Militancia, sin libreto ni vergüenza
Con cada paso que da, el kirchnerismo confirma el uso irresponsable que hace de los cargos públicos, utilizándolos en beneficio privado en lugar de promover el bienestar general
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Cuando se construyó la Nación Argentina, a nadie se le ocurrió crear una Subsecretaría de la Resiliencia para mejorar la autoestima popular, luego de décadas de luchas civiles. Ni multiplicar reparticiones con el objeto de “articular, coordinar, asistir, incluir, promover, fortalecer, integrar, abordar, gestionar, proteger y potenciar” actividades enigmáticas, como rezan los frondosos organigramas del Estado nacional. Ahora el país decae, indigestado por la proliferación de verbos, multiplicación de cargos y ausencia de buen gobierno.
La Generación del 80 tuvo un programa claro, que evitó que otros ocupasen el sur del Río Colorado y hoy hablamos de Bariloche y Calafate, de las Malvinas y la Antártida, de YPF y Vaca Muerta, del Chocón y Piedra del Águila como si hubieran caído del cielo. En aquella década, se creó la moneda nacional, se triplicó la red ferroviaria, se expandió el telégrafo, se inauguraron escuelas, se construyeron puertos, se instalaron faros y el observatorio más austral del mundo, en las islas Orcadas. Se abrieron las puertas a la inmigración y se dictaron las leyes de matrimonio civil y de educación común.
El kirchnerismo hizo suya la bandera de los derechos humanos y logró el apoyo de “colectivos” diversos con reclamos postergados para ampliar su base de sustentación fogoneando odios y revanchas. A cambio, les dio indemnizaciones a algunos y, a otros, derechos de papel, ya desteñidos por el hipoclorito inflacionario
Entre 1880 y 1930, la Argentina batió un récord mundial, al crecer durante 50 años a una tasa del 5% anual acumulativo. A finales del siglo XIX teníamos el PBI per cápita más alto del mundo y creció una industria competitiva, sin subsidios ni prebendas, gracias a los progresos de la educación, la abundancia de capital y la fortaleza del salario real.
Sin embargo, el progreso trajo sus detractores. La inmigración suscitó la reacción del nacionalismo aristocrático, mientras que la prosperidad provocó la crítica romántica del modernismo. Luego emergieron el nacionalismo popular, los indigenismos, los diversos socialismos, el fascismo y el comunismo. La fusión del marxismo y el peronismo se plasmó en el llamado “socialismo nacional” que inspiró el Programa de Reconstrucción Nacional anunciado por Héctor J. Cámpora en su discurso inaugural de 1973. Basado en la teoría de la dependencia, fue la antítesis de los principios que colocaron a la Argentina en el podio de las naciones. Al privilegiar la autarquía, aumentar los gastos corrientes y la emisión monetaria, culminó en el Rodrigazo de 1975, cuyos efectos nefastos subsisten hasta ahora.
No es de extrañar entonces, que la agrupación que lleva el nombre del odontólogo epónimo, describa su accionar como una “militancia”, pues su objetivo no es la prosperidad colectiva, sino tomar el poder para garantizar la impunidad de la vicepresidenta de la Nación. Como piezas de ajedrez, ubica a sus acólitos en las principales cajas del Estado para disponer de cargos, contratar servicios y librar órdenes de pago con y sin retornos. Nada hay en su libreto que semeje un programa de desarrollo, con inversión privada y creación de empleos. Ante la espiral inflacionaria y la pobreza creciente, sus voceros solo atinan a repetir consignas setentistas olvidando que Cámpora fue desplazado por Perón, a los 49 días de haber asumido el cargo.
El principal costo de la inconducta camporista no radica en el manejo de sus cajas, ni siquiera en la eventual corrupción. El mayor costo es el impacto de sus dichos y desplantes sobre la actividad económica, la falta de empleo y la licuación de las jubilaciones. En síntesis, por causar inflación, pobreza y hambre
Además de la “liberación nacional” de 1973, el kirchnerismo hizo suya la bandera de los derechos humanos y logró el apoyo de “colectivos” diversos, con reclamos postergados, como el feminismo, el abortismo, los pueblos originarios, los piqueteros, los presos, los sin tierra y tantos otros para ampliar su base de sustentación, fogoneando odios y revanchas. A cambio, a algunos les pagó indemnizaciones y a otros, derechos de papel, ya desteñidos por el hipoclorito inflacionario.
Ensimismado en sus juegos de poder, a la militancia poco le importa mantener la estabilidad del frente que integra, como si ello careciese de costo para el conjunto de la población. Quienes gobiernan no pueden darse el lujo de sumir al país en la pobreza, mientras disfrutan de sus privilegios, sus bancas y sus cajas. La gente no llega a fin de mes, los sueldos no alcanzan y las changas tampoco. Lo único que prolifera es la droga, la mendicidad y los asaltos. Son cada vez más quienes engrosan las filas de la “economía popular” sometiéndose a caciques y punteros por un plato de lentejas. Un eufemismo para recibir subsidios del Estado por fuera de la contabilidad pública y crear una nación paralela, de inspiración mapuche, sin propiedad, empresas, ni patrones.
Los pueblos se organizan para superar los obstáculos y adversidades de la vida. Para eso tienen gobernantes que establecen un orden, para el bien común. Cuando los gobernantes carecen de autoridad y son incapaces de sostener un orden creíble, prevalece el sálvese quien pueda. Sin incentivos correctos, ni respeto por la ley, sin aplauso al mérito y castigo al delincuente, el instinto de supervivencia suscita conductas perversas que bloquean el funcionamiento de la sociedad.
Como en Mariupol bajo fuego ruso, al final del camino se detienen las máquinas, se apagan las calderas, se oscurecen las ciudades, se interrumpen los semáforos, se paralizan los trenes, se aquietan las turbinas, se abandonan las fábricas, se evacúan los hospitales, se enmalezan los campos, se obturan las cañerías, estallan los transformadores y, en las tinieblas, se regresa al trueque o la piratería.
La crisis actual no está originada por la deuda externa, ni por el FMI, ni por Mauricio Macri, ni por la pandemia. Todo gobierno puede torcer el rumbo de las cosas mediante un cambio de timón que suscite confianza. Cuando ello ocurre, se fortalece la moneda, crecen las reservas y se reduce la inflación. Reaparece la inversión, aumenta el empleo y mejoran los salarios.
El principal costo de la inconducta camporista no radica en el manejo de sus cajas, ni en la incorporación de nepotes, ni siquiera en la eventual corrupción. El mayor costo es el impacto de sus dichos y desplantes sobre la actividad económica, el riesgo país, la ausencia de crédito, la fuga del peso, la falta de empleo, la caída del salario y la licuación de las jubilaciones. En síntesis, por causar inflación, pobreza y hambre.
Eso es el costo que implica, para la sociedad en su conjunto, que la organización presidida por el hijo de Néstor y Cristina Kirchner, sin pudor ni vergüenza, maneje en forma irresponsable los cargos que la Constitución argentina ha creado para promover el bienestar general y no para alcanzar los objetivos judiciales de su lideresa.
LA NACION