre hombres y máquinas en una humanidad potenciada, aumentada, ampliada-, que llegará hasta límites que hoy no podemos siquiera imaginar, el epítome del progreso de la civilización.
Se alumbrará así un nuevo orden superior al actual. Aunque esos humanos ya no sean tan humanos como los que conocemos hoy, sino poshumanos o cíborgs. Y donde los privados deban resolver entre sí, despojados de intermediaciones innecesarias, gran parte de las tensiones y conflictos que implica nuestra natural condición gregaria. Aquella “insociable sociabilidad”, como la llamó Kant, será un tema casi exclusivo de los individuos, como ocurre, justamente, en el ámbito material.
El futuro está escondido
¿Cuál de esas posturas tendrá mayor influencia en nuestro futuro? ¿Qué tanto aciertan y cuánto exageran para provocar, o no ven por los sesgos de su marco mental, estos pensadores? ¿Serán la velocidad y la aceleración propias de la de la tecnología y las startups las que nos lleven hasta la utopía 2030? ¿Funcionará la destrucción creativa como mecanismo para resolver las fuentes del malestar de una sociedad argentina que fue capaz de cruzar el Rubicón con tal de intentar vivir mejor? ¿O, por el contrario, incrementar la velocidad y la aceleración de algo que está seriamente dañado, frágil, vulnerable y dolido solo hará que se rompa definitivamente? ¿Habrá alguna síntesis viable entre estas tesis antagónicas? ¿Existe algo así como una velocidad prudente, o eso ya es un oxímoron en el mundo actual?
La futuróloga norteamericana Amy Webb, fundadora del Future Today Institute, experta en tecnología, suele decir que “las señales nos hablan” y que esos rastros no están en el mainstream o el centro, sino en lo que está sucediendo en los bordes, los límites, los puntos ciegos. Es ahí donde se está tejiendo secretamente el futuro. En una serie de nodos y hechos, en apariencia inconexos, que de pronto cobran sentido cuando se logra detectar el patrón que los une. Y entonces se logra visualizar lo que estaba oculto “a la vista de todos”. Solo había que mirar.
Será mejor prestar atención. Esto va muy rápido.
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