La sencillez del genio
Espectáculo coreográfico con Mikhail Baryshnikov. Programa: "Tryst", música de Bach, coreografía de Kraig Patterson; "Dance with Trhee Drums and Flute", música de Rosen Tousha, coreografía de Tamasaburo Bando; "In memorianJerome Robbins", con "Other dances", música de Chopin, y "A Suite of Dances", música de Bach, ambas coreografías de Jerome Robbins, y "HeartBeat: mb", concepción y diseño sonoro de Christopher Janney, dirección coreográfica de Sara Rudner, música adicional de Samuel Barber. Interludios musicales con partituras de Mozart, Brahms y Ginastera a cargo del White Oak Chamber Ensamble, compuesto por Conrad Harris, Jennifer Frautschi, David. J. Bursack, Adam Grabois y Pedja Muzijevic. Teatro Colón.
Apenas se abrió el telón, el hombre, sencillamente vestido con camisa y pantalones blancos, quiso comenzar su actuación. No pudo hasta que saludó con sobrias reverencias al público, que con ardor y durante varios minutos lo aplaudió y gritó bravos desde el vamos. Es que el regreso de Mikhail Baryshnikov conmociona. Su figura (¿quién puede darle 50, cuando con su físico en estado excelso y la coordinación excepcional de sus movimientos parece un adolescente?) llena el inmenso escenario y crea un efecto hipnótico en la audiencia, que fue de la admiración fervorosa después de cada pieza que bailó al silencio profundo, respetuoso, del tipo que provoca la reflexión y el entendimiento de que el arte no requiere de efectismos, sino de personalidad. Más bien, de genio, como en este caso.
Así como parece un chico en lo que respecta a la silueta, en él están inmersos siglos de sabiduría. Ha superado todas las fronteras; está más allá de cualquier actitud que busque el entusiasmo fácil. Su programa de solos está compuesto por obras poco comunes, incluyendo algunas que no se adentran rápidamente en la comprensión del espectador. Sin embargo, la sala, repleta, supo asimilar cada instante y así lo manifestó, ovacionando no por cholulismo al famosísimo bailarín, sino a la danza en sí, en la concreción de un artista supremo.
Refinado, sobrio, con los acentos precisos para que apareciera toda la gama de estilos y, por ende, de las sensaciones que cada instante provocó, el espectáculo intercala partes musicales, a cargo del excelente White Oak Chamber Ensemble, que ejecutó partituras de Mozart, Ginastera y Brahms. No se trató de simples interludios para dar tiempo al aliento y a cambios de vestuario de Baryshnikov: fue otro de los atractivos en una velada de características inusuales. Cada partitura, a cargo de los instrumentistas de cuerdas Jennifer Frautschi, David J. Bursack, Conrad Harris y Adam Grabois y el pianista Pedja Muzijevic, fue la delicada y necesaria introducción para lo que continuaba. Esta combinación alegró y dio vuelo espiritual tanto a la vista como a los oídos.
La inteligencia de la madurez
En ningún caso hubo en Baryshnikov exhibición de la fenomenal técnica que lo hizo célebre. Pero el extracto de su experiencia, la calidad y la altura del conocimiento de lo que es su profesión, están inmersos en pasos, gestos, port de bras. Es un hombre que ha recorrido caminos sin cesar de concretar lo que realmente le interesaba. Su mirada tiene otra hondura, su casi obsesiva búsqueda de la sobriedad da mayor fuego a su actuación. Habla con su cuerpo y cuenta su historia a través de él. No puede esconder su gran escuela clásica y asume otros estilos con total espontaneidad. Por eso, este programa contiene la inteligencia de la madurez, muestra lo que realmente existe dentro del alma de un bailarín, sin necesidad de brillos ni fanfarrias.
Subyuga. Baryshnikov crea un efecto catatónico que implica transmitir, enseñar, difundir lo que es nuevo y distinto para que la gente abra su mente y lo olvide como estrella del clasicismo. Sin temor, se adentra en territorios desconocidos hasta armonizar con cada mundo, como si fueran suyos desde siempre. Tal lo que sucede con la obra del japonés Tamasaburo Bando, "Dance with Three Drums and Flute", con música tradicional del nipón Rosen Tousha e inspirada, asimismo, en la danza ancestral de Japón. Con vestimenta típica, Misha realiza un baile de silencios y efímeros arrebatos. Los pasos, con las rodillas casi siempre plegadas, arrastrando los pies en caminatas exactamente preestablecidas, son leves, pequeños. El giro súbito de la cabeza hacia un costado, la contracción de una pierna, la estructura coreográfica en diagonales, los brazos que hacen simbiosis de la suavidad femenina y aires marciales dan dignidad a la figura. Ascético, con breves equilibrios que marcan cierta acentuación, el bailarín adquiere la majestuosidad y simpleza de la estética japonesa, que en sus códigos copia la armonía de la naturaleza.
Antes había bailado "Tryst", la obra más luminosa del programa, una coreografía de Kraig Patterson que apela a giros con diferentes dinámicas, brazos que se mecen con soltura, algo así como la alegría interior que acompaña a un atardecer radiante. Aquí invoca un espíritu juvenil y esperanzado. En algunos detalles, estirando sus empeines o en contemporáneos deboulés , se ven los signos de su impresionante técnica clásica, ahora, modulada hacia todos los rumbos.
En 1979, la primera vez que estuvo en Buenos Aires, bailó el dúo "Other dances", de Jerome Robbins, junto a Patricia McBride. El gran coreógrafo que creó esta obra para él y Natalia Makarova, que falleció hace poco.
En un fragmento, Baryshnikov quiso hacerle un homenaje bailando la mazurka de esta pieza y la sarabanda de otra, "A Suite of Dances". No se usa el vestaurio que habían diseñado para ellas, sino una simple camisa azul y un pantalón negro. Entonces, lo que hace casi veinte años mostró con tintes de humor, ahora es melancólico. En "Other dances" se deja lánguidamente llevar por la música, al piano en vivo, de Chopin. Sus pasos tienen energía, más su cara exhibe tristeza. Más angular, honda y definitivamente, un adiós bailado, en la sarabanda, con música de Bach, están inmersos los recuerdos, la resignación de la ausencia y la idea de que mediante sus obras, Robbins perdurará por siempre. Sobre todo, si Baryshnikov sigue bailándolas.
Cuando late un creador
"HeartBeat: mb" cierra una función extraordinaria con una idea única. Con un pantalón colorado, torso al desnudo, el bailarín lleva sobre su pecho electrodos que emiten continuamente, a través de amplificadores, el latido de su corazón. Improvisa su danza, sorprendido, divertido, jugando con la constante sombra rítmica (si parara, también cesaría la vida) en caídas, reposos, girando sus manos como alas de picaflor, escuchándose a sí mismo y extrayendo del eterno bum-bum una nueva sucesión de pasos.
Son los suyos, así como el latido, a veces más acelerado, otras, más débil, es el propio. Entonces, surje el Baryshnikov que no sigue el estilo de nadie, sólo el suyo. Humorístico, irreverente, serio, meditativo, cuando abre violentamente los brazos el sonido se convierte en el de un huracán cardíaco.
Hace malabares con la luz. Sus manos sostienen algo invisible. Quizás, el corazón que quiere exponer al público. Seguramente, es lo obra que más lo revela y refleja en su decidida personalidad, la de un bailarín que amalgama todas las técnicas, que alía piel, espíritu y mente en perfecta coordinación, que expande la emoción por medio del movimiento barriendo todas las fronteras. También él debe haberse conmovido cuando, al finalizar, desde el paraíso a la platea, el teatro Colón vibraba con su nombre.
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