El divo en sus dominios: Bruno Gelber toca Mozart, uno de sus amores
Por suerte para Bruno Gelber, y para todos, los conciertos en Buenos Aires son por lo general de noche. A Gelber le cae bien la hora, y no porque él sea, como queda bien decir ahora, una persona "oscura". Todo lo contrario. La conversación animada es siempre luminosa y. en todo caso, las zonas más sombrías las reserva para sus lecturas. Las reuniones en su departamento art déco son legendarias (así de irreales parecen) y desde luego suceden siempre en el crepúsculo de la tarde.
A propósito de oscuridades, solemos vincular a Gelber más con Brahms (su versión de 1966 del Concierto N° 1 con dirección de Franz Paul Decker es inolvidable) que con Mozart. Pero Mozart estuvo muy cerca de él desde el principio. Hoy volverá a ese amor de siempre, cuando toque el Concierto N° 21 en do mayor, en el programa de la Filarmónica de Buenos Aires que, con dirección de Ezequiel Silberstein, completan la obertura de Don Giovanni y la Sinfonía N° 39.
"No es un concierto difícil para la orquesta, pero sí para el solista -explica Gelber, de noche, casi madrugada-. Es un concierto que técnicamente es muy retorcido. Es muy lindo, parece muy simple, y por eso hay que darle a la gente la ilusión de que es fácil y de que todo está bien".
Para que todo esté bien hay que resolver problemas. Para muchos, no hay compositor más difícil que Mozart. "La dificultad depende también del amor que te inspira Mozart -dice Gelber-. Yo amo a Mozart. Pero también es cierto que tengo muchos amores, aparte de Mozart: Brahms, Beethoven, Schubert, Mahler... También la música rusa, la música española, aunque no al mismo nivel. Cuando concursé en París, a los 20 años, Marguerite Long había impuesto Navarra, de Albéniz. ¡Es una de las obras más difíciles que existen! Uno oye los temas, ¡pero adentro está lleno de notas! ¿Usted sabe cuántas notas tiene el Tercero de Rachmaninov? Las contó un colega: ¡44.600! No solo hay que saber las tuyas, sino también las de la orquesta, controlar a la orquesta. Tocar con orquesta parece muy fácil, pero hay que tener la cabeza muy abierta para estar realmente en conjunto. Es una manera de congeniar con otros. Con un director que sea un artista uno puede, sin estar de acuerdo en todo, ceder en algunas cosas y que el otro también ceda. Cuando yo tenía 21 años, toqué el Chopin dirigido por Jean Martinon. Me acompañó como un rey, como si hubiera adivinado de qué modo iba yo a tocarlo. Llegué al tercer tiempo y viene la parte de la mazurca. Ahí se baja un poco el tempo. Él no lo bajó. Y yo, con toda la timidez y la humildad del mundo, le dije: 'Maestro, ¿esto no puede hacerlo un poquito más lento, porque no estoy acostumbrado a tocarlo así'. Y se da vuelta y delante de toda la orquesta me dice: '¡Es de muy mal gusto lo que usted quiere hacer!' Entonces yo, que no soy tan lento, le dije: 'No lo dudo, maestro, usted tiene razón. Pero sea bueno y ceda un poco: toque un poquito más lento y yo voy a tocar un poquito más rápido'. Eso es lo que tiene que pasar entre un director un solista".
Gelber vuelve al Colón, que es para él un lugar familiar y a la vez excepcional. "Es una de las salas que te hace cosquillas. Es una sala que impone; está habitada, seguramente". Allí debutó con la dirección de Washington Castro a los 14 años y después, a los 15, tocó con Lorin Maazel.
El Mozart preferido de Gelber es el Jeunehomme. "Es una obra fúnebre. Yo amo ese concierto. Es el primer concierto de Mozart que toqué. El 21, en cambio, es un concierto feliz". ¿Pero no hay nubes en el segundo movimiento? "Bueno, sí, en toda felicidad hay alguna nube".
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