Malvinas: cómo la prohibición de pasar música en inglés desencadenó un boom por el rock nacional, que los músicos aprovecharon para “bajar un mensaje de paz”
El Festival de la Solidaridad Latinoamericana marcó un punto de inflexión para los artistas locales; el recuerdo de Daniel Grinbank, Alfredo Rosso y Alejandro Pont Lezica y la historia de Stephanie Nuttal, la baterista de Sumo que dejó el país tras el desembarco en las islas
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A la baterista inglesa Stephanie Nuttal le quedaban pocos días para terminar su extraña aventura argentina. La despedida la organizó Timmy McKern en la casa que la familia escocesa tenía en Hurlingham y estuvieron todos los que entonces formaban Sumo, el grupo que cantaba en inglés cuando, por un decreto del dictador Leopoldo Galtieri, la música en inglés no podía sonar en las radios argentinas.
Su último show había sido en un local adaptado al under en un primer piso en la esquina de Santa Fe y Pueyrredón, donde se los anunciaba como “el grupo norteamericano Sumo”. Era en abril, pero no tanto el ritmo tibio sino más bien una paranoia ambiente alta la que terminó de convencer a la chica que Luca Prodan había conocido en Manchester de volverse a su país. Los padres de Nuttal seguían la guerra desde Inglaterra, de cuyo inicio se cumplen hoy se cumplen cuarenta años, y habían escuchado que la Royal Air Force se aprestaba a bombardear las bases aéreas argentinas en tierra. Sumo ensayaba muy cerca de la base de Palomar y los Nuttal se habían vuelto cartógrafos: entendían que la baterista estaba en el blanco. Dejó el país el 12 de abril de 1982, diez días después del desembarco argentino en las islas del Atlántico Sur y su historia entonces secreta condensa el complejo lazo entre el rock argentino (a partir del 82, “nacional”) con la improvisada operación militar que terminó con la rendición del 14 de junio. Una bisagra que marca el principio del fin de una de las dictaduras más sanguinarias de Latinoamérica a la vez que el pasaje del rock de nicho contracultural a fenómeno de masas. Para ponerlo en términos propios: el largo y escabroso camino que fue del “monstruo grande” de León Gieco (“Solo le pido a Dios”) a “La Bestia Pop” de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota.
La baterista inglesa tenía que irse mientras el rock ensanchaba su convocatoria al punto que, desde la cúpula militar, les llegó a los productores Daniel Grinbank, Alberto Ohannian, Pity Irunigarro y Oscar López la sugerencia de organizar un festival que diera testimonio del apoyo de la cultura joven a una guerra que, todavía, despertaba fervores nacionalistas en la sociedad. La Plaza de Mayo en la que Galtieri, enardecido, convocó de manera pueril al “Principito” no estaba llena de extras ni fue un montaje de (la cineasta alemana) Leni Riefenstahl. Y el así llamado Festival de la Solidaridad Latinoamericana convocó el 16 de mayo en la cancha de rugby de Obras a casi 70.000 jóvenes (entonces el rock no era transgeneracional) y a casi todos los artistas que habían sonorizado la contracultura: consagrados como Charly García, León Gieco, Luis Alberto Spinetta, Litto Nebbia, Raúl Porchetto, Nito Mestre y Pappo (invitado por Dulces 16) y revelaciones recientes como Juan Carlos Baglietto o Zas, que había sido un año antes soporte de Queen en Vélez. El régimen que había mandado a morir a conscriptos inexpertos de todo el país requería de la misma generación (los que pagaron con alimentos y abrigo que nunca llegaron a destino) para dar un golpe de efecto masivo transmitido en directo por Canal 9 y las FM de Radio del Plata y Rivadavia.
Cuarenta años después, Daniel Grinbank se sincera: “Y, la verdad es que fue como una utilización mutua. Creo que la sugerencia vino desde el Ejército y lo que necesitaban era un apoyo del rock a esa euforia nacionalista en la que se vivía. Para los músicos era todo lo contrario: una oportunidad para bajar un mensaje de paz aprovechando ese paréntesis de la música en inglés que, para todos, era una aberración cultural. Con el tiempo el festival se volvió algo polémico pero los que estuvimos del lado de adentro sabemos que algo tan sencillo como hablar de paz era subversivo en mayo del 82″.
Hoy involucrado con la versión inmersiva de Van Gogh, Grinbank venía entonces de ser el manager de Serú Girán y de haber producido el regreso de Mercedes Sosa en el Teatro Opera, el 18 de febrero. “Solo por eso mi teléfono estaba en todas las agendas de los servicios de inteligencia de las tres fuerzas”, recuerda para dar una idea del contexto en el que se produjo el simbólico reencuentro de Mercedes con su público luego de tres años de exilio forzado. Si el rock, desde Onganía, era para la dictadura parte de la implantación de una cultura foránea, ¿por qué no organizaron una fiesta folklórica? La respuesta es sencilla: el show de Serú Girán en La Rural (60.000 personas en diciembre de 1980) y, de inmediato, el shock de Queen en Vélez en el verano del 81 consolidaron el poder de convocatoria que el rock trasuntaba. Los dos conciertos masivos ya habían anticipado esa “utilización mutua” de la que Grinbank hablaba.
El show de Serú había sido auspiciado por ATC con su programa Música prohibida para mayores y la llegada de Queen fue pavimentada por la aceitada relación que el empresario Alfredo Capalbo tenía con el gobierno. A Queen le pasaron factura en la misma Inglaterra: habían tocado en la Sudáfrica del apartheid y en un país sudamericano regido por una dictadura cuyos crímenes de lesa humanidad ya eran notorios para Europa y Estados Unidos. Charly García, con o sin las cámaras de ATC, era el mismo que escribió “No pasa nada, nadie pasa solo una banda militar/desafinando el tiempo y el compás” en “Superhéroes”. También 1982 (octubre) y todavía, aunque desgastada, dictadura militar.
La prohibición de pasar música en inglés sorprendió al periodista Alfredo Rosso un fin de semana en el que la dictadura había dispuesto un apagón en Buenos Aires como simulacro a un posible ataque aéreo inglés. “Marcelo Morano había armado la FM de Rivadavia y me llamaron de apuro para programar diez horas de música en castellano para El tren fantasma. Por suerte había de todo y lo puse: desde Los Gatos al rock progresivo de los 70 y las cosas nuevas que estaban apareciendo”. Rosso también formaba parte de la revista Expreso Imaginario, en los kioscos desde 1976, y cree que es exagerado pensar que esa prohibición catapultó la masividad del rock nacional: “Es cierto que sonaron cosas que por ahí no se pasaban antes pero ya había música argentina en algunos programas y para septiembre, pasada la guerra, todo volvió a ser como antes en la radio. La diferencia es que se empezaron a vender muchos discos de rock y eso no paró hasta el 89″.
Lo mismo piensa Alejandro Pont Lezica, hoy director de Radio Nacional, que entonces era uno de los disc jockeys más populares y ponía música en los programas Una pila de vida y El sonido de la fama. “El umbral se había empezado a cruzar entre el 80 y el 81, cuando en los bailes de Obras se ponía Crucis o Pescado Rabioso para recibir a la gente y ‘Seminare’, Pastoral y Banana en los lentos. En la radio el cambio fue que pudimos usar los discos enteros y hay que pensar que todavía en el 81 y 82 el tocadiscos era tan central en una casa como la televisión: se vendía muchísima música”, observa.
Para Pont Lezica el rock argentino no se hizo pop por un decreto sino por el golpe de efecto que provocaron el giro de Charly García (Clics modernos) y el ascenso de Los Abuelos de la Nada, G.I.T, Zas, Virus y Los Twist. “Cuando el rock entra en las discotecas cambia todo. Ya se bailaban ‘Peluca Telefónica’ y ‘Yo no quiero volverme tan loco’, pero a partir del 83 es mucho más notorio y la industria discográfica se decide a invertir fuerte”. El efecto era tal que, observa Rosso, hasta una canción anti-discoteca como “La rubia tarada” se pasaba y bailaba en las discotecas. “Ese momento del rock argentino de los 80 no le debe nada a la guerra. Fue un momento de una creatividad tan irrepetible como la de Londres a mitad de los 60 o el grunge en los 90″, piensa Grinbank.
Pero Malvinas dejó su marca. Raúl Porchetto, que impuso como himno del Festival de la Solidaridad su “Algo de paz” (junto a León Gieco, Nito Mestre, Charly García y David Lebón) insistió luego con la balada “Reina Madre”, que hoy es un souvenir de época, tanto como la desafiante “Comunicado 166″ de Los Violadores, editada recién en 1985, para luego intentar un viraje pop con “Bailando en la vereda” (1986). Gieco, que había compuesto “Solo le pido a Dios” con la posibilidad latente de una guerra fratricida entre Argentina y Chile hizo con el tiempo un mea culpa de su participación en el festival. “Fue un invento de los managers para hacer algo porque todo el mundo estaba participando. El rock no quería formar parte del circo que fue lo de la guerra hasta que se decidió que había que aportar pero no desde el triunfalismo sino desde la paz. Me llamaron para cantar ‘Solo le pido a Dios’, un tema que los colimbas cantaban en las Malvinas y solamente por eso fui. Pero me sentí muy mal. Es el único recuerdo que tengo. Una sensación horrible”, le dijo en 1993 al periodista Oscar Finkelstein para el libro Crónica de un sueño.
La crítica interna quedó registrada en Recrudece, el segundo álbum de Virus, quienes junto a Los Violadores rechazaron la invitación a participar. Los Moura, que tenían un hermano desaparecido, apuntaron contra la manipulación del rock (y la supuesta complicidad de los artistas) en “Ay, qué mambo”: “¡Ay, qué mambo!, hay todo un cambio/ahora el rock vendió el stock/Nuestra canción salió al balcón/ ¿Hasta cuándo será este encanto?”. El álbum se presentó cinco días después de la rendición argentina en medio de manifestaciones contra la dictadura. Según recuerda Roberto Jacoby, letrista de Virus, los gases lacrimógenos llegaron hasta la puerta del teatro Olimpia, en Sarmiento y Esmeralda, mientras el grupo culminaba un show con 14 cambios de vestuario.
“Nadie tiene un buen recuerdo de todo eso porque fue un momento de mierda”, resume con elocuencia Rosso. El 16 de mayo de 1982 llegó a Obras a las cinco de la tarde y consiguió arrimarse al backstage en el que permaneció hasta bien entrada la noche. Cree que el festival tuvo “mala prensa” y que acaso los músicos fueron un poco inocentes en su relación con el poder. “En todo el tiempo que pasé no escuché una sola arenga nacionalista. Los músicos y la gente que estaba ahí querían la paz y ni siquiera se cantaba aquello de ‘El que no salta es un inglés’. Pocas veces vi tanta comunión entre los artistas y el público como ese día. En plena guerra también se editó Kamikaze, que es uno de los mejores discos de Spinetta. ¿Alguien va a decir que fue colaboracionista por eso?”, pregunta.
Alfredo Rosso es el único que estuvo en el evento multitudinario de Obras y en la ceremonia secreta en Hurlingham. Salió en tren con Roberto Pettinato, su editor en Expreso Imaginario, invitados por los Sumo para el asado con el que se despedía a la menuda Stephanie. Describe el ambiente como “lacrimógeno” y la incomodidad de la baterista que no quería irse pero tampoco quedarse (¿The Clash?) y recién volvió a Buenos Aires en 2012. Dice que Luca Prodan lo llamó aparte para comentarle que había leído una nota suya sobre el trovador John Martyn y que le había gustado mucho. “Pero también me dijo, con su tono único, si no me molestaba que la hubiera leído en el baño”. Cosas que pasaban mientras se especulaba hasta con la posible intervención de la Unión Soviética en favor de la Argentina y el radar de García pasaba al piano la vibración ambiente con “No bombardeen Buenos Aires”. Nunca más también.
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