Ampliación de la Corte, la coartada menos seria
No hay ningún estudio que demuestre que más jueces beneficiarán la labor del alto tribunal; se trata de una maniobra de política y no de administración de justicia
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Algunos dirigentes políticos vuelven a señalar que existen negociaciones entre el oficialismo y la oposición para aumentar el número de jueces de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. La ciudadanía no sabe, como debería saber, si se trata de “globos de ensayo” o si de verdad un asunto tan trascendente forma parte de la agenda oficial de sus representantes. Ese oscurantismo es, en sí mismo, un síntoma no precisamente auspicioso de los motivos que sus líderes tendrían por lo menos para plantear el tema.
La última información indica que existirían diálogos entre legisladores libertarios y kirchneristas para abocarse a ese tema, que parlamentariamente había quedado congelado después de la ratificación de la condena de Cristina Kirchner a prisión e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos.
El aumento del número de jueces es el camino menos serio para superar la trabazón, una mera coartada con fines políticos, que prescinde del mandato constitucional respecto de quienes deben decidir sobre la libertad, la propiedad y la honra de los habitantes del país
En las últimas horas volvió a circular por el Senado la versión de que podría reunirse un plenario de comisiones con el fin de firmar un dictamen mayoritario para que el proyecto de ampliación de miembros del más alto tribunal del país quede habilitado de modo de que pueda ser tratado en el recinto a partir de la próxima semana. Sin embargo, otros voceros calificados de la Cámara alta explicaron que se trataría solamente de una reunión informativa a la que convocarían a diversos especialistas, y destacaron como obstáculo principal para concretar cualquier modificación que ninguna de las bancadas cuenta hoy con los votos necesarios para aprobarla.
Sea como fuere, no caben dudas del interés de buena parte de los legisladores por cambiar el actual estado de cosas. Las diferencias, por el momento, giran en torno a la intención del kirchnerismo de llevar a nueve el número de miembros de la Corte y de los siete que proponen otros legisladores como el senador Juan Carlos Romero, del bloque Cambio Federal.
La incapacidad de la mayoría de los dirigentes políticos de destrabar dos nombramientos para completar la actual raleada integración de la Corte es una clara señal de que encaran la tarea endogámicamente, como un mero mercadillo de reparto de poder
Actualmente, el tribunal está funcionando con tres de los cinco miembros que debe tener por razones de renovación natural: Horacio Rosatti, como presidente; Carlos Rosenkrantz, como vicepresidente, y Ricardo Lorenzetti, tras la ya lejana jubilación de la jueza Helena Highton de Nolasco y la más reciente del juez Juan Carlos Maqueda.
La incapacidad de la mayoría de los políticos de destrabar esos dos nombramientos (como también los largamente vacantes del procurador general de la Nación, del defensor del Pueblo y del Tribunal de Defensa de la Competencia, sugestivamente todas responsabilidades de control) es una señal de que encaran la tarea endogámicamente, como otra más en un mero mercadillo de reparto del poder.
Quienes propugnan la ampliación del más alto tribunal se miran a sí mismos tomando en cuenta sus propias necesidades de corto plazo y no la eficiencia y la confiabilidad que reclama la sociedad
Queda palmariamente claro que se miran a sí mismos tomando en cuenta sus propias necesidades políticas y no a la administración de justicia, cuya eficiencia y confiabilidad reclama la sociedad.
Para la gente del común es incomprensible que no logren un acuerdo para encontrar dos juristas notables en lo técnico e irreprochables en lo ético entre todos los destacados postulantes que abundan en el país.
El gobierno del presidente Javier Milei desaprovechó esa oportunidad cuando postuló inconcebiblemente para ser miembro de la Corte al juez de primera instancia Ariel Lijo, un candidato saludablemente rechazado por el Senado, y cometió el desatino de nombrar por decreto a Manuel García-Mansilla, quien asumió y a los pocos días corrió la misma suerte que su compañero de ruta, con quien jamás debió haber compartido una misma senda.
Como siempre reiteramos desde este espacio editorial, y aunque no se trata de un requisito constitucional, sería preferible que se nombraran mujeres para que el tribunal reflejara mejor la composición de la sociedad y de la comunidad de juristas.
El aumento del número de jueces es el camino menos serio para superar la trabazón. Nadie ha visto un estudio que demostrara que con más jueces la Corte se convertiría en un tribunal más eficiente. Por el contrario, su condición de tribunal colegiado en el que cada magistrado debe revisar lo que pretende firmar otro permite suponer que con más gente se creará recíprocamente más trabajo, como señala la conocida “ley de Parkinson”.
Por supuesto, además de los nombramientos la Corte requiere que sus integrantes encaren una reingeniería de sus procesos y de los criterios de admisión de casos. Su informe de gestión señala que ha tomado el año pasado más de 19.000 “decisiones”, un número que permite calcular que los jueces solo pueden dedicar, en promedio, poquísimos minutos a enterarse de qué se trata cada uno de los asuntos sobre los que otros especialistas les han preparado un proyecto de resolución que ellos deben firmar. El tribunal tiene 2500 empleados, un número relevante en cualquier organización de servicios.
La estabilidad de los jueces fue prevista por la Constitución nacional para que no hubiera cambios abruptos en la composición de la Corte. La delicada tarea de interpretar la Constitución se va elaborando de manera progresiva. Esa “saludable lentitud” (el lema del tribunal supremo de los Estados Unidos es “lento y firme”) es otro sabio atributo del control y equilibrio entre los poderes del Estado, porque cada gobierno debe convivir con la Corte que ha nombrado otro.
En condiciones normales un gobierno solo tiene oportunidad de proponer un candidato –a veces ninguno– y siempre requiere del acuerdo de la Cámara alta. Un aumento del número de jueces es, por ende, una muestra de desprecio por el sistema de división de poderes.
Hacer crecer esa representación lograría en los ciudadanos la percepción contraria a la que hace falta. El recurso tan primario de “aumentar la torta para poder repartirla mejor” no mejoraría el bajísimo nivel de confianza que tienen los argentinos sobre sus sistemas de justicia. Al revés, les confirmaría que sus jueces son meros delegados de las facciones partidarias. La seguridad jurídica, imposible sin jueces confiables, no es solamente un atributo que pide un capitalista para invertir en el país. También es el que sostiene y justifica la esperanza de que serán respetadas, como indica la Constitución, la libertad, la propiedad y la honra de los habitantes del país.




