
Ozpetek: cine de sentimientos
"La ventana de enfrente" ("La finestra di fronte", Italia-Gran Bretaña-Turquía-Portugal/2003, color; hablada en italiano). Dirección: Ferzan Ozpetek. Con Giovanna Mezzogiorno, Massimo Girotti, Raoul Bova, Filippo Nigro, Serra Yilmaz, Maria Grazia Bon, Massimo Poggio. Guión: Gianni Romoli y Ferzan Ozpetek. Fotografía: Gianfilippo Corticelli. Música: Andrea Guerra. Edición: Patrizio Maroni. Presentada por Alfa Films. Duración: 106 minutos. Sólo apta para mayores de 13 años, con reservas.
Quien haya visto "El baño turco" y "El hada ignorante" reconocerá en este film el trazo persuasivo, terso y refinadamente sensitivo de Ferzan Ozpetek. Un estilo (quizá todavía en vías de definición) en el que las atmósferas, los escenarios, los objetos y hasta los colores tienen función expresiva y dicen tanto de los personajes como ellos mismos; un cine de caracteres y sentimientos más que de intrigas, si bien esta vez el misterio acerca del pasado de uno de los personajes motiva el avance de la acción y en cierto modo desencadena cambios en la conducta de los demás.
Hay dos historias que se integran -a veces fluidamente, a veces con alguna dificultad- en "La ventana de enfrente". La protagonista de una de ellas es una mujer que a los 29 años de edad y nueve de matrimonio ha debido sacrificar sueños y amoldarse a la falta de carácter de un marido apocado pero sensible, con quien comparte el sostén de la casa y los hijos, ya como empleada de un criadero industrial de pollos, ya con las piezas de repostería (su secreta vocación) que provee a un bar cercano. A Giovanna no le sobra el tiempo; apenas los minutos que antes de irse a la cama ocupa en fumar un cigarrillo y espiar con sigilo los movimientos de su joven vecino de enfrente, atildado y elegante como Clark Kent. Un respiro ante la crisis que asedia a la pareja.
La otra historia (hay una breve escena que la antecede, en el comienzo del film) viene con el desconocido que la pareja alberga cuando lo descubre perdido en un puente de Roma. El anciano -estampa aún elegante, modales distinguidos- parece haber perdido la memoria: sólo a ratos sale de su ensimismamiento y lo único que recuerda es un nombre -Simone- que los demás suponen es el suyo. Buscando establecer la identidad del hombre y disipar la nebulosa de su pasado (los números grabados en su brazo son la única pista cierta), Giovanna descubrirá pronto que también ella ha perdido en la vorágine de la rutina sueños y deseos. La indagación sobre el anciano, con quien empieza a descubrir cierta secreta afinidad, termina por confundirse con la indagación sobre sí misma, sobre todo después de que el azar le permite asomarse a ese mundo ideal que atisbaba en la ventana de enfrente y la impulsa a asumir, en plena conciencia, su elección de vida. No se trata sólo de sobrevivir, como le aconseja el nuevo, entrañable amigo: cada paso que damos, cada vínculo que establecemos es para siempre: quedarán vivos en la memoria y la memoria basta para que no haya soledad.
Sensibilidad y delicadeza
Al superponer una crisis conyugal, las desdichas íntimas de una mujer en busca de su identidad y los recuerdos de un sobreviviente del Holocausto que eligió el sacrificio por amor, Ozpetek corre el riesgo de la dispersión y la confusión. Si lo sortea con bastante éxito y logra hacer coincidir elementos tan dispares en una historia coherente es porque todo se articula en el lenguaje de los sentimientos, un terreno en el que el cineasta ítalo-turco se conduce con una delicadeza y una sensibilidad que bien podrían prescindir de la música ampulosa de Andrea Guerra (y también de viejas piezas populares que dos o tres veces quiebran el clima aunque correspondan a la época evocada).
Otro factor decisivo son los actores. Massimo Girotti en especial por lo que su figura representa en el cine italiano y porque su señorío, su callado dolor y su vulnerabilidad se ajustan al personaje hasta volverlo inolvidable. Y también Giovanna Mezzogiorno porque, además de encanto personal, muestra que puede transparentar la interioridad de su rico personaje en miradas elocuentes, tonos de voz y gestos apenas perceptibles. Raoul Bova responde al tipo físico del galán, pero se ve algo perjudicado porque no se percibe química alguna entre él y Mezzogiorno; en cambio, sí la hay entre la actriz y Filippo Nigro, conmovedor en el papel del marido compasivo y con alma de chico. Como en "El hada ignorante", Serra Yilmaz se adueña, con gracia y espontaneidad, de todas las escenas en que aparece.
El otro personaje fundamental es Roma. Ozpetek sabe verla como pocos, descubrirla en su color, en sus sonidos, en sus callecitas de paredes vetustas, en sus rincones inesperados y en sus barrios populares (en este caso, el Testaccio). Lejos de cualquier postal turística, pero con el encanto inefable y la belleza que le dan su carácter único: una Roma que quizás a estas alturas se haya vuelto invisible a los ojos habituados de los cineastas italianos.




