El CETC, un cuarto de siglo y un film que le hace justicia
El director Juan Villegas presentó un adelanto de su película sobre un espacio clave de la experimentación musical
Antes que un lugar, el Centro de Experimentación del Teatro Colón fue una idea; pero una vez que ese espacio existió, se volvió imprescindible. La idea la tuvo Sergio Renán cuando, hacia 1990, le ofreció al compositor Gerardo Gandini que llevará al Colón las actividades y los conciertos dedicados a la música de vanguardia que solía presentar en el Instituto Goethe. Sin sala, el primer concierto, que incluyó Pierrot Lunaire, de Arnold Schönberg, se realizó en el Centro Cultural Recoleta. El traslado al Colón creó, más adelante, un pequeño campo de fuerzas, todavía con Gandini como director, un cargo que ocupó diez años. Ese campo de fuerzas dejó su huella en la música argentina.
Pasaron 25 años desde entonces, un tiempo que, dicho de otra manera (un cuarto de siglo) parece más, y a la vez menos, para una música tan joven. Para celebrar ese aniversario, el CETC convocó un concurso al que llamó "25 años de creación". El jurado estuvo integrado por Beatriz Sarlo, Martín Bauer y el compositor y director argentino Sebastián Zubieta. Lo ganó el cineasta Juan Villegas y el resultado de ese encargo, el film Los trabajos y los días, se proyectó por primera vez el viernes. Villegas lo presenta como un trabajo todavía provisional, pero lo cierto es que, después de verlo, deja la impresión de una provisionalidad que podría ser definitiva.
El principio constructivo es tan simple como revelador: un día en el CETC desde la mañana hasta la noche, es decir, desde que se limpian los baños hasta que termina la función. En el medio, hay infinidad de deliberaciones fragmentarias de los encargados de la producción y de los músicos implicados en los ensayos. Hacer una película sobre un centro de experimentación artística traía consigo la dificultad de no ser infiel a ese mismo espíritu experimental, y ya sabemos que John Cage definió lo experimental como un proceso cuyo resultado no puede preverse. Villegas despliega esa evolución como si su resultado fuera de veras imprevisible. Por supuesto, no hay nada simple, y la ilusión del transcurso deriva de una tarea microscópica de montaje. Hay sólo tres testimonios, todos en off: el de Miguel Galperin, actual director del centro, el de Sarlo y el del crítico Federico Monjeau.
Desde el principio, se hizo evidente la tensión productiva que existe entre la sala principal y la cripta de la experimentación, en el primer subsuelo. El musicólogo Pablo Fessel analizó lúcidamente la relación crítica que mantienen esas dos salas: a la forma redondeada, decorada y funcional de la herradura, el CETC opone un espacio rectangular y despojado; a la jerarquía social implícita en la estructura de platea, palcos y galerías opone un espacio móvil. Según Fessel, se trata, en definitiva, "de una confrontación de tiempos históricos y de estéticas, que se manifiesta no sólo en la arquitectura, sino, sobre todo, en aquello que ocurre en cada una de esas salas". Galperin confirma en parte esa presunción cuando, en esta película, supone que aquello que se monta en el CETC podría (debería, incluso) llegar algún día a la sala principal. Habría que introducir en este punto algún matiz. No podría decirse que todo aquello que pudo verse y escucharse en el CETC fuera, sin más, irrepresentable en la sala principal. Pero es cierto que aquello que propone el CETC es acaso inadmisible un piso más arriba.Como dice Monjeau, lo que logró el CETC es que las piezas que se ven allí "no se limiten a las expectativas del público sino que creen nuevas expectativas".
Sarlo hace otro señalamiento no menos crucial, que confirma lo dicho al principio: "Una institución es una idea, y luego es llevar una idea a una práctica. La idea del CETC de que allí iba a haber música del siglo XX, esa es la idea que pone Gandini y que demuestra que es posible". La película de Villegas está en curso. Pero nadie más que él podría hacerle justicia a esa posibilidad.
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