Escocia: mi padre hubiera votado no
BARCELONA.- Mi padre, que era escocés, odiaba a Winston Churchill. Poco antes de que muriera, cuando yo tenía 17 años, le pregunté por qué. Perplejo, ya que en el colegio al que iba en Inglaterra me enseñaban que Churchill había sido el líder que inspiró la victoria contra Hitler, no entendía cómo él, que había combatido en la II Guerra Mundial de principio a fin, se ponía colérico con la mera mención de su nombre. Además, mi padre había sido teniente en la Royal Air Force, a cuya valentía Churchill dedicó una de sus frases más célebres: "Nunca en la historia del conflicto humano tantos debieron tanto a tan pocos".
Mi padre, haciendo un esfuerzo para calmarse, intentó explicarme por qué sentía desprecio y no gratitud por Churchill. Me dio una lista de razones. Era un ególatra de la aristocracia inglesa que, si no hubiera sido por la guerra, habría sido recordado como un oportunista que cambió de partido político dos veces.
El desdén visceral que sentía Churchill por la clase trabajadora tuvo su más repelente expresión en 1910 cuando envió tropas del ejército a reprimir una huelga. Sus esculpidas frases durante el enfrentamiento con los nazis resultaban muchas veces repugnantemente faciloides para aquellos combatientes que, como él, sabían lo que era el horror de la guerra. Y encima, me dijo mi padre, Churchill fue un carnicero. Nunca, nunca le perdonaría el bombardeo de Dresde que él mismo autorizó en 1945, con la guerra ya prácticamente ganada, en el que murieron sin justificación 250.000 civiles indefensos; más que en Hiroshima.
Churchill representaba a la perfección, como después lo haría su heredera política y admiradora Margaret Thatcher, a la casta altiva del establishment inglés, rechazada visceralmente por un elevado porcentaje de lapoblación escocesa. Los argumentos de mi padre contra el inglés más admirado del siglo XX siguen destilando bastante bien la sensibilidad nacional escocesa.
Escocia es diferente incluso tomando en cuenta a aquellos que votarán no a la independencia. Les repele el capitalismo desenfrenado simbolizado hoy por Londres, junto a Nueva York, la gran capital financiera del mundo. En Escocia lo que predomina es algo más parecido al espíritu comunitario de Escandinavia o, incluso, del País Vasco. El ya alto grado de autonomía que posee el Parlamento escocés resultó en un sistema de servicios públicos mucho más generoso que el inglés. La diferencia política entre Escocia e Inglaterra se refleja en las últimas elecciones generales. De los 59 parlamentarios que representan a Escocia, sólo uno pertenece al Partido Conservador. Ser gobernado por los conservadores es para un escocés hoy lo que sería para un inglés vivir bajo el mando del Partido Republicano de Estados Unidos.
Lo que yo me pregunto, en el intento de definir mi posición como británico medio escocés, es qué habría votado mi padre. Lo lógico sería pensar que diría que sí a la separación. Además de haber votado siempre por el laborismo (la muerte lo salvó del disgusto de tener que ver a Thatcher como premier), era el clásico escocés que no dejaba de recordar los grandes inventos que su gente había aportado al mundo (el teléfono, la televisión, el radar, la máquina de vapor, la bicicleta, la penicilina, el golf) y que se vanagloriaba de la derrota, famosa gracias a Hollywood, de los pérfidos ingleses a manos de William Wallace.
Pero los sentimientos y las razones de las personas, como los de las naciones, son ambiguos, complejos y, al final, indescifrables. Tengo mis dudas de que mi padre hubiera votado por la independencia. En parte porque mucho de lo que soy lo heredé de él y yo no votaría por dejar de ser británico. No creo que la palabra divorcio, tan usada estos días, sea la más apropiada para describir el objetivo de este referéndum. Entiendo la separación más en función de las consecuencias que tendría para una familia: si finalmente ocurriera, me sentiría partido por la mitad.
Pero más allá de esta emoción, tan auténtica como irracional, ya que identificarse con una bandera que representa a 60 millones de personas no deja de ser un acto de la imaginación, creo que el sentido común del que se jactaba mi padre lo hubiera llevado a la conclusión de que separarse de Inglaterra era algo absurdamente innecesario.
Para empezar, y no había más que verlo a él, la identidad y la cultura escocesas son a prueba de balas, como lo demuestran las derrotas cosechadas a lo largo de 700 años de batallas contra ejércitos ingleses. Los escoceses no serán más escoceses si conquistan la soberanía política. Por otro lado, a mi padre le gustaba adoptar poses antiinglesas, pero lo hacía con una media sonrisa, con sentido del humor. Él era un patriota que sentía orgullo por su tierra, no un nacionalista que define su identidad por el antagonismo hacia el vecino. Veía la relación, en resumen, no tanto como un matrimonio, que se puede romper, sino como un vínculo entre hermanos. Te burlas de tu hermano, pero aunque te pelees con él lo sigues queriendo.
Los independentistas escoceses hacen campaña como si los conservadores fueran a gobernar para siempre, cuando no sólo no lo harán, sino que es perfectamente posible que en un futuro no muy lejano la crisis económica haga que Inglaterra dé un giro que la aproxime más al modelo de bienestar escocés.
Tampoco nadie ha demostrado que la independencia sería mejor o peor para la economía escocesa. Lo que creo que mi padre sí hubiera dicho es que, a fin de cuentas, estamos bastante bien como estamos, especialmente si lo comparamos con cómo estábamos hace 30, 40 o 50 años. ¿Para qué, entonces, optar por el riesgo de la independencia?
Lo que pretende el Partido Nacional Escocés, en un intento de minimizar ese riesgo, es que una Escocia independiente conserve la libra. Pero todos los políticos ingleses coinciden en que eso no lo permitirían. Mi padre, siempre con un ojo escéptico (y muy escocés) puesto en los posibles farsantes, hubiera detectado una nota discordante no sólo en la insistencia de los nacionalistas en conservar la libra, sino también en la de mantener el vínculo soberano con la reina. Resulta que quienes apuestan por la independencia quieren que Isabel II siga apareciendo en los billetes escoceses. Y encima se indignan cuando el gobierno de Londres les advierte que en caso de que se fueran, se impondrán controles migratorios en la frontera.
Pero al final los argumentos determinantes son los emocionales, como los hubieran sido para mi padre y lo son para mí. Lo que me cuesta entender es, si uno ya se siente plenamente escocés, ¿por qué no disfrutar del bonus de ser también británico, de poder sentir como suya la grandeza histórica de Shakespeare, del Imperio Británico que tanto contribuyeron los escoceses a construir, además de compartir con orgullo la herencia de William Wallace? La unión de Gran Bretaña ofrece dos nacionalidades por el precio de una. ¿Por qué forzar la división cuando no existe ninguna imperante necesidad de hacerlo?
Así hubiera pensando mi padre, que detestaba a un individuo inglés llamado Churchill, pero no por ser inglés; que se ofreció como voluntario para luchar en la fuerza aérea al día siguiente del comienzo de la II Guerra Mundial para defender la libertad no sólo de los escoceses, sino, por igual, la de los ingleses y, ya que estamos, de Europa y del mundo entero, sin reparar en mezquinas reflexiones nacionalistas.
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