
Película sobre la desesperanza
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"El pequeño ladrón" (Le Petit Voleur/ Francia/ 1999). Presentada por Primer Plano. Dirección: Erick Zonca. Guión: Erick Zonca y Virginie Wagon. Fotografía: Pierre Milon. Con Nicolas Duvauchelle, Yann Tregouet, Jean-Jerôme Esposito, Martial Bezot. Duración: 65 minutos. Para mayores de 16 años.
Nuestra opinión: muy buena.
Después de la inesperada repercusión de "La vida soñada de los ángeles" bien podría haberse esperado del francés Erick Zonca un film aburguesado, consecuencia directa de los laureles unánimes que su ópera prima cosechó (tal vez exageradamente) en su país y en otras latitudes.
Pero "El pequeño ladrón" contradice de plano esos prejuicios: es un film incómodo y violento, breve y áspero como un guijarro. También afecto a algunas gratuidades que parecen surgir por haber tensado en exceso las cuerdas del tema que explora: la vida e identidad de los lúmpenes jóvenes suburbanos y los laberintos en que se encuentran atrapados sin salida.
En Orleáns, ciudad francesa de provincias, un muchacho abandona bruscamente su trabajo en una panadería y esa misma noche le declara a su novia de ocasión dónde está su futuro: no en la miseria del trabajo sin horizontes, sino en el rápido enriquecimiento mediante el crimen. El dinero de un primer hurto, tan iniciático como mediocre, lo deposita en la ciudad que eligió como meca: la mediterránea, hiperkinética Marsella. Pero el ingreso en ese mundo de marginales, organizados en bandas en pugna, estará lejos de ser, como creía, su liberación.
El protagonista será bautizado por su jefe directo con un anónimo "S" y deberá aceptar comenzar su carrera por lo más bajo de la escala: trabajos humillantes y tediosos, como limpiar la casa de la madre anciana de "Eye", su principal protector. O más tarde, cuando un proxeneta lo tome a préstamo, hacer una eterna guardia frente al cuarto donde se gana la vida una de sus prostitutas.
Desempleo y pobreza
En el grupo pululan los jóvenes que provienen, como el protagonista, de diversas regiones azotadas por el desempleo o la pobreza. Extraviados en ese mundo poblado de reglas y jerarquías, deberán seguir diversos ritos obligatorios, especialmente las obsesivas sesiones de putching ball y guantes a las que "S", débil y escuálido, se entrega en cuerpo y alma en un voluntario ejercicio de embrutecimiento. Sólo hacia el final ascenderá un peldaño, se le permitirá acompañar al grupo que atracará una lujosa casa en esos momentos vacía -la ironía final de sus primeros sueños- que será también su abrupta caída en desgracia.
Para retratar este universo claustrofóbico, sórdido y desesperanzado, Zoncka filma con un estilo veloz y voluntariamente desprolijo. La fotografía sin preciosismos y la cámara al hombro le permiten transmitir la nerviosa angustia que el personaje oculta detrás de su fachada contemplativa, de su aparente sangre fría. Enmarcada dentro de la corriente de realismo documental surgida en los últimos años, la apuesta de Zoncka queda empequeñecida frente a otros ejemplos de la misma tendencia (por citar un ejemplo, "Rosetta", de los hermanos Dardenne, que se pudo ver en Buenos Aires en el último festival de cine independiente), pero no es por eso menos valioso.
En el seco registro de esas vidas a la deriva, de tanto en tanto los diálogos banales entre los más novatos de la banda pueden despertar una dosis de ternura y el clima hostil, el implacable mutismo de "S" ser compensado con algunas escenas tragicómicas que rozan súbitamente el humor negro: un entrenamiento con su sombra lo lleva a magullarse la cara contra la pared; el desesperado intento de robarle a una anciana, a punto de un desenlace escabroso, termina con él huyendo peluca en mano.
En su búsqueda de originalidad y contundencia para retratar el mundo en que se mueve su desamparado personaje, a Zoncka tampoco le tiembla el pulso para endilgarle al espectador un par de escenas, filmadas con escalofriante frialdad, que bien podrían engrosar la lista de las más brutales del cine: una violación tan neurótica como gratuita o el navajazo bajo el reluciente sol de Marsella no pueden menos que dejar en suspenso al espectador desprevenido, aunque la contundencia de esas secuencias parecen quedar más cerca del efectismo que de la efectividad.
Hacia el final el círculo se cierra para volver al punto de partida y puede verse una débil luz en el fondo de ese túnel oscuro que es la existencia del personaje: "S", el sobreviviente, tal vez para siempre mudo, descubre que ni siquiera pudo pertenecer a un submundo marginal, a un universo de descastados. La única salida, parece sugerir el film, es el retorno a la acción colectiva, a la política en su sentido más básico. La moraleja apenas esbozada, plena de candor, no deja de redimir el permanente desasosiego que produce esta obra tan menor como, gracias a su ascetismo y a pesar de su brevedad, poderosa.






