Cine político argentino que llega para cubrir un largo y demorado vacío
Gustavo Noriega empieza su muy recomendable Diccionario crítico de la década del 70 con una frase demoledora. Dice que durante ese tiempo la Argentina "se volvió loca". Hoy todos sabemos que esa locura se manifestó sobre todo a través de una violencia extrema que pretendía justificarse desde argumentos ideológicos que en la mayoría de los casos resultaban inflexibles, intransigentes, casi siempre cerrados a cualquier discusión.
A décadas de distancia de aquellos acontecimientos, la mirada del cine argentino sobre esos tiempos horrorosos todavía conserva en una primera (y apurada) revisión los ecos y reflejos de una época en la que todo se resolvía de manera drástica.
Ya pasaron varias décadas de todo ese espanto, pero todavía conservamos la sensación de que cuando al cine argentino le tocó revisar y recorrer lo más oscuro de nuestro pasado reciente no pudo evitar (más allá de expresiones muy lúcidas en las películas de Marco Bechis; en Un muro de silencio, de Lita Stantic, o en la Crónica de una fuga, de Adrián Caetano) una mirada aleccionadora y didáctica, todavía marcada por los maniqueísmos de un tiempo en el que cualquier debate o matiz eran despreciados.
Hasta que en el final de 2018, un nuevo camino puede llegar a iniciarse a partir de una extraordinaria película argentina estrenada el último jueves. Rojo, de Benjamín Naishtat, se instala en 1975 en una "provincia argentina" jamás identificada pero reconocible de inmediato y pone la lupa, con espíritu cuestionador pero sin el ánimo de quien expresa un juicio terminante o definitivo, en los comportamientos (silencios, omisiones, elusiones, conductas) de las personas comunes, de la vida cotidiana de nuestra sociedad, frente al horror que se avecina.
Además de los movilizadores interrogantes que plantea, de sus grandes méritos formales y de sus magníficas interpretaciones, lo que hace Rojo es abrir una puerta de enorme significación para que el cine argentino empiece a hacerse muchas más preguntas sobre ese tiempo. Y sobre todo abandonar vicios demasiado arraigados y establecidos: la solemnidad, los preconceptos, las frases hechas, la idealización de ciertos hechos y figuras sobre las cuales todavía no parece admitirse discusión alguna. Miradas dogmáticas casi siempre disimuladas detrás de una falsa máscara de realismo.
Hasta ahora, la locura de los años 70 fue explorada en muy contadas veces por el cine argentino, por lo general a través de cierto acercamiento al grotesco (como en No habrá más penas ni olvido, de Héctor Olivera, o en La vida por Perón, de Sergio Bellotti) y algunas experiencias todavía incomprendidas, desde Secuestro y muerte, de Rafael Filipelli, hasta Eva no duerme, de Pablo Agüero.
En un lúcido texto escrito para La Agenda Buenos Aires, el crítico Diego Lerer señala que Naishtat viene observando en sus tres películas (Historia de la noche, El movimiento y ahora Rojo) el contexto sociopolítico de la Argentina desde un enfoque "no habitual", con nuevas e inteligentes formas de representar las tensiones expresadas en algunas de las corrientes más recientes del cine argentino. El lúcido cine político de Naishtat llega para cubrir un largo y demorado vacío. Hacen falta otras miradas que se sumen a esa búsqueda.
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