Jorge Navarro: el gran pianista al que Ella Fitzgerald le brindó la anécdota más memorable de su carrera
En un par de semanas Jorge Navarro cumplirá 80. Tiene un disco nuevo, que grabó en vivo junto a músicos amigos, en la Usina del Arte –lo presentará hoy y mañana, a las 21, en el local de jazz Bebop– y un proyecto con Ernesto Acher. Así como hace poco más de dos décadas crearon –junto a Baby López Furst– el espectáculo Gershwin, el hombre que amamos, este año presentará con Acher y una orquesta sinfónica un homenaje al brasileño Tom Jobim, en un teatro porteño. Sesenta años como músico. Nada mal para alguien que, siendo muy joven comenzó, allá por finales de los años cincuenta, como una revelación del piano dentro del mundillo del jazz.
Fue el adolescente inquieto que talló, junto a otros, como Gato Barbieri, la escena del jazz local de los cincuenta y los sesenta. Fue el pianista que un día acompañó a Ella Fitzgerald. El que integró grupos como Swing Timers, The Sound & Company y La Banda Elástica. Fue el que creó un memorable dúo junto a Baby López Furst.
¿Algo le dice el número 80? "Que estoy viejo", larga sin filtro y se ríe, antes de los conciertos de este fin de semana. "No es eso. Pero no me acostumbro al número. Es un cambio de folio y el 80 es un número bravo". Pero tiene motivos para celebrar, al menos los musicales. Participó en un ciclo de "Maestros" en la Usina del Arte, junto a músicos amigos; lo editó en un disco, ahora lo presenta en vivo. también prepara el tributo a Jobim. "En ese sentido soy un agradecido a la vida. Soy sano, solo tengo unos stent que me pusieron hace ya algunos años".
–¿Y musicalmente?
–Bien. Las cosas no pasan por un cambio de década. Lo que ahora atravieso quizá comenzó a los 70 o 75. Es la mayor madurez en la forma de interpretar. Tocar menos y decir más.
–Las limitaciones técnicas que aparecen con los años, la disminución de la velocidad de los dedos, por ejemplo, hacen que los músicos maduren otros recursos.
–No soy un virtuoso. Nunca tuve ligereza. No perdí técnica porque nunca la he tenido. No es algo que pueda extrañar. Soy prácticamente autodidacta. Mi técnica es casera.
–Pero los escenarios habrán sido una buena escuela, desde mediados de la década del cincuenta. El ambiente de jazz supongo que no era tan popular como el del tango.
–Por supuesto, empecé a tocar a los 16. Pero te asombraría saber que había tantas orquestas de jazz como de tango. Tocaban dixieland sobre todo: Georgians Jazz Band, Picking-up Timers, Dixielanders, St. Louis Stompers. Yo tocaba con los Swing Timers, grupo al estilo de Benny Goodman. Y la gente bailaba con esos ritmos. Bailaban como locos. Eso duró unos años hasta que apareció Bill Haley. Ahí se nos fue al tacho el negocio y el jazz dejó de ser música bailable y pasó a ser música para escuchar. Cuando apareció el rock de Haley, Presley y, sobre todo, de los Beatles fue una revolución total. Diría que, por lo que me toca, fue más duro para el jazz que para el tango, porque la gente más grande seguía escuchando y bailando tango.
–De todos modos, no tuviste dudas del camino elegido.
–No, pero los lugares para tocar eran cada vez menos. Y los músicos, en vez de ser contratados debíamos crear nuestros espectáculos. Así, con gente como Gato Barbieri, Rubén Barbieri, Rodolfo Alchourrón, Chivo Borraro y Chico Novarro creamos la Agrupación Nuevo Jazz. Alquilamos el teatro Fray Mocho y todos los lunes hacíamos conciertos. Se llenaba.
–¿Fueron una especie de resistencia?
–Claro, salimos de las pistas de baile de los clubes, donde actuábamos con las típicas, y comenzamos a tocar para el que iba sólo a escuchar. También empezaron a venir figuras de afuera. En el teatro El Nacional se presentó la troupe American Jazz Festival. Creo que estuvieron una semana a sala llena.
–¿Cuál es tu anécdota más atesorada? ¿Será aquella en la que Ella Fitzgerald, que había actuado en un teatro, fue luego al boliche Jamaica y la acompañaste?
–Probablemente sí haya sido esa, por lo sorpresiva. Yo no sabía que Ella estaba en el local. Llegué a Jamaica, me puse a tocar con los ojos cerrados y de pronto escuché su voz cantando. Por supuesto que yo sabía que ella estaba en la Argentina, pero no que estuviera en el boliche y se pusiera a cantar justo cuando yo subí a tocar. Sin duda es una de las más significativas anécdotas. Cantó más de media hora. Luego me invitó a su mesa, donde estaba su representante, Norman Granz. La secretaria nos tomó los datos, a Sergio Mihanovich y a mí, para hacernos los papeles para viajar a los Estados Unidos. Yo me acobardé.
¿Te arrepentiste de eso?
–Era joven. Recién terminaba el secundario, no sabía muy bien qué hacer. Me asusté. Sergio fue un tiempo después. Estuvo muchos años viviendo allá.
–Te animaste recién en 1970.
–Sí. Y estuve hasta el 75. Éramos cuatro argentinos en Sound & Company. Realmente había mucho trabajo. Pero un día tuvimos una disidencia con los muchachos. Mi hijo tenía 1 año cuando nos fuimos para allá, primero para el Caribe, después a los Estados Unidos. A los 5 o 6 años era el momento de ir a la escuela. Y no podía sacrificar la educación de mi hijo. Viajábamos muchísimo, pero decidimos instalarnos en Filadelfia. Y al quedarnos en un lugar fijo no fue lo mismo. El grupo se disolvió en el 75. Al año siguiente fui a Puerto Rico y en el 77 regresamos a la Argentina.
–¿Qué cosas te dio y te quitó el jazz, o la música en general?
–Bueno, me dio una esposa, un hijo. Y una carrera, aunque decir carrera sea demasiado pomposo. Mejor decir: una forma de vida, lo que yo amaba. Y me sacó la convivencia con mis padres. Ellos no querían que fuera músico. En aquellos tiempos decir músico era decir drogadicto o borracho.
–¿A qué se dedicaban?
–Mi papá era comerciante. Mi hermano era abogado, un brillante abogado que llegó a ser juez. Mi padre quería que estudiara algo o que fuera a trabajar a su negocio de telas. Pero, ¿qué ganas podía tener de ir a la tienda si salía de noche a tocar y volvía a las 5 de la mañana? Eso me trajo muchísimos problemas con mis padres. Tuve una adolescencia muy traumática. Finalmente triunfé. Cuando empezaron a aparecer comentarios sobre mí en los diarios se dieron cuenta de que no era una pérdida de tiempo, ni un hobby ni un capricho. Era un trabajo y una manera de vivir. La única que conocí: tocar jazz. El jazz es un modo de vida para mí. Tocar en Jamaica, en los cines, en un teatro. Si no me hubieran pagado habría tocado igual. Una vez que me casé, a los 27, formamos Sound & Company y trabajamos muy bien comercialmente. Ganábamos buen dinero, no para ser millonarios, pero era buen dinero. Nos vio un empresario y en los setenta nos llevó al exterior. Cuando volví me propusieron grabar un disco: Navarro con Polenta.
–El que se reeditó en CD hace un par de años. Muy de los setenta. Seguramente hoy no grabarías algo así. ¿Cómo te escuchás?
–No me gusta escucharme. Sin embargo, es un disco que rescato pese a que es de fusión.
–Claro, comienza con un tema de Led Zeppelin.
–"Black Dog". Tuvo mucho éxito entre la gente joven. Así me conoció gente que no sabía quién era por el tiempo que estuve fuera del país.
–¿Sos músico de una época?
–No. Me considero un músico del jazz clásico. Mainstream. Soy de la corriente del medio, esa que no es tradicional dixieland ni avant-garde. De hecho, toco standards.
–¿Hay una evolución en el jazz o todo lo que escuchamos son ramificaciones de la fusión?
–Lo que sucede es que hubo gente como Gershwin, Cole Porter o Jerome Kern que jamás pensaron en escribir jazz sino canciones para musicales y cine. Los temas eran tan hermosos que los músicos de jazz los tomaron y los tocaron. Los standards son eso hasta que apareció Duke Ellington, que escribió jazz. Luego Monk y varios más. En la actualidad los grupos de jazz tocan sus propios temas, en general.
–¿Qué tan conectado estás con las generaciones más jóvenes?
–No estoy conectado, pero los conozco y estoy contento y asombrado por el nivel con el que se toca. El nivel de los últimos quince años es superior al nuestro, cuando teníamos la edad de estos chicos. Yo sacaba los temas por haberlos escuchado mil veces. Ahora con un libro de la [escuela de música] Berklee está todo resuelto. Antes era equivocarse y volver a probar. Éramos músicos de potrero, por llamarlo de una manera, no teníamos escuela.
–¿Y tenían un sonido local como el que se escucha ahora?
–El jazz es jazz. Pretender escuchar un giro de música argentina en un pianista de jazz es absurdo. El músico de jazz es igual en todo el mundo. Porque el jazz es el mismo en cualquier lado, mejor o peor tocado. Otra cosa es la fusión. Pero no existe un jazz argentino ni un jazz italiano. El francés sería la excepción porque Django Reinhardt tenía su propio concepto.
–¿Te sentís un eslabón que comunica al jazz actual, desde el excelente contrabajista que toca con vos, Arturo Puertas, a un grupo como Escalandrum o bandas y solistas más jóvenes?
–No lo sé. No creo que sean una continuación de lo que nosotros hacíamos. Nosotros tocábamos jazz y no creo que aquello haya motivado a Escalandrum, que es un proyecto tan especial. Lo que veo es el esfuerzo y la búsqueda de cambio.
–Tu último disco, con Arturo Puertas (contrabajo) y Fernando Martínez (piano), más los invitados (Luis Salinas, Alejandra Martin, Mauricio Percan, Ricardo Lew, Berjardo Baraj y Luis Cerávolo) surge de las funciones que hiciste en el Ciclo de Grandes Maestros de la Usina del Arte. ¿Te sentís reconocido dentro del medio jazzístico?
–Lo siento, aunque no me preocupo por averiguarlo. Los músicos jóvenes no dicen nada ni se han acercado, pero yo tampoco voy a verlos porque casi no salgo de noche. Aunque escucho sus músicas. Hay gente de más de 40 o 50 que me sigue, me reconoce. Hoy entré a un kiosco y había alguien que me reconoció y dijo: "Déjeme darle la mano". De vez en cuando me pasan esas cosas. Aunque no soy un músico popular que se lo reconozca en la calle.
–¿Qué cosas te quedan por hacer?
–Hace poco con Ernesto Acher hicimos la despedida de Gershwin, el hombre que amamos. Es decir: Gershwin nunca más. Pero en marzo o abril vamos a estrenar un tributo, también con orquesta y trío de jazz a Tom Jobim.
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