La retrospectiva que el Bafici realizará de los films de Jorge Polaco a partir del miércoles no incluirá a su obra maldita, que no tuvo estreno comercial ni en 1989, y permaneció meses en la tapa de los diarios
Es probable que Kindergarten, el cuarto film de Jorge Polaco (tercer largometraje después del medio Margotita) sea la película más escandalosa del cine argentino. De hecho, es el único largometraje nacional prohibido desde el retorno de la democracia, aunque esta prohibición es más bien relativa: hoy no existe y, de todos modos, no ha tenido verdadero estreno comercial. En unos días, el Bafici realizará una retrospectiva del director (se verán En el nombre del hijo y La dama regresa). El Bafici es un lugar al que Kindergarten podría haber pertenecido en aquellos finales de los 80 si hubiera existido por entonces un festival de cine independiente. Es cierto, esto es un contrafáctico. De todos modos, es improbable que hoy alguien pudiese filmar las secuencias por las cuales la película fue condenada aquella vez y se convirtió en comercialmente inviable. Cambiemos el término: Kindergarten no es (solo) la película más escandalosa del cine argentino, sino la única verdaderamente maldita.
Hay que dejar en claro algunos elementos: Jorge Polaco era un director importante entonces, que había logrado dos éxitos (sobre todo de crítica, aunque el público respondió) con sus largos Diapasón y En el nombre del hijo. Era, de algún modo, un cineasta de culto desde Margotita, ese mediometraje con su actriz fetiche Margot Moreyra que ya mostraba su fascinación por los cuerpos no canónicos, por cierto surrealismo, por lo erótico anticonvencional. Era un cineasta, además, premiado: con Kindergarten se acercaba por primera vez a un mundo más mainstream: era una producción de Argentina Sono Film, con Graciela Borges y Arturo Puig -además de Luisa Vehil- como protagonistas. Hubo mucha prensa previa: en ese entonces, los rodajes importantes salían en la televisión de aire. Y el Instituto Nacional de Cinematografía, a cargo entonces de Manuel Antin, la había calificado sin problemas.
Pero convengamos que en 1989, para decirlo de manera científica, “el horno no estaba para bollos”. La alegría de la primavera alfonsinista, la desfachatez un poco infantil del destape en aquellos años, la idea de una libertad nueva e irrestricta contrastaba con la caída del Plan Austral y el fracaso del Plan Primavera, sin contar la asonada golpista de Semana Santa de 1987, la derrota del gobierno radical en las elecciones legislativas de ese año, la inflación creciente que estallaría luego en una híper y haría que Alfonsín entregara el bastón presidencial antes de tiempo, los cortes de energía de seis horas programados todos los días, las emisiones televisivas de cuatro horas a la mañana y cuatro por la tarde, y, en enero de ese año, la última intentona terrorista con el copamiento del cuartel de La Tablada a manos del Movimiento Todos por la Patria, que costó unas setenta vidas entre las de terroristas y fuerzas armadas. La alegría se había convertido, en el mejor de los casos, en cinismo. En el peor, en el larvado pedido de un retorno a formas más represivas.
Tampoco fue un momento en el que no hubiera problemas en el plano estético, el cinematográfico en particular. Nadie cuestionaba demasiado un desnudo. Las “salas condicionadas” eran parte del paisaje con una clientela muy de nicho. Para 1989, era claro que la perversión sexual que los guardianes de la moral clamaban como el apocalipsis por venir no tendría lugar: se había llegado a un equilibrio después de una pequeña explosión primigenia. Sin embargo, había películas que no podían estrenarse por medidas cautelares. Siempre el problema era la religión: Yo te saludo, María, de Jean-Luc Godard, y La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese, todavía generan problemas si alguien quiere programarlas en pantalla grande. Es cierto que las dos pueden verse en plataformas (la primera ha pasado por Mubi; la segunda, por Netflix y Max) e incluso se vieron en cable. Pero el cine es otra cosa.
Pequeño paréntesis explicativo: lo que escandalizó en 1973 cuando Garganta profunda llegó a los cines y desencadenó procesos judiciales no fue que fuera pornográfica, sino que se viera en cines no pornográficos, en salas de estreno “normales”, para público ajeno al nicho. El problema del cine es el público masivo. Cuando llegó la revolución del VHS (en la Argentina, más o menos al mismo tiempo que el estreno de Kindergarten), ese cine siempre un poco marginal pasó al consumo privado y todos contentos. El cine es “público” en una medida demasiado grande y eso es lo que molesta a los censores en general.
“Versión antojadiza del amor”
Los problemas de Kindergarten comenzaron el 19 de marzo de 1989 gracias a una carta de lectores en el diario La Prensa. Firmada por Cristina O’Farrell de Gutiérrez, se escandalizaba por haber visto cómo dos niños filmaban, totalmente desnudos en los bosques de Palermo, una escena de amor. Un abogado -Jorge Vergara- hizo una denuncia penal a la que adhirió la Iglesia. Sin ver la película, el juez Alberto Ricciardi prohibió preventivamente la exhibición de Kindergarten. En su resolución, afirmaba que la película contenía “una versión antojadiza del amor descripto según el pobre concepto de quienes la concibieron, hasta el punto de tal que se asemeja más a un film pornográfico que a una historia de amor”, y menciona escenas de la película. Un ejemplo clarísimo extraído del texto de Ricciardi: “Graciela Borges espía a un niño mientras se baña y se introduce en la bañera apoyando sus senos desnudos en la espalda del niño”. No, no sucede eso. Sucede algo diferente con una Graciela Borges vestida. Porque el juez Ricciardi no había visto la película. Aún así, Polaco y parte del equipo de producción fueron acusados de corrupción de menores (entre ellos Borges, Puig y otra de las protagonistas, Cecilia Echegaray) y ultraje al pudor. Un escándalo mayúsculo.
Pasaron muchas cosas. Entre ellas, la aparición de panfletos en muchos lugares de la ciudad de Buenos Aires, firmados por una autodenominada Comisión Pro-Cultura argentina, rezaba: “Estamos hartos de los artistas y productores drogadictos, lesbianas, marxistas, invertidos y prostitutas que nos imponen su ‘cultura’”. Es probable que el lector considere el vocabulario de tal brulote algo salido de las simas del siglo XIX. Es justo indicar que, en 1989, también parecía anticuado. Mientras este escándalo escalaba, en la Argentina sucedían algunas otras cosas. La presidencia de la Nación había pasado a manos de Carlos Saúl Menem, elegido el 14 de mayo y que asumió en medio de la disparada hiperinflacionaria el 8 de julio (la única victoria de Alfonsín entonces fue haberle impedido usar el 9 de julio para tomar el gobierno). Una lección que deja la historia es que, cuando el bolsillo apremia, -lo demás -incluyendo la libertad de expresión- suele pasar a un segundo plano para el ciudadano. Era más o menos previsible que habría un reflujo conservador en el comportamiento público (después de todo, fue en parte ese reflujo el que llevó a Menem a la presidencia, aunque es obvio que el descalabro económico fue la razón más importante). De todos modos, y a pesar del tembladeral político y económico, el “caso Kindergarten” no dejaba los diarios.
Hubo solicitadas de apoyo a Jorge Polaco (entre los firmantes, aparecían Enrique Pinti, María Elena Walsh y Beatriz Sarlo, por ejemplo) y un pedido del propio director al ya presidente Menem para que interviniese. Por supuesto, no intervino. La cronología del caso es interesante: el secuestro de copias se resolvió en agosto, unos quince días antes del estreno. Pero la causa por “exhibiciones obscenas” se sobreseyó y se programó el estreno para el 12 de octubre. Pero tres días antes, un juez interino, Carlos María Bourel, ordenó el secuestro de todas las copias para -según el magistrado- “preservar la identidad de los dos menores involucrados”. Lo que pasó fue obviamente que los nombres de los entonces menores (Jessica Raffo y Luciano Sanguineri) aparecieron en todos los medios. No importó, más tarde, que hubiera incluso reacciones internacionales en favor de la película y de Jorge Polaco. El film solo pudo verse oficialmente en el Festival de Mar del Plata de 2010, veintiún años después de su realización. E incluso entonces, el estreno posterior en el cine Gaumont fue demorado y complicado por denuncias. Finalmente, la película no fue estrenada por decisión del productor. De algún modo, su momento había pasado.
“Fue como un mal sueño”
“Lo que pasó fue como un mal sueño”, cuenta a LA NACION Graciela Borges, protagonista de la película, también alcanzada por los horrores del proceso judicial. Eligió hacer Kindergarten por motivos específicamente cinematográficos: “Yo había visto las primeras películas de Polaco y me gustaba especialmente Diapasón, me había interesado mucho. Sobre todo, que trabajaba con el plano secuencia, donde el actor no tiene más remedio que utilizar mucho el cuerpo en una labor más parecida a la del teatro. Eso me pareció muy interesante. Y si bien me gustan más sus primeras películas, creo que Kindergarten está muy bien contada, era exacerbada para su época”.
Hay algo de verdad en esto. Jorge Polaco era absolutamente independiente. Había hecho Margotita en Súper 8 y Diapasón, la película que se transformó en un título de culto, en 16 milímetros, que luego amplió a 35 milímetros y llenó la sala del cine Lorca constantemente a partir de julio de 1986. Ganó luego el primer premio en el Festival de Bruselas. El prestigio continuó con En el nombre del hijo un año más tarde. [Pequeño interludio crítico: si el lector no vio las películas de Polaco -la retrospectiva en el Bafici es buena ocasión para hacerlo- es interesante pensar que esos primeros films adelantan mucho de lo que parece “novedad” en el cine de Yorgos Lanthimos, el director de Pobres criaturas, pero con un riesgo que el griego jamás llegó a correr.] Kindergarten, con un elenco de estrellas, era el paso definitivo de una escena prestigiosa pero comercialmente marginal a otra más cercana al gran público. Por cierto, películas a su modo experimentales como las de Polaco tenían entonces público. Su cine apelaba -ya entonces y para usar el lenguaje de hoy- a cuerpos no hegemónicos y a una sexualidad alternativa. Era un cine franco con no poco de surrealismo, con relaciones humanas en tensión entre el deseo desencadenado y las convenciones sociales. Kindergarten iba en el mismo sentido que el resto de sus películas.
La historia de Kindergarten es el amor entre una maestra (Borges) y un arquitecto viudo (Arturo Puig) con un hijo de ocho años. Ella intenta acercarse al chico, que la rechaza, y todos viven en su casa, donde ella tiene a su padre muerto y embalsamado. Es cierto, hay mucho simbolismo que podríamos llamar “psicoanalítico” y hay algunas escenas arriesgadas: una pareja que tiene sexo en un cumpleaños infantil; varios desnudos (Puig y Borges en una hamaca, por ejemplo); y algunos momentos realmente desbordados como un baile del siglo XVIII. El sexo es uno de los temas, pero funciona más bien de modo metafórico: de lo que se trata -como en las anteriores películas de Polaco- es de la represión, por un lado y, por otro, del aspecto lúdico del deseo. No es una película simple ni de gran público, pero nunca tuvo la intención de serlo.
La escena que molestó demasiado al juez Ricciardi, aquella de “los senos desnudos” mencionada más arriba, era simple: el niño se bañaba y Lía (la madrastra interpretada por la Borges) ingresa vestida a la bañera y trata de abrazarlo, pero el niño la rechaza. La idea gira alrededor de la maternidad y la aceptación, carece de cualquier elemento erótico o similar (el erotismo está en la película pero no en esa secuencia). “Era un juez inmoral que en las audiencias detenía la película para preguntarnos qué sentíamos en tal o cual escena, algo perverso en la cabeza de esa persona”, recuerda la actriz respecto de cuando tuvo que explicar esa secuencia. “Fue algo nefasto para todos, especialmente para mí, en esa escena que era totalmente un juego, y por cuyo proceso se le hizo mal a ese chiquito, ahora ya un hombre. Él y la mamá, encantadora, se pasaron la vida preguntando ‘¿qué hicimos de malo?”.
Como siempre, la censura habla más del censor que de cualquier otra cosa. Especialmente en este caso. “Fue horrible -explica Graciela- con periodistas y presentadores de televisión fascistas diciendo cualquier cosa. Yo estaba filmando con Vicente Aranda en España y le puse el pecho a las balas: tenía que pedir permiso para salir del país. Fue un aquelarre. Lo que decían y pensaban sobre Kindergarten era una tontería tan grande que casi causa gracia. La película quedó condenada. Yo creo que en realidad todo era contra Polaco. Lo que hizo después fue lo que pudo hacer, no lo que quería, lo que salía de su corazón. Le tuve mucho cariño a Polaco; era una muy linda persona. Lo quise ver luego, pero él no quería ver a nadie, aunque tuvo a sus amigos, que lo acompañaron. Creo que lo destruyeron y el final fue muy triste”.
La película, finalmente, quedó en un limbo. Se puede ver en festivales, no se editó en digital, no tuvo el estreno que hubiera merecido ni el juicio crítico que la hubiera puesto en su lugar. Hoy, además, sería infilmable: han cambiado algunas condiciones y la indignación del público se enciende mucho más con imágenes como las de niños desnudos que con las escenas eróticas, incluso si unas y otras no están relacionadas. Jorge Polaco falleció en 2014.
Después de Kindergarten y la ordalía que implicó el juicio, el desprecio de mucha gente, la censura tolerada por demasiadas personas, realizó tres largos más: Siempre es difícil volver a casa (un policial “gran público” con Dady Brieva y Miguel del Sel); su experimento kitsch La dama regresa, con Isabel Sarli; el cuento Viaje por el cuerpo y su última película, Arroz con leche, nuevamente con homenaje a la Coca Sarli. Pero aquel cineasta revulsivo que había conseguido un público de culto se extinguió tras Kindergarten. No está mal, por lo tanto, que el Bafici -donde presentó justamente Arroz con leche, película invisibilizada de modo absoluto por el circuito de exhibición- le dedique una retrospectiva para conocer, aunque sea con dos películas, aquella experiencia: cuando recuperamos la democracia, Polaco era sinónimo de cine independiente. Kindergarten fue eso en más de un sentido: independiente. Y maldita, tanto como hace 35 años.
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