En más de 25 años, pasó de marcar el under porteño desde Nave Jungla, tuvo el hit del verano 2012 ("Please Me") y tuvo uno de los shows más celebrados del último Lollapalooza
Esta nota se titula ‘el puto amo de las bandejas’, ¿no?”, pregunta Javier Zuker mientras almuerza un curry de pollo en su bar favorito de Colegiales y se ríe de lo que acaba de decir. Aunque entre los DJs argentinos hay otros más estelares, lo que hace distinto a Zuker es su pertenencia al mundo del rock nacional: grabó con Luis Alberto Spinetta y Gustavo Cerati, y este año dio uno de los shows más celebrados del Lollapalooza local con Poncho, su banda de canción electrónica (el Perry’s Stage quedó convertido en una multitudinaria rave diurna).
Además, acaba de cumplir 15 años trabajando en Radio Metro, donde es parte del equipo de Basta de todo, el programa conducido por Matías Martin. Almorzamos acá porque estamos a un par de cuadras de la radio, y en un rato Zuker se tiene que ir.
Pero antes, Dante Spinetta y su hijo Brando entran al bar. Zuker está de espaldas a la puerta así que no los ve, pero apenas Dante se da cuenta de que estamos ahí (“¿Ese es Zuker?”, le pregunta a su hijo), se acerca a saludar. Se conocen desde hace más de 25 años, es decir, desde que Dante tenía la edad de Brando. En esa época, Zuker era el DJ de Nave Jungla, el antro díscolo que Sergio Aisenstein, socio de Omar Chabán, abrió después del cierre del mítico Café Einstein; y los IKV, unos raperos púberes que recién empezaban a salir a bailar. “Fue el cumpleaños de tu hermana, ¿no?”, le pregunta Zuker a Dante. “La tengo que llamar.”
Zuker, de 52 años, me cuenta después que en la época de “La Nave” –como solían decirle– Catarina Spinetta salió un tiempo con Sebastián, su hermano menor, y que todo el grupo de amigos solía pasar el tiempo en la casa de los Spinetta, donde conoció a Luis Alberto. “Yo era fan de su primera época y del disco Kamikaze, pero no lo tenía en un pedestal: en mi pedestal estaba Luca Prodan”, dice. Unos años más tarde, cuando el Flaco se fue de vacaciones a Punta del Este con Carolina Peleritti –su novia del momento–, solía pasar por Tequila, el boliche en el que Zuker hacía la temporada. “Hablábamos un montón sobre funk, hip-hop y música negra”, dice.
En “Tantra Sky”, el tema que cierra Ponchototal (2010), el debut de Poncho (del que salió “Please Me”, el hit del verano 2013 cantado por Maxi Trusso), Spinetta pone una voz voladísima sobre unos sintetizadores que parecen pasados al revés, al estilo de “Tomorrow Never Knows” de los Beatles, y una base de acid-house que suena como Primal Scream. La letra, escrita por el propio Luis, sintoniza psicodelia: “La ilusión es una cebra y tú eres el pasto/¿Cuántas veces he nacido hoy en este Tantra Sky?”, se pregunta. Según Zuker, la idea en Poncho siempre es “sacar a los invitados de su zona de confort”, sin importar si se trata de un prócer como Spinetta, una figura pop como Chano o Dread Mar-I, o un cantautor indie de 18 años como Simón Poxyran.
Y ese trato igualitario es una característica saliente de la personalidad de Zuker, que no sólo se siente cómodo navegando en los márgenes del rock y en el ojo del huracán del mainstream, sino que se encarga de unir ambos mundos cada vez que puede. En “Mate con Zuker”, su columna en Basta de todo, invita a músicos a tocar en vivo en el estudio, tratando de que haya “un 90% de grupos nuevos”. Hoy es la excepción: el invitado es Coti. “No se puede creer la cantidad de hits que tiene”, dice Zuker, mientras la camarera del lugar me da la cuenta y él me la saca de las manos. “¿Estás en pedo? Pago yo. Vamos que es tarde.”
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Al igual que el Cafe Einstein, donde despegaron bandas como Sumo, Soda Stereo, Virus y Los Twist, Nave Jungla concentraba a un público con la cabeza lo suficientemente abierta como para asistir a fiestas con enanos fisicoculturistas, faquires, indios que escupen fuego y demás excentricidades, y marcó un hito en la noche porteña desde el corazón de Palermo Viejo (el local quedaba en Guatemala y Scalabrini Ortiz), que en esa época no era Soho, ni Hollywood ni mucho menos cool. Zuker llegó primero como público. “Me gustaba porque era un lugar rockero en el que podías escuchar otra música: sonaban Iggy Pop, los Pixies, Jane’s Addiction”, dice. En sintonía con los primeros videos que empezaban a circular en MTV, esa particular pista de baile se fue convirtiendo en el punto de encuentro de una escena que se reconocía a sí misma en el mestizaje, algo que terminó de consolidarse a partir de 1991, cuando Zuker debutó como DJ del lugar. “Era un caradura: pasaba música con un discman, no sabía mezclar y desconaba los parlantes de tanto subir el volumen”, dice. “Pero podía poner a los Chili Peppers y Rage Against the Machine, además de darle una impronta un poco más hip-hop con Cypress Hill, Run-DMC, los Beastie Boys y todo eso. Era una época, man.”
Entre los músicos que frecuentaban sus sets estaba buena parte de la incipiente “nación alternativa” local, desde los Fabulosos Cadillacs (“Flavio venía siempre”) hasta Babasónicos, pasando por unos jovencísimos IKV. “Yo tenía 14 años la primera vez que fui”, dice Dante. “La Nave no era el mejor ámbito para un niño de esa edad, era medio violento. Pero, a la vez, era el único lugar en el que podías escuchar una música que estuviera al día con lo que pasaba en el mundo. El orquestador de eso era Zuker. Tenía mucha data. Antes de que hiciéramos Chaco, él fue el que nos introdujo en el funk.”
Zuker era fan de la música negra desde chico: el primer disco importado de su colección fue el debut de Chic, que su mamá le regaló en unas vacaciones por Brasil en 1979. También iba a la matiné de boliches como New York City y Pigalle, y les compraba casetes a los DJs del lugar. Al rock llegó un poco más tarde, con la Guerra de Malvinas, cuando los interventores de las radios dieron la orden de no pasar música extranjera. Por esos años, en unas vacaciones en Villa Gesell con amigos, vio a Roberto Pettinato gritando con un megáfono en el centro de la ciudad, agitando un cartel que decía: “Hoy toca Sumo”. Los fue a ver y le encantó. Al poco tiempo, de hecho, logró que la banda tocara en El Depósito, el bar que regenteaba su tío. “Yo era chico, pero empecé a curtir recitales en lugares de la época, como Jazz y Pop, el Zero, la primera Esquina del Sol”, dice. “Del día de la inauguración de Cemento me acuerdo perfectamente.” En definitiva, Zuker se pasó los 80 recorriendo cada boliche, bar, disquería y recoveco del under porteño. No era tan raro, entonces, que una década más tarde la escena rockera se concentrara alrededor suyo en Nave Jungla: el DJ del que empezaba a hablar todo Buenos Aires conocía perfectamente el terreno en el que se movía.
Desde la cabina de La Nave, en ese rol de socializador de las últimas novedades (en un contexto, además, en el que los grandes jugadores de las radios locales le daban la espalda completamente a la música negra contemporánea), Zuker se convirtió en un nombre reconocible de la escena mucho antes de que se instalara la cultura del DJ como celebridad. “Para mí, era un divertimento”, dice. “Y una manera de ganar algo más de guita.”
De día, Zuker trabajaba como corredor de una empresa de botones y cierres: cargaba su maletín con muestrarios de mercadería y se pasaba las mañanas visitando comercios de Once y Avellaneda en los que ofrecía sus productos al por mayor. En un momento, su cartera de clientes regulares –a los que atendía por teléfono– creció al punto de que ya casi no necesitaba salir de su casa. Eran los primeros 90: un peso valía un dólar y eso significaba que, si eras un poco curioso, te sobraba algo de plata y tenías tiempo libre –como era el caso de Zuker–, pudieras ir a satisfacer esa curiosidad a los lugares en los que pasaban las cosas. “Con lo que ganaba como DJ, me iba de viaje y seguía comprando discos”, dice. “Era espectacular.”
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Sentado en un sillón de una plaza en el living de su PH, Zuker le baja el volumen a la tele, donde miramos de reojo un DVD de un show de Prince, y dice: “A mí no me gustaba el house: me aburría, me costó mucho entenderlo”. Eso era lo paradójico de su éxito: que se trataba de un DJ que no pasaba música electrónica. Pero, en sus primeros viajes, sus gustos se ampliaron cada vez más. A mediados de los 90, fue a Nueva York y conoció el Sound Factory Bar, un lugar chiquito pero clave para la escena, en donde vio a un dúo de DJs llamados Masters at Work que le cambió la cabeza. “Ellos ponían house, pero mezclado con música disco, que era lo que me gustaba a mí”, dice. “Cuando vi que existía una electrónica que podía incorporar samples de otros géneros, se me abrió una puerta enorme. Mirá, escuchá esto.” Zuker se estira para agarrar la compu que tiene conectada al equipo de música, scrollea un rato largo por una carpeta con cientos de temas y finalmente le da play a un track de la Street Corner Symphony, un house tocado con instrumentos reales que también se llama “Street Corner Symphony”. “Con este tema hice el crossover”, dice.
"Siempre supe que él iba a ser el gran DJ argentino", dice Hernán Cattaneo. "Tiene ese toque rockero que a la gente le encanta."
Varios años después de haber empezado a pasar música, se compró unas bandejas y un mixer –el kit básico del DJ antes de la llegada del mp3–, y le pidió a un amigo que le enseñara a mezclar. A ese amigo lo había conocido a fines de los 80, porque tenía una disquería en Cabildo y Juramento (no casualmente llamada “Sound Factory”) a la que Zuker solía ir a comprar discos importados. Era Hernán Cattáneo, que para entonces ya se había convertido en el DJ local con mayor proyección internacional y trabajaba como residente de Pachá, antes de irse a vivir a Londres, donde terminaría convirtiéndose en un ícono mundial de la electrónica.
“Sin embargo”, dice Cattáneo, “cuando Zuker empezó a poner house, nuestros estilos seguían siendo diferentes. A mí me gustan las mezclas lo más imperceptibles posible, mientras que él, en cambio, quiere que todo el mundo se dé cuenta del tema que acaba de poner. Yo paso un house más progresivo, él lo mezcla con pop, rock y soul. Yo vuelo como Pink Floyd y él agita como los Stones. Y por eso siempre supe que él iba a ser el gran DJ argentino: porque tiene ese toque rockero que a la gente le encanta”.
Ese estilo particular se potenció todavía más después de un viaje de Zuker a Londres, en el que descubrió el big beat, un subgénero de la electrónica relacionado con el punk, que usa beats pesados y distorsionados, además de samples de rock y pop. “Yo escuchaba a los Chemical Brothers y Fatboy Slim, y pensaba: ‘El big beat es lo más rockero que hay, ¡y en Argentina ni se enteraron!’”, dice.
Fue más o menos por esa época que Cattáneo, cansado de ver cómo su amigo no se animaba a dejar de vender botones para dedicarse a la música, lo recomendó para trabajar en la terraza de Pachá. Al ser una pista secundaria, Zuker se daba el gusto de hacer un poco de freestyle: además de sus últimos descubrimientos en el terreno de la electrónica, ponía temas de Sumo, Iggy Pop y AC/DC. La pista era, básicamente, una sucursal de este living con cientos de discos en todos los formatos posibles, distribuidos en varios muebles y en el piso. (De todos modos, dice, la mayoría de su colección –miles de discos– la tiene en un depósito: de lo contrario no podría vivir en su casa.) “Hay algo que siempre sentí, y que confirmé trabajando como DJ”, dice. “Y es que, una vez que tenés a la gente ahí, podés hacer cualquier cosa y va a estar bien. Simplemente tenés que confiar en vos mismo.”
Sobre el final de la década en la que despegó como DJ, Zuker recibió una propuesta que confirmaba el buen momento de su carrera. Pedro Moscuzza, el baterista de Cerati, lo invitó a un cumpleaños del ex líder de Soda Stereo y, esa misma noche, Gustavo le propuso a Zuker que se sumara a las primeras sesiones de composición de Siempre es hoy (2002), un disco en el que Cerati se inclinaría un poco más hacia la electrónica que en Bocanada (1999). Eran zapadas que duraban horas, en el estudio Del Cielito, con Moscuzza, Fernando Nalé, Flavio Etcheto y Leandro Fresco. “Yo iba con vinilos y buscaba samples que les sirvieran a las canciones, incluso en vivo”, recuerda. “Le decía a Gustavo: ‘Che, ¿qué te parece si hacemos ‘Danza rota’ de Soda con esta base de música disco?’ Era divertidísimo.”
Esas sesiones duraron casi dos años. En el medio, en 2001, Zuker viajó a tocar a la Creamfields de Liverpool, meses antes de la primera edición en Argentina (de la que también participó, al igual que de casi todas las posteriores). Era su debut en el festival, pero lo que más recuerda Zuker de ese día no es su propia presentación. “Yo quería ver a los Avalanches, que venían de editar Since I Left You, un disco con 3.500 samples que me partió la cabeza”, recuerda. “Pero justo el frontman se fracturó, así que salieron dos de ellos a hacer un DJ set con cuatro bandejas, sin compu. Fue la primera vez que vi a alguien hacer mashups, y pensé: ‘Wow, esto es lo que yo quiero’.”
Los “mashups” –canciones creadas a partir de la mezcla de dos o más tracks, normalmente con la base instrumental de uno y las voces del otro– dieron origen a toda una escena de DJs bautizada como “bastard pop”, que editaba sus experimentos exclusivamente en la web, de manera extraoficial, por no contar con los derechos para publicar esos temas. Si Zuker había entrado a la electrónica a través del sample, ese día descubrió que había un camino todavía más rico por recorrer.
Inspirado en partes iguales por ese set de los Avalanches y por la experiencia de tocar con Cerati, en 2003 nació la Zuker XP, una banda de guitarra, bajo, batería, teclados, voces y DJ, que interpretaba en vivo los mashups que Zuker hacía junto a Fabián Picciano, un amigo de la adolescencia que, además de ser músico (tocaba el bajo), tenía la ventaja de estar siempre al día con los diferentes softwares de producción, una novedad para la época. Combinaban, por ejemplo, un tema de Sumo con otro de New Order, o uno de Queen con otro de Duran Duran. Si Zuker ya era naturalmente “hitero”, los shows de la XP eran ideales para el contexto de un festival, y, de hecho, la banda tocó en el Main Stage de Creamfields en 2004, 2005 y 2007, además de llegar al Vive Latino de México.
En 2007, la cultura electrónica ya estaba instalada en el país y contaba con el apoyo de las marcas. Ese verano, Zuker alquiló un chalet en Mar del Plata (“con pileta, obvio”), que funcionó como búnker de la XP durante 45 días de shows consecutivos en ciudades cercanas. Además de los músicos, se había llevado parte del equipo de trabajo de Cerati, incluyendo a Adrián Taverna, el sonidista leyenda que trabajó tanto con Riff como con Virus y Divididos, y que hizo más de 1.500 shows con Soda Stereo. Así de bien les iba. Sin embargo, Zuker ya sentía que tenía que dar otro paso. “Ese año tocamos en Creamfields antes de LCD Soundsystem y los Chemical Brothers”, dice. “Y fue como: ‘Listo, se cumplió el ciclo. Tenemos que empezar a hacer canciones nosotros’.”
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Con Picciano y el guitarrista de Turf, Leandro Lopatín, armaron Poncho en 2008. Cuando un año después se editó, en Ponchototal, el debut del grupo, “Please Me” era el track en el que confiaban para trascender más allá de la escena indie o electrónica. “Me acuerdo de que, al principio, Lea le había armado la melodía de la voz con pedacitos de voces que habíamos grabado para otras canciones”, dice Zuker. “Pero, apenas lo escuché, pensé: ‘Esto es un hit’.”
Faltaba definir quién lo iba a cantar, y entonces Zuker se acordó de que había visto en YouTube a un cantautor folk, onda Roy Orbison, con una voz alucinante. “Así fue cómo llegamos a Maxi Trusso: no era amigo ni nada”, recuerda. “Era re de otro palo, y nosotros le estábamos pidiendo que cantara un tema electrónico a 130 bpm.” El instinto de Zuker demostró estar bien calibrado, porque fue esa voz abismal que parecía surgir de las tinieblas la que terminó de darle al tema una épica avasallante.
Una vez que tuvo la canción terminada, Zuker se la mandó a Cattáneo, y Cattáneo alucinó: “Era una bomba que llegaba justo en el momento en el que ese pop electrónico gigante y con vocals se estaba poniendo de moda”, dice. “Le sugerí que se lo pasara a Paul Oakenfold o a Pete Tong, porque tenía potencial para ser un hit a nivel mundial.”
Zuker se puso en contacto con el management de Oakenfold y averiguó condiciones para que el DJ inglés produjera el tema. La respuesta no dejó mucho margen para la negociación: le pedían 25.000 dólares. Así que lo editaron como estaba, y esperaron a ver qué pasaba. “Tardó tres años en pegar”, dice Zuker. “Pero yo sabía que iba a pasar.”
En 2011, una agencia de publicidad se contactó con la banda para discutir la posibilidad de usar “Please Me” en un aviso televisivo de Frávega protagonizado por Ricardo Darín. (Originalmente habían ido por una canción del primer disco de Adele, pero el presupuesto no les daba para tanto.) Y así fue como Poncho llegó a cada hogar del país y conquistó tanto a Marcelo Tinelli como a... ¡Paul Oakenfold! “¡Se dio vuelta la tortilla, boludo!”, dice Zuker, que recuerda cómo el inglés se volvió loco al escuchar el tema durante una visita a Buenos Aires en el verano de 2012 –una época en la que “Please Me” le disputaba el título de hit de la temporada a “Ai Se Eu Te Pego”, del brasileño Michel Teló–, al punto de terminar remixándolo y editándolo por Perfecto Records, su propio sello a nivel mundial.
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Hay algo que define a Zuker. “Para mí, el protagonismo pasa por otro lado”, dice en uno de nuestros encuentros. “Incluso cuando era el DJ residente de ciclos que armaba yo, había noches en las que dejaba que pasaran música otros. Que vengan los pibes. En ese sentido, me siento muy poco egoísta.”
En 2013, por ejemplo, Zuker era el DJ de Fuerza Bruta –la compañía teatral fundada por Diqui James tras su experiencia en De La Guarda–, pero veía que Jaime James, el hijo de Diqui, no sólo era un gran musicalizador sino que se moría de ganas de hacerlo en público. Jaime tenía 18 años y prácticamente ninguna experiencia, pero Zuker le cedió su lugar. “Yo hacía bien mi trabajo, pero él quería comerse el mundo”, dice. “Le notabas la ansiedad, las ganas. Ya veías lo que iba a venir.” Hoy, bajo el alias de Louta, Jaime es el performer más impactante de su generación y uno de los artistas nuevos con mayor proyección: tocó en vivo apenas una decena de veces, y en cada show duplicó la convocatoria del anterior.
Las veces que nos vemos, se queja un poco de su edad (“Yo ya tengo 52 años, chabón”), coquetea con la idea de no volver a trabajar como DJ (“Vienen tres figuras internacionales por semana y no hay lugar para que se muestren los de acá: se rompió la escena”) e incluso responde con frialdad sobre el futuro de su banda, que ya tiene tres discos (“¿Otro disco de Poncho? Supongo que sí”). Pero lo que Zuker transmite es que nunca va a dejar de hacer cosas, ni de incentivar a otros a que hagan cosas.
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Ahora son las cinco de la tarde del ultimo viernes de marzo y Nekro entra al Perry’s Stage del Lollapalooza en una bicicleta durante el show de Poncho, agarra el micrófono y se pone a dar saltos y cantar (en inglés y castellano) “Sí, es verdad”, un tema bombástico de Carnaval –el segundo disco del grupo– que parece diseñado para hacer explotar boliches en el clímax de la noche, pero funciona perfectamente en este contexto, además de como ejemplo de la propuesta de la banda: una combinación de house fiestero, melodías radiales e invitados más o menos conocidos que aportan su personalidad.
Durante el show, no paran en ningún momento. Los temas se enganchan unos con otros, mientras los invitados van pasando: además de Nekro (a quien Zuker conoció –por supuesto– en una disquería), esta tarde suben Ale Sergi (se vieron por primera vez en una fiesta en una terraza, antes del primer disco de Miranda!), Ale Alvarez de la banda Barco (era el hijo de un amigo que tocaba la batería en Los Twist), Uki Goñi (el cantante de Los Helicópteros, una banda de pop de culto en los 80), Simón Poxyran (le pasaron el disco y le gustó) y Lucas Finocchi (un rasta con una voz soulera perfecta que descubrió en un concurso de bandas nuevas del que fue jurado). Al igual que en su columna radial, se trata de un par de generaciones del under local con las que Zuker se cruzó en alguna de sus constantes expediciones musicales.
El desfile de invitados y el hecho de que la música no pare le dan al show una dinámica de DJ set que mantiene el interés de un público volátil. Hay chicos disfrazados de unicornio con selfie sticks fumando sus primeros porros y rockeros adultos a la espera del show de Metallica, dos extremos de un espectro que contiene la identidad del Lollapalooza: un festival que, como Zuker, surgió junto al rock alternativo y terminó incorporando la música de discotecas.
La mayoría de la gente que está acá no sabe quién es Zuker –para ellos, bien podría ser un vendedor de botones–, ni que “Please Me” era un tema de Poncho. Pero todos conocen la canción: apenas suena el sintetizador arpegiado de la intro, reaccionan con un grito de celebración.
La tarde está hermosa. Ni siquiera los que están sentados en el fondo pueden evitar hacer al menos la mímica de un baile. Desde el escenario, Zuker disfruta del show más convocante de su carrera con el sol del atardecer en la cara. A la noche va a estar en el escenario de al lado –esta vez como público–, viendo a The XX, una banda que le encanta.
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