Una Europa que se quedó sin ideas
MADRID.- Europa siempre presumió de sus intelectuales y, paralelamente, tendió a mirar por encima del hombro a los estadounidenses. En la imaginación de muchos europeos, nosotros somos los griegos, inteligentes, cultos y refinados pero sin poder, y ellos son los romanos, buena gente con mucho poder pero un poco brutos. La conclusión, tan simplista como su supuesto de partida, es que, con nuestras ideas y su fuerza, Europa y Estados Unidos podrían hacer un montón de cosas.
Con razón, este sentimiento de superioridad europeo es algo que siempre fastidió mucho a nuestros amigos norteamericanos. Como espetó con bastante sorna un estadounidense a un europeo en una discusión a la que asistí: "Si nosotros somos tan tontos y ustedes tan listos, ¿cómo es posible que llevemos casi 70 años en la cúspide del poder mundial y ustedes sigan siendo una mera sombra de lo que eran?".
La discusión sobre el poder de Estados Unidos es muy interesante y tiene muchísimos ángulos desde el cual abordarlo. Pero más interesante aún resulta discutir sobre la supuesta superioridad intelectual europea y constatar que también en el ámbito de las ideas hay una muy visible supremacía estadounidense.
Como señaló el columnista Moisés Naím en una reunión de think tanks de países del G-20 esta semana en Filadelfia, pese a la aparición de nuevas potencias y el supuesto declive de Estados Unidos, las ideas de las potencias emergentes no aparecen por ninguna parte o no tienen carácter ni relevancia global.
China se ha lanzado al mundo bajo la etiqueta de "ascenso pacífico", pero ése es un concepto local, no un concepto que ayude a los demás a entender el mundo en el que vivimos, y tampoco uno que desafíe la hegemonía estadounidense. Lo mismo con Rusia y su discurso sobre la soberanía y la no injerencia, que describe las líneas rojas que Moscú quiere situar en el mundo más que un mundo en el que los demás nos podamos reconocer. Y tampoco, desgraciadamente, los emergentes democráticos (Brasil, India, Turquía, Indonesia, Sudáfrica) tienen mucho que ofrecernos en este sentido. El mundo cambia vertiginosamente, pero estamos huérfanos de ideas que lo expliquen.
La retahíla de libros influyentes ofrecida por Naím es reveladora: El choque de civilizaciones, de Samuel Huntington; El fin de la historia, de Francis Fukuyama; El poder blando, de Joseph Nye; La vuelta a un mundo plano, de Tom Friedman; El auge del resto, de Fareed Zakaria; El retorno de la historia y el fin de los sueños, de Robert Kagan; La anarquía que viene, de Robert Kaplan. El caso es que los europeos, y por extensión el resto del mundo, discuten sobre ideas que surgieron en Estados Unidos, no sobre las que ellos produjeron.
Algo parecido pasa en Europa, que se enfrenta a una crisis existencial, pero no tiene nadie que la cuente. Por eso, el libro del premio Nobel y columnista de The New York Times, Paul Krugman ( ¡Acaben ya con esta crisis! ) se convirtió en un éxito de ventas: está muy bien escrito y contiene la combinación idónea de datos, análisis y argumentos. Pero su capítulo sobre la crisis del euro no dice nada que un europeo no hubiera podido decir y que, en el fondo, no sepamos ya. Ese éxito se debe a la combinación del rigor académico de un Nobel, el estilo directo y sencillo del periodista, aprendido de la presencia constante en los medios, y la fuerza de su compromiso político.
Enfrente de Krugman, poco o nada, porque Alemania, junto con otros, impuso una visión de la crisis basada en la indisciplina fiscal como causa, la austeridad como salida y una Europa de pequeños pasos como método, pero no se molestaron en contársela a los europeos de una forma atractiva y convincente. Y como muestra la mezcla de ideas sobre crecimiento, eurobonos y unión política, tampoco es que las cosas estén claras en el campo contrario.
Quienes sí parecen tenerlo claro son aquellos situados en los extremos porque en el fondo tanto las apelaciones xenófobas de Thilo Sarrazin ( ¿Por qué Alemania no necesita el euro? ) como la utopía globofóbica francesa ( Voten la desglobalización, de Arnaud Montebourg) no son sino dos caras de la misma moneda particularista y nacionalista, de derechas o de izquierdas. Extrañamente, Europa puede estar tanto al borde de la desintegración como ante el comienzo de una verdadera unión política. Pero, sin embargo, las ideas que van a estructurar uno u otro acontecimiento no están encima de la mesa. ¿Por qué?
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