Entre la religión y la mafia, el cine de Scorsese es un espejo de dos caras
Después de Silencio, la película sobre jesuitas en el Japón del siglo XVII, el director prepara The Irishman, una historia real del crimen organizado que producirá y estrenará Netflix
Primero fue Silencio. A partir de ahora, The Irishman. En su séptima década de vida, Martin Scorsese comprueba, feliz, que se hacen realidad los dos proyectos a los que dedicó más tiempo, tenacidad y perseverancia.
A pesar de las apariencias, no hay contradicción alguna entre dos historias que en cualquier otra circunstancia jamás podrían llevarse al cine de la mano de la misma persona.
Silencio, cuyo estreno en la Argentina anuncia Distribution Company para el próximo jueves, representa algo así como el costado sacro de la filmografía scorsesiana, fruto de una obsesión en torno a la culpa, la redención y otras connotaciones del ritual católico que el realizador experimenta desde que era un chico criado en Little Italy (Nueva York) y soñaba con ser misionero.
The Irishman, que verá la luz entre 2018 y 2019, expresa el costado más profano de Scorsese, si se puede calificar así su eterna fascinación por el mundo de los gángsters, la mafia y el crimen organizado que se remonta a los tiempos de Calles peligrosas y alcanza su cumbre con el Oscar a Los inflitrados, una década atrás.
El yin y el yang de Scorsese se pone en juego, una vez más, en forma de película. Como en los tiempos en que después de La última tentación de Cristo (1988) llegó Buenos muchachos (1990). O cuando a Casino (1995) le siguió Kundun (1997). Ahora, este curioso juego de opuestos que se reconocen como dos caras del mismo espejo no sólo tienen como denominador común su condición de proyectos largamente soñados que por fin encuentran espacio para realizarse. También convergen en un punto crucial: las dificultades para lograr los fondos y los recursos capaces de sustentarlos.
Una cosa explica a la otra: los más caros sueños de Scorsese parecen, justamente, muy caros. Y no existe garantía de que la inversión pueda recuperarse en la taquilla. La epopeya religiosa que se narra en Silencio llevó 28 años de gestación y casi 50 millones de dólares de costo, pero apenas recaudó 7 millones en la taquilla estadounidense, una cifra tan magra como la cosecha de nominaciones al Oscar. Apenas una para el brillante director de fotografía mexicano Rodrigo Prieto (perdió ante La La Land), cuando todos esperaban más.
Esos 50 millones de dólares que Scorsese necesitaba para transformar su anhelo más profundo en realidad resultaron en verdad providenciales. Ese milagroso aporte fue posible gracias al productor mexicano Gastón Pavlovich, que les garantizó a Scorsese y los suyos la factibilidad del difícil proyecto con una serie de iniciativas para bajar costos: vetó los viajes en primera clase, ajustó salarios e impidió el traslado de equipamiento desde Estados Unidos hasta Taiwan, lugar elegido para el rodaje. Resultaba mucho más económico trasladarlo desde Japón o Australia.
Después de una paciente espera de casi tres décadas, Scorsese pudo hacer Silencio tal como la imaginó desde que leyó por primera vez la novela de Endo en 1989 a bordo de un tren que se dirigía a Kyoto. Lo que se cuenta allí es la travesía de dos jóvenes sacerdotes jesuitas portugueses (interpretados por Andrew Garfield y Adam Driver) que tiene al Japón del siglo XVII como escenario y destino. Allí se dirigen con el propósito de encontrar el rastro de su maestro (Liam Neeson), que habría abjurado de su fe. Detrás de esa actitud aparecen historias de martirios, castigos físicos, torturas y sufrimientos aplicados a los católicos que se animaron a propagar sus creencias en Extremo Oriente durante aquellos agitados tiempos.
Como corresponde a este perfil, la película tuvo su estreno mundial en la Ciudad del Vaticano el martes 29 de noviembre de 2016 ante unos 400 religiosos (la mayoría jesuitas) e invitados. El jesuita más importante de todos, el papa Francisco, no asistió a la proyección, pero recibió al día siguiente a Scorsese y a su familia y recibió del director dos cuadros pintados en el siglo XVIII que abordan la temática de los "cristianos escondidos" en Japón.
Pese a la escasa repercusión de Silencio en las boleterías, Scorsese encontró en Pavlovich una aparente solución a algunos de sus dilemas financieros e impulsó la continuidad de esa alianza para concretar el otro sueño pendiente. En ese camino, Scorsese se encontró con dos novedades, una buena y otra mala.
La buena es que Netflix decidió sostener el proyecto, que aparece como uno de los más costosos de toda la filmografía de Scorsese y que fue en su momento rechazado como "muy riesgoso" por los estudios Paramount. Netflix estrenará en su plataforma este ambicioso proyecto, todo un cambio en las reglas de juego del mercado, pero también imagina algún eventual y limitado lanzamiento en cines y, por qué no, algún lugar privilegiado en un próximo reparto de nominaciones al Oscar. Si Amazon lo logró a través de Manchester junto al mar, ¿por qué Netflix no podría hacerlo con Scorsese y The Irishman?
El gigante del streaming aportará una cifra que oscila entre los 120 y los 150 millones de dólares para contar la historia real de Frank Sheeran, un miembro prominente del sindicato de camioneros de Estados Unidos (los famosos Teamsters) que confesó en su lecho de muerte haber asesinado a Jimmy Hoffa, el legendario líder del gremio, misteriosamente desaparecido en 1975.
Robert De Niro será Sheeran y Al Pacino personificará a Hoffa. Junto a ellos estarán Joe Pesci y Harvey Keitel, respectivamente, como Russell Bufalino y Angelo Bruno, dos jefes del crimen organizado. La historia será narrada a lo largo de un amplio rango temporal que mostrará a sus protagonistas a lo largo de varias décadas de sus vidas. La gran novedad que promete la película (y que eleva considerablemente los costos de producción) pasa por los efectos visuales que se usarán para rejuvenecer a los actores y mostrar, por ejemplo, a De Niro (que tiene hoy 73 años) como en los tiempos de El Padrino II. Lo mismo se espera de Pacino (76), Pesci (74) y Keitel (77), todos contemporáneos del realizador.
La mala noticia es el riesgo de una potencial batalla legal por los derechos de distribución internacional. La firma STX los adquirió en el último Festival de Cannes por 50 millones de dólares y esa adquisición podría entrar en conflicto con el acuerdo entre la productora del mexicano Pavlovich y Netflix. La disputa está latente y lo único que espera Scorsese, a través de una carta enviada a Ted Sarandos, el hombre fuerte de Netflix, es un acercamiento entre las partes. Un ruego, casi una oración. Hombre de fe al fin y al cabo, lo último que querría Scorsese es que por cuestiones de dinero uno de sus sueños más personales no pueda hacerse realidad.
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