Martha Argerich, Gidon Kremer y una máquina artística perfecta
La extraordinaria pianista argentina y la gloria del violín conquistaron al público del Teatro Colón con un concierto maravilloso
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Ciclo: Festival Argerich, Concierto Nº5. Intérpretes: Martha Argerich, piano; Gidon Kremer y Madara Pētersone, violines. Programa: Igof Loboda, Réquiem para violín solo; Mieczysław Weinberg, Sonata para violín y piano Nº5, op.53; Sonata para dos violines, op.69: Schubert: Sonata para violín y piano D.574. Sala: Teatro Colón. Nuestra opinión: excelente.
La reiteración de las emociones más intensas y la admiración más profunda se van repitiendo, una a una, con cada presentación de Martha Argerich en este Festival que, hasta el presente, viene abundante y generoso, precisamente, en emociones y admiraciones.
Aquellos que, el miércoles pasado, salieron flotando del Colón con la total certeza de que el recital a dos pianos de Martha y Nelson Goerner había sido el summum de un concierto de música de cámara deberían asumir, ahora, que aquel parecer no era del todo correcto. Lo que ayer tuvo lugar en el Colón, con esta yunta bravísima que conforman Martha y Gidon Kremer, estuvo exactamente en el mismo nivel de excelencia. Es cierto, la semana pasada, Martha, por única vez en todo el Festival, estuvo de principio a fin. Pero este lunes, quien asomaba su figura cuando nuestra Reina del Plata se quedaba en su camarín, era, ni más ni menos que Gidon Kremer, un artista superior, una verdadera gloria del violín, uno de los más notables músicos del último medio siglo. Aun cuando el sonido de dos pianos es más contundente y espectacular y aun cuando el amor profesado y manifestado a Martha por el público argentino es impar y bordea la idolatría y el fanatismo (comprensibles y justificados ambos), en términos de arte, de música, de interpretación y de elección de repertorio, este concierto, con obras para violín solo, para dos violines solos, para violín y piano y para dos violines y piano, fue, decididamente, maravilloso.
En el comienzo, en soledad, Kremer interpretó la versión completa del Réquiem para violín solo (dedicado a las víctimas de la guerra en Ucrania) -así, con aclaración entre paréntesis, es el título de la obra- del compositor y gran violinista georgiano Igor Loboda. Si bien la obra mantiene una rigurosa actualidad, el Réquiem fue compuesto para y estrenado por la gran Lisa Batiashvili en 2014, cuando arrancaban las hostilidades entre Rusia y Ucrania en la zona de Crimea. Es una obra estremecedora, tonal y muy disonante a la vez, de altísima dificultad técnica dentro de un tempo lento que Kremer interpretó con un sonido envolvente, con una afinación impecable y con gran sensibilidad. Kremer se tomó una licencia. En la partitura está prescripto que, en el final, mientras se toca suavísimo, en pizzicato, la cuerda del sol, la nota más grave del instrumento, el violinista debe salir caminando lentamente del escenario. Pellizcando la cuerda y en diminuendo, Kremer cerró tenue y mágica la interpretación pero, inamovible, permaneció en el escenario.
Después, apasionante, llegó el segmento Mieczysław Weinberg del concierto. Weinberg, un compositor judío, nacido en Polonia, en 1919, pudo sobrevivir a la Shoá porque alcanzó a huir a la Unión Soviética, en 1939, donde forjó una muy prolífica carrera, por decirlo de un modo general -y, por lo tanto, plausible de diferentes observaciones- cercano a las propuestas y al estilo compositivo de Shostakovich. Martha y Gidon, su amigo/compinche de infinitas aventuras musicales, interpretaron la quinta de sus seis sonatas para violín y piano. Weinberg fue un neoclásico empedernido pero su música destila siempre una alta emocionalidad romántica. La Sonata Nº5, en cuatro movimientos, tuvo una realización magistral. Atendiendo al intenso lirismo del primer movimiento -en el que se filtran, como en toda su obra, melodías devenidas de la música judía de Europa Oriental-, a los contrastes y a las rupturas súbitas y sorteando con total solvencia las tremendas dificultades técnicas, Argerich y Kremer ofrecieron una interpretación extraordinaria, coronada por una ovación merecidísima.
En el comienzo de la segunda parte, también de Weinberg, Kremer y la gran violinista letona Madara Pētersone tocaron la Sonata para dos violines, op.69, una obra en tres movimientos, más ríspida y despojada en su sonoridad general que la sonata anterior pero también muy expresiva. Sin distinciones de dificultad y sin protagonismo de un violín por sobre el otro, la obra, para variar, tuvo una interpretación admirable.
Sabiamente, para equilibrar tanto siglo XX y XXI, en el final, Martha y Gidon trajeron la Sonata para violín y piano, D.574¸ una obra bellísima que Schubert compuso cuando tenía 20 años. Clásica y formalmente tradicional, el violinista y la pianista estuvieron atentos -y actuaron, en consecuencia, con concreciones acertadísimas- a todas las sorpresas que siempre caracterizaron a Schubert, es decir, contrastes súbitos, modulaciones armónicas inesperadas, giros melódicos sorprendentes, acentuaciones imprevistas que violentan las pulsaciones métricas y, por supuesto, a ese lirismo tan genialmente schubertiano que pasó, invicto, de sus canciones a su música instrumental. Por si fuera necesaria otra reconfirmación, una vez más, Kremer y Argerich demostraron que, efectivamente, conforman una máquina artística perfecta.
Generosos y en un nivel superlativo, fuera de programa ofrecieron una interpretación refinadísima de Penas de amor, de Fritz Kreisler (para todos los argentinos, ni más ni menos que la música de La venganza será terrible, el eterno programa de Alejandro Dolina), Jeanne y Paul, de Ástor Piazzolla, y, sumando a Madara Pētersone, atractivos y pujantes, “Vals” y “Polka”, los dos últimos movimientos de Cinco piezas para dos violines y piano, de Shostakovich.
Pero esto no ha sido todo. Al Festival Argerich le faltan tres funciones. Este jueves, con una Camerata Bariloche ampliada para la ocasión y dirigida por César Bustamante, una fiesta de tres conciertos de Bach, de Haydn y de Mozart, con solistas tan destacados como el pianista español Javier Perianes, el ya conocido trompetista ruso-israelí Sergei Nakariakov, y, en trío de solistas, el ya nuestro violinista chileno Freddy Varela Montero y la flautista Claudia Nascimento y el clavecinista Fernando Cordela, ambos brasileños. El sábado volverá Nelson Goerner para tocar Rapsodia sobre un tema de Paganini, de Rachmaninov, junto a la Filarmónica de Buenos Aires, dirigida por Vasily Petrenko. Por último, el domingo, con Martha como una de los cuatro pianistas en escena, Las bodas, el ballet cantado de Stravinsky, con cuatro solistas vocales y, para un final apoteótico, la Fantasía coral para piano, coro y orquesta, de Beethoven, con el Coro y la Orquesta Estables del Teatro Colón, todos dirigidos por Charles Dutoit. Y después, quizás con alguna resaca posterior a tanta agitación, la vida musical volverá a su normalidad.
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