El director iraní exiliado en Alemania Mohammad Rasoulof, quien fue condenado a azotes y ocho años de cárcel en su tierra natal, cuenta la historia de una familia como el micromundo de una nación
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La semilla del fruto sagrado (Dane-ye anjir-e ma’abed, Irán/Alemania/Francia/2024). Guion y dirección: Mohammad Rasoulof. Fotografía: Pooyan Aghababaei. Edición: Andrew Bird. Música: Karzan Mahmood. Elenco: Misagh Zare, Soheila Golestani, Mahsa Rostami, Setareh Maleki, Niousha Akhshi. Calificación: Apta para mayores de 16 años. Distribuidora: Impacto Cine. Duración: 168 minutos. Nuestra opinión: buena.
La cita en el inicio de La semilla del fruto sagrado deja en claro la metáfora que atraviesa toda la película. Un árbol cuyas semillas se esparcen en el excremento de las aves para depositarse en otros árboles que funcionan como huéspedes, a los que primero parasita y luego aniquila. El nombre de la planta, no inocentemente, es la Ficus Religiosa, también conocida como el “higo sagrado”. Con esa carta de presentación, Mohammad Rasoulof filma su película en Alemania -después de haber ganado el Oso de Oro en Berlín con There Is No Evil (2020)-, donde ha debido exiliarse tras una condena a azotes y ocho años de cárcel en su Irán natal. Su historia es ficticia pero la realidad en la que se inscribe es verdadera; basta recordar las multitudinarias protestas de 2022 originadas por el asesinato de Mahsa Amini, detenida en Teherán por no cumplir las normas del régimen teocrático en el uso del velo. La escalada de violencia es el contexto de la película, cuyos acontecimientos asoman en los celulares de los personajes.
Es difícil desprender a la película de su impronta de denuncia y de la necesidad del director de llamar la atención sobre las duras condiciones de sus compatriotas. Su recorrido en Occidente, los premios y celebraciones, no pueden aislarse del potente símbolo que representa y de cómo el arte encuentra como pocas veces el deber de su existencia. Pero más allá de todo aquello que la rodea, la pregunta siempre es si el valor coyuntural de una obra encuentra equilibrio con sus méritos artísticos. Y eso es algo que el cine iraní siempre habilita, en tanto muchos de sus artistas -como el emblemático Jafar Panahi- han debido practicar su oficio en el marco de hostigamientos y limitaciones del poder de turno. La semilla del fruto sagrado es una película signada por su tiempo, por la valentía de su director, pero también por esa compleja “necesidad” del arte de ser agente transformador de un estado de cosas.
La historia es la de una familia como microcosmos de una nación. Imán (Misagh Zare) ha sido nombrado investigador del Tribunal de la Guardia Revolucionaria, puesto que supone la antesala de un ascenso a juez de instrucción. Tiene una esposa y dos hijas; la primera, Najmeh (Soheila Golestani), celebra la posibilidad de una vivienda oficial y una paga más importante, las dos jóvenes, Rezvan (Mahsa Rostami) y Sana (Setareh Maleki), ignoran la actividad del padre y asisten a un agasajo marcado por el secretismo alrededor de sus motivos. Las protestas estudiantiles escalan en Teherán y repercuten en la familia: Imán debe interrogar a los detenidos, aún en contra de sus principios morales; sus hijas comienzan a percibir que el régimen no es todo lo que predica en medios oficiales y en la palabra de sus funcionarios. Najmeh se debate entre la lealtad al marido y su condición de mujer, ciudadana y madre, posiciones en pugna en un clima de creciente sospecha que atraviesa a la sociedad y se filtra puertas adentro de su casa.
Hay una escena que contiene lo mejor de la película. El único momento en el que percibimos que el cine puede hacerlo mejor que cualquier alegato. Imán está almorzando con un compañero del tribunal y expresa sus reparos por verse obligado a firmar una acusación del fiscal sin el tiempo necesario para la investigación. Antes de llevarse la comida a la boca, su interlocutor lo reprende: “No le gustás al jefe, quería a uno de los suyos para el puesto. Estará atento a tu primer paso en falso”. En ese instante, Imán levanta el tenedor, tose apenas y la comida se desliza sobre su camisa impecable. Su cuerpo lo ha traicionado. Rápidamente limpia los restos con una servilleta, pero una mancha persiste, rebelde, en su atuendo inmaculado. Un recuerdo de esa duda, un testimonio del miedo a la protesta de su conciencia.
La escena está al comienzo de la película, como un acercamiento sutil a una tragedia irrepresentable, pero lo que sigue oscila entre el trazado de un mapa efectivo de las tensiones que atraviesan un entorno doméstico cada vez más claustrofóbico y un derrotero algo más subrayado, derivado luego en un thriller forzado y efectista. Todos los actores dan lo mejor de sí, hay secuencias elocuentes (como el interrogatorio a manos de un “colega” al que Imán somete a su familia), pero cierta retórica insistente (la música que invita al lamento) y el exabrupto del final, cargado de simbolismos innecesarios y de un peligro impuesto por el guion, erosionan los méritos de un valioso recorrido por lo real y por sus dolorosas representaciones.
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