Nueva generación de melómanos
La importancia de los videojuegos en la actualidad es evidente, no solo por su presencia en lo cotidiano, sino por su posición -defendida ya con creces- en nuestra cultura. Los videojuegos poseen la magia de implicar distintas formas de arte en un producto que erige a la música como uno de sus ejes centrales.
Los géneros de los videojuegos inspiran composiciones que se corresponden con tópicos, incluso con aquellos universales que han iluminado a grandes sinfonistas (heroico, pastoral, bélico, exótico, etcétera). En ese sentido la música tiene la utilidad de apoyar su narrativa y compeler al jugador a tomar acciones, punto en el que se acerca al diseño sonoro. Pero más allá de su uso, esta música goza de una autonomía y valía que permiten que, por ejemplo, el 13 de enero de este año el Carneghie Hall se haya llenado de la música orquestal de la saga de videojuegos Final Fantasy. Su suficiencia también permite que las composiciones se vendan por separado, tal como ocurre con las grandes óperas, en las que no necesitamos representación para que nos cautiven.
Esta música goza ya de un olimpo de compositores, entre los que se encuentra el argentino Gustavo Santaolalla con su trabajo para The Last of Us. Por supuesto que no toda la música de los videojuegos es original: a través del título Eternal Sonata no solo se recorre, en un sueño agónico, la vida de Frederic Chopin, sino también su música. Y con Wii Music se accede al lujo de dirigir una orquesta, ensayando obras como la obertura de Carmen, de Bizet, o secciones de El lago de los cisnes, de Chaikovsky.
Sin dudas los videojuegos proponen una forma de consumo que los músicos saben aprovechar para generar nuevos públicos y actualizar los límites de la academia. La presencia de orquestas en las conferencias públicas más importantes de esta industria confirma su trascendencia, así como las entradas agotadas en los conciertos con obras y arreglos de excelente factura. Bajo una mirada atenta los videojuegos pueden convertirse (si no lo son ya) en el mascarón de proa para un futuro prometedor del goce de nuevas generaciones de melómanos.
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