Entre Schiller y Verdi, Don Carlos
Don Carlos, Infante de España, la obra de Schiller del siglo XVIII, motivó a Verdi la ópera que escribió para sumarse a los grandes festejos en torno de la Exposición Universal de 1867 en París. Es cierto que el músico, aun aceptando que la Ópera de París era por entonces la más resplandeciente del mundo, era sin embargo exasperante para él. No sólo porque debía afrontar un idioma, el francés, con su especial entonación, que no era la propia, sino sobre todo por los insoportables (para él) clichés vinculados con el género, tal como lo concebían los franceses. Sin embargo, el gran autor de Rigoletto se sintió más que atraído por abordar el universo de Schiller, quien a través de su obra le inspiraba la posibilidad de geniales anticipaciones.
Los ideales que Schiller volcó en Don Carlos son los mismos que él abrazaba, ideales de libertad política, de rechazo a toda violencia contra el corazón humano, resentimiento contra el padre y exaltación de la amistad. La verdadera personalidad de Schiller se da en el trazado del marqués de Posa, pues este grande de España era en el drama alemán el portavoz de la humanidad, el auténtico campeón de la libertad en una corte rígida y retrógrada.
Se ha advertido que Schiller siente la necesidad de elevar a sus personajes a la categoría de símbolos. Lo da el hecho de que Rodrigo se sacrifique por su amigo Carlos, el hijo de Felipe II, pero al mismo tiempo por la humanidad entera, y su muerte significa el triunfo del concepto de libertad moral pese a la aparente victoria del tenebroso inquisidor. El resto de los personajes, tanto la figura de Felipe II, el de Isabel de Valois y la princesa de Eboli, aparece metamorfoseado bajo el idealismo schilleriano.
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Tema apasionante para Verdi, termina ofreciendo dos versiones de Don Carlos. La inicial, de 1867, en cinco actos, con el primero que transcurre en Fontainebleau. Es un añadido respecto de Schiller, y es el que conoció el público de París con el nombre original de la obra, Don Carlos, el 11 de marzo de 1867. Menos de tres meses después se la cantaba en versión en italiano en el Covent Garden de Londres y en octubre en Bolonia. La trayectoria de esta versión italiana, que pasó a denominarse Don Carlo, fue importante y así la conoció Buenos Aires en el viejo Teatro de la Ópera, el 17 de junio de 1873. De todas maneras encontraba resistencia en numerosos teatros a causa de su extensión, lo que llevó al autor a suprimir el acto de Fontainebleau, con lo cual pasa a contener sólo cuatro actos.
El personaje que da título a la obra, el infante Carlos, hijo de Felipe II y nieto de Carlos V, aparece aquí tan ennoblecido como lo había propuesto Schiller, gracias a una manifiesta alteración de la historia. Pero a medida que progresa el trabajo, se advierte que el infante entra a ocupar un segundo plano ante la dimensión de Rodrigo, marqués de Posa, y de la figura del propio Rey. A causa de ello, el inicial conflicto familiar adquiría contornos políticos que comprometían la libertad de los pueblos, con lo que Don Carlos obtuvo la tesitura de un drama filosófico en el que se discuten las antinomias de humanismo y despotismo, libertad y servidumbre. En segunda instancia se valorizó el concepto de la amistad, protagonizada por Carlos y Rodrigo.
He aquí, y con la monumental música de Verdi, lo que nos espera dentro de unos días, a partir del domingo 20, en el Teatro Colón.
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