Corrupción: otra vez sopa
El Departamento de Estado de los Estados Unidos difundió el Informe de Derechos Humanos 2022, que hace un recuento objetivo y riguroso de las condiciones de 198 países y territorios, llamando la atención sobre cuestiones particulares a las que prestar atención.
Los informes son meticulosamente compilados por el Departamento de Estado con información suministrada por las embajadas, misiones y consulados de los Estados Unidos en el extranjero.
En el caso de la Argentina, el reporte enumeró los problemas y violaciones a derechos humanos que existen en el país, entre los que destacó ciertas ejecuciones ilícitas y tratos crueles, inhumanos o degradantes por parte de funcionarios federales y provinciales, además de malas condiciones penitenciarias.
El Departamento de Estado señaló que en la Argentina “la ley prevé un poder judicial independiente, pero los funcionarios gubernamentales de todos los niveles no siempre respetan la independencia e imparcialidad judiciales”, al tiempo que “según las ONG nacionales, los jueces de algunos tribunales penales federales y provinciales eran a veces objeto de manipulación política”.
Además, advirtió sobre las prolongadas demoras en resolver las causas, las chicanas procesales, el retraso en el nombramiento de los jueces permanentes, el inadecuado apoyo administrativo y la ineficiencia que obstaculizaron el funcionamiento del sistema judicial argentino.
No menos importante resultó la mención sobre la amplia discrecionalidad de los jueces sobre las investigaciones y la manera de llevarlas a cabo, que contribuyó a la percepción pública de que muchas decisiones judiciales eran arbitrarias.
En el capítulo sobre corrupción y transparencia del Gobierno, el reporte señaló que si bien la ley establece sanciones penales ante la corrupción de los funcionarios, el Gobierno no implementó la ley de manera efectiva, en tanto, la debilidad de las instituciones y un sistema judicial a menudo ineficaz y politizado socavan los intentos sistemáticos de frenar la corrupción.
Mencionó la condena de seis años de prisión que recibió Cristina Kirchner por la causa Vialidad, en diciembre del año pasado, y consignó que la vicepresidenta, junto con otros nueve imputados principales, fueron acusados de recibir sobornos, pagar sobornos, o ambos, en contratos de obras públicas entre 2008 y 2015 cuando la citada funcionaria ejercía la presidenta de la Nación. Apuntaron que los fiscales estimaron el valor total del esquema de soborno en 160 millones de dólares.
En otro capítulo se señaló que hubo corrupción y complicidad oficial con algunas fuerzas de seguridad y que los abusos más frecuentes incluyeron la extorsión y la protección de las personas involucradas en el tráfico de drogas, la trata de personas, el lavado de dinero y la prostitución. Las denuncias de corrupción en los tribunales provinciales y federales fueron frecuentes.
Un día después de conocido el informe, la Casa Rosada lo minimizó dejando entrever que dicho documento era parecido al de otros años, que respondía a diagnósticos unilaterales y que, por no provenir de foros internacionales, como Naciones Unidas, carecía de valor.
Por más argumentos que quiera exponer el gobierno nacional para quitarle entidad al informe del Departamento de Estado, las pruebas sobre la existencia de la corrupción estructural durante las administraciones de Néstor y Cristina Kirchner son contundentes e irrefutables como ha quedado probado en la Justicia.
La corrupción política está en la esencia del peronismo, que con el matrimonio Kirchner alcanzó cotas de obscenidad sin precedentes. El descomunal enriquecimiento de los Kirchner y su círculo más cercano es consecuencia de décadas de sobornos y comisiones ilegales pagadas a cambio de inversiones públicas adjudicadas durante sus distintos mandatos.
La corrupción como práctica degenerativa implica necesariamente una violación de las normas morales y jurídicas. De allí que dicho fenómeno incluya desde la desmesura, el abuso, la inmoralidad en el empleo y manejo de fondos públicos hasta incluso la compra de decisiones políticas.
Como hemos señalado desde estas columnas, para desterrar la cultura de la corrupción, tanto del ámbito público como del privado, deberá garantizarse la ausencia absoluta de impunidad, cuyo presupuesto fundamental es la independencia real y efectiva del Poder Judicial. Sin una Justicia independiente, no hay forma alguna de combatir la corrupción.