"Carmina Burana", muy vigente
Espectáculo coreográfico por el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín. "Alina", música de Arco Part, y "Carmina Burana", música de Carl Orff. Ambas coreografías de Mauricio Wainrot. Escenografía y vestuario: Carlos Gallardo. Iluminación: Eli Sirlin. Dirección: Mauricio Wainrot. De jueves a sábados, a las 20.30, y domingos, a las 20. Nuestra opinión: muy bueno
Con catorce funciones programadas, Mauricio Wainrot se lanzó a montar, en el ballet del San Martín, su versión de "Carmina Burana", obra que estrenó en 1998 con el Ballet Real de Bélgica. La cantata escénica de Carl Orff, que une versos en latín y en alemán antiguo del siglo XIII, se ha afirmado como una de las piezas monumentales y más fuertes de nuestra época. Los temas y la composición son vigentes porque reflejan la esencia del hombre en toda su dimensión. El comienzo establece la clave de todo, con "Fortuna Imperatrix Mundi", una rueda que nunca dejará de girar y que hipnotiza. La búsqueda del poder en cualquiera de sus formas será perseguida incansablemente. Esta invisible emperatriz saca lo mejor y lo peor de cada uno; es voluble y engañosa, dando a algunos sus favores e, indiferente, haciendo miserables a otros. En esto juegan la avidez, la codicia, la espiritualidad y la aspiración de los que no ven en lo material su objetivo. Pero nadie escapa del círculo, que es la sociedad, la existencia en sí misma.
En estos primeros fragmentos toda la compañía se presenta siguiendo el ritmo arrollador, una masa en pasos muy a tierra que devora el escenario con movimientos potentes, miradas desquiciadas, envueltos en una vorágine de la que nadie puede ni quiere salir. Unos avanzan y superan a un conjunto; luego, es a la inversa. Los innumerables giros sobre sí mismos y los colectivos hablan de un remolino que no los soltará. El vestuario los unifica. Con el torso desnudo (a ellas las cubren transparentes mallas color carne) y faldas, son de una misma especie que no se diferencia por el sexo y que persigue igual meta.
La alocada primera parte da paso a Primo Vere, donde la alegría de una nueva estación en la que todo renace alienta sueños y el deseo espontáneo de seducir. Aparecen las sonrisas como códigos de un nuevo sentimiento, las muchachas se tornan gráciles, pícaras, con un resplandor que busca la conquista. Aquí los movimientos se tornan ligeros, líricos. El grupo festeja con su baile el cosquilleo de sus corazones, con la intención de ser admiradas por ellos. Como figuras de Botticelli, se dejan llevar por su ebullición, lideradas por una, la magnífica Laura Cucchetti. Hasta que la danza es compartida por quienes las han observado. Los jóvenes dejan florecer un estado impetuoso: son albores enamoradizos.
Descenso a las tinieblas
Después, la secuencia de In Taberna habla de los instintos, de las bajezas, de los placeres que incitan al desboque, que van de la lujuria y el alcohol a la crueldad que convierte a los humanos en desechos de sí mismos. Un hombre, en las penumbras, realiza un extenuante solo. Su lucha es interior, violenta, desgarradora. Se mezclan los conceptos religiosos con lo profano. Por eso, en contra de lo que considera pecaminoso, el ardor del deseo hace sucumbir su conciencia. Amargamente se cuestiona, pero seguirá el viento, que lo lleva como a una hoja, y busca arrojarse al vicio, actos por los que luego se sentirá culpable y torturado.
Francisco Lorenzo está soberbio en esta interpretación, como a través de toda la obra. Su figura felina se retuerce y cautiva expresando dolor y furia.
Cuando se encuentra con una mujer, testigo de toda su danza, el clima cambia. Ella (la excelente Paula Rodríguez), melancólica, parece el símbolo de la virtud, y en secuencias dulces habla de la pureza y la vulnerabilidad de los que sólo saben de generosidad. Será la víctima, la elegida para ofrecer en sacrificio a los dioses de abyectas tentaciones. La taberna significa el desvarío, el terreno en el cual todos, sea cual sea su condición social, ensuciarán sus almas. La voluptuosidad y el desenfreno son las claves.
Ascética, la obra no da detalles, pero Wainrot capta el meollo de la música y el significado de los textos en cuadros en los que utiliza su extenso lenguaje. Varía dinámicas y da sentido a cada movimiento según lo que el momento requiere en una ideal ligazón, contraponiendo lo poderoso y lo suave.
En Cour d´Amours, una pareja (Elizabeth Rodríguez y Lisandro Casco) promueve el romanticismo, la dicha y el estremecimiento que en el hombre y la mujer provoca el primer amor. Aquí, el dúo es ardiente y alado. Ambos se unen paulatinamente, con delicadeza. El sentimiento se percibe en los pasos, casi neoclásicos, y en la expresividad honda de los dos magníficos intérpretes.
Ellos hablan en nombre de la humanidad, y así, diseminadas, otras parejas se adentran en la misma magia. Allí, descubren que el amor los llena de luz y de esperanza.
Pero la rueda de la vida es sin fin: la pieza finaliza como comienza. El recorrido del paraíso y del infierno que existe dentro de cada uno les ha dado la experiencia. Sin embargo, la emperatriz fortuna sigue rigiendo el mundo porque el hombre es el único que se golpea varias veces con la misma piedra, hasta que las heridas lo hacen crecer y comprender.
"Alina" precedió a esta coreografía. La soledad y la angustia de una mujer (Emilia Rubio) en la intimidad son las motivaciones.
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