Nueve reinas: la mejor película argentina sobre estafadores cumple veinte años
El tiempo porfía en no detenerse y ya llegamos con demasiada rapidez a un aniversario bien redondo, a conseguir una separación de una cantidad de años sobre la que históricamente nos han mentido cantando que no era nada, para recordar, una vez más, cuánto extrañamos que el cine nos pueda tomar desprevenidos y nos regale el encuentro con una película que inmediatamente después de conocerla sabemos con total certeza que nos va a acompañar desde ese ahora y para siempre. Recordemos que uno de los protagonistas de Nueve reinas, Ricardo Darín, no era una estrella tan grande ni era el sinónimo del éxito asegurado en el que se convertiría después. De hecho, esta fue la película clave para su legitimación como actor; es más, podríamos decir que lo impulsó como ninguna otra a su consagración definitiva y a avanzar notablemente en su camino a convertirse en estrella, casi en un talismán para la buena fortuna en el cine local e incluso allende las fronteras.
Así las cosas, el 31 de agosto de 2000 uno asistía al primer día de exhibición de Nueve reinas, y dos horas después de entrar al cine salía muy distinto a como había entrado, salía transformado. Todavía había salas en la calle Santa Fe y quedaban algunas resistentes en Lavalle, y lo mejor era verla por ahí, en lo más parecido a la Buenos Aires que nos iba a seducir desde la pantalla, una ciudad viva y vibrante y no un centro comercial anodino y sanitizado pero a la vez tóxico. No podíamos esconder –y además para qué– que estábamos emocionados, que nos habíamos convertido una vez más, si habíamos perdido la fe temporalmente, en creyentes en el poder del cine y del arte en general. Y no tardamos mucho, ambiciosos, en que se manifestara en nosotros una secreta fantasía, un anhelo escondido, luego hecho consciente y deseante ante los hechos deslumbrantes, de que un cine así pudiera ser frecuente en la producción local, que esta película fuera un modelo por seguir por otros directores.
Pensamos y apostamos, con un optimismo que se revelaría con ingenuidad, que esta maravilla de fluidez y gracia, de confianza en la seducción mediante una verdadera trama, de puesta en escena pensada al milímetro y sin embargo de trazo aparentemente liviano, que simulaba haber sido hecha con la facilidad con la que se respira en condiciones ambientales óptimas, que disfrazaba su ingeniería obsesiva con un ritmo tal que hasta nos podía hacer creer que se había filmado tan velozmente como transcurría ante nuestros ojos y oídos se convertiría en una película influyente, la más influyente, y con descendencia más o menos inmediata. Parecía sencillo: había que establecer un vínculo indisoluble entre este milagro inesperado y el corazón productivo y creativo del cine argentino y brindarle las mejores condiciones para la reproducción y el cuidado de sus nuevas películas, que nacerían con los genes de Nueve reinas.
Pero claro, eso no sucedió. En la Argentina, todo entusiasmo tiende a ser efímero, y en muchas ocasiones terminar en la evidencia de la derrota, en llanto y desolación. Y así fue que hoy no solamente extrañamos encontrarnos sin preaviso con una película que se nos revele desde un lugar un poco escondido y se nos haga presente con la contundencia de su calidad indudablemente superior, sino que además extrañamos con mayor pesar a su director. Fabián Bielinsky, el debutante a una edad notablemente mayor a la del promedio de los operaprimistas de aquí y de allá y de más allá, tenía 41 años en el estreno de Nueve reinas. Tal vez toda la espera que tuvo que transitar fue un tiempo de maduración, que quizás le haya permitido perfeccionar el plan de la confección de esta película para cuando pudiera finalmente pasar a la acción, al rodaje.
El impar Bielinsky haría solamente un largometraje más, la también magnífica y fundamental El aura, estrenada en 2005. Bielinsky, quizás la mayor pérdida para la riqueza del cine argentino de este siglo, moriría en Brasil al año siguiente, con 47 años y con una muy probablemente en su totalidad, magnífica obra todavía por realizar.
Bielinsky había demostrado con creces que se podía hacer un cine con potencia comercial, que apuntara a un público amplio que se viera seducido y recompensado por haber elegido invertir su tiempo en una película argentina. Nos hizo creer que su arte inigualable había llegado para quedarse y se quedó muy poco, y hoy –repetimos, es que su ausencia no se llena– lo extrañamos mucho también a él, un cinéfilo apasionado, alguien que había visto con fruición mucho cine, y que volvía a ver ciertas películas favoritas para que las influencias no fueran meras referencias o guiños sino que fueran parte de la materia prima con la que hacía sus películas. Así, Fuego contra fuego, de Michael Mann, una de sus películas de cabecera, que veía –según cuentan amigos– una vez al mes, se puede percibir como textura en varios momentos de El aura, como también fue un elemento constitutivo su admiración por Deliverance, de John Boorman, y la violencia en general seca y cortante del cine norteamericano de los años 70.
Nueve reinas tuvo una carrera que superó las expectativas, sostenida en buena medida en la recomendación de casi todos los que iban a verla. Fue una de esas raras películas que logran estirar el tiempo en que cae rápidamente su recaudación, y sostenía su éxito también porque los más incrédulos terminaban intrigados por tanta gente que la recomendaba con pasión, con alegría, con convicción, y finalmente claudicaban y pagaban la entrada para ver el fenómeno cinematográfico del momento. Muchos espectadores de la película no solían ver cine argentino porque consideraban que iban a pasar con toda seguridad unas horas de penitencia, alejadas de toda idea de placer.
Nueve reinas proponía el placer que provoca una historia armada con notable precisión sobre dos estafadores (interpretados por Darín y Gastón Pauls), de esos profesionales del engaño que aparentan ser y hacer ciertas cosas para obtener algo de forma ladina, con una trampa de elaboración no pocas veces sofisticada que la víctima no debe detectar. La película apostaba por un relato que aparentaba ser conducido por un personaje, pero que en realidad se estaba llevando adelante desde el otro. El personaje que creíamos el motor de la acción no era tal, y el que pensábamos que era el llevado, a veces incluso atropellado, por las circunstancias se revelaba como un alumno que superaba al maestro.
Y esa pirueta virtuosa la película no la hacía con artes de estafador sino con recursos de diversión –entendida también, claro, en su acepción de "distracción"– propios de la narrativa cinematográfica bien pergeñada. Nueve reinas sorprendía con su final para muchos totalmente inesperado; pero para llegar a esa instancia vistosa y apasionante no necesitaba clavarnos un puñal por la espalda, nunca traicionaba nuestra fe en el narrador. Se volvía a ver con placer al descubrir el trabajo en cada detalle que pudimos haber pasado por alto en la primera visión, y notábamos las pistas que Bielinsky nos dejaba ver si es que estábamos atentos.
Nueve reinas es, además, una película que no puede ni quiere renunciar a su pertenencia cultural porteña, a su lógica de bares, de locales abiertos a horas inusuales y de veredas bulliciosas como lugares posibles de encuentros a veces aparentemente azarosos, a veces –casi siempre, en esta película de truhanes– planificados con denuedo, detalle y dedicación. Esta obra maestra es una película argentina, procedencia probada con tantas marcas de origen que probablemente siempre nos quedará alguna más por descubrir e interpretar en cada nueva visión, que siempre termina siendo feliz al escuchar el "me acordé" sobre el comienzo de la canción "Il ballo del mattone".
Algunas de estas marcas de localía son la naturalización de la mentira como práctica cotidiana, la facilidad con la que Marcos (Darín) ha resuelto sus dilemas morales (mediante la simple y definitiva supresión), la subestimación de los poderes a los que uno se está enfrentando, que suele tener como resultado derrotas inapelables y dolorosas, la idea de salvarse con un golpe maestro basado en la astucia, el estar más despierto –más vivo– que los demás. Estos últimos planteos también aparecían en El aura en formas y tonos más oscuros y amenazantes, con mayor peso de la sordidez y la violencia y con la presencia de la muerte como horizonte posible. La muerte estaba totalmente ausente de Nueve reinas, que era un juego con más elementos de comedia, y con consecuencias que amenazaban con ser graves o definitorias pero nunca se salían del marco del destino del éxito o de la bancarrota económica.
En ese sentido, Nueve reinas era también proféticamente argentina en el final del derrotero del sorpresivamente derrotado Marcos (Darín), impotente frente a un banco que cerraba sus puertas y el dinero que él creía que iba a ser suyo quedaba, de un plumazo, como una quimera inalcanzable. Un año después de Nueve reinas, la Argentina se encaminaba a la que sería la mayor crisis económica de su historia, hoy con serias y muy atendibles posibilidades de ser destronada. En este presente estamos extrañando tantas cosas que, desde esta realidad sin acceso a las salas de cine y con un futuro cercano que promete ser aún más sombrío que los tiempos que sobrevinieron a esa crisis que creíamos irrepetible, nos damos cuenta de que, para nosotros, siempre fueron más fáciles de repetir las crisis económicas gigantes que volver a vivir la experiencia de encontrarnos con películas irrepetibles como Nueve reinas.
Para terminar, había una clave más, que estaba ahí pero no estuvimos del todo atentos a entender en toda su contundencia, un rasgo más que señalaba lo excepcional e irrepetible que fue la primera película de Bielinsky: en Nueve reinas ganaban los buenos y el inescrupuloso era derrotado. Desde ese detalle, esta no es solamente la mejor película de estafadores que haya dado el cine argentino, y una de las mejores de toda su historia, sino que también aspira a ser tomado como un film con innegables elementos del relato fantástico.
Nueve reinas está disponible en Flow y en Claro Video
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