Antes de volver al Luna Park, el líder de Damas Gratis explica cómo es eso de abandonar el relato del descalabro para convertirse en un objeto de culto popular
Pablo entra agitado, hecho un trapo. El pelo revuelto le cae sobre la camiseta de la selección española, una de las tantas en su larga colección de remeras de fútbol. "Me quise hacer el pibe de barrio y viajé en tren. ¡Qué quilombo! Todo apretado ¡Tenían más olor a pata que yo!", dice, mientras abre la canilla y sumerge la cabeza en la pileta de la cocina. En el living comedor lo esperan todos los integrantes de Damas Gratis, dos publicistas que están haciendo un documental sobre su vida (al que el INCAA acaba de negarle un subsidio arguyendo extraños motivos), unos músicos mexicanos invitados para la ocasión, el saxofonista Sergio Colombo, y Norma, su mamá, la dueña de la casa en la que Pablo Lescano construyó el estudio donde graba, ensaya y lleva adelante las relaciones públicas.
El gentío, al igual que los llamados y mensajes que inundan su celular, tienen un motivo: el show del viernes en el Luna Park, uno más en la historia de la banda. Tal vez el quinto, quién sabe. "No tengo idea cuántos llevamos", dice Pablo, aportando a la confusión. "Antes, no le daba bola al hecho de llegar a esos lugares. Me daba lo mismo tocar ahí, en el Gran Rex o en cualquier bailanta. Aprendí a valorarlo con el tiempo", amplía. El tiempo, justamente. Ese gran redentor que reordenó las piezas, propuso las paces y dispuso las cosas en blanco sobre negro. Que corrió a Lescano del registro delinco-fisura en el momento justo que estaba mordiendo la banquina para sobrevivirlo a un nuevo amanecer que lo expone ya no como un coleccionista de armas ni como el amigo de hampones temibles, sino como un orfebre de la misma cultura popular que él interpela con su pluma y con su voz desde el día que decidió abrevar en Damas Gratis todos sus talentos dispersos.
La historia, quién más, quién menos, la conocemos todos. Fue tecladista de Amar Azul, autor y compositor de Flor de Piedra y productor de bandas varias. Demasiados esmeros relegados al segundo plano de los méritos por encargo. Por eso, un día, cansado de tener que pedir permiso, ajustó los zapatos a su propia horma y trazó un nuevo camino. "Y me puse a cantar yo", agrega. "Probé a varios que en la sala la rompían, pero cuando subían al escenario quedaban corte momia. Y el que la agitaba, era problemático. En realidad, todos los cantantes son problemáticos. ¡Hasta yo lo soy, conmigo mismo!", dice, mitad en chiste, mitad no tanto. Es que, durante un largo rato, él mismo pareció ser el principal conspirador de una obra que fue lo suficientemente genial como para resistir por sí misma los embates de una caravana que comenzó a menguar recién a partir del 2006, cuando su entorno íntimo cerró filas y puso en marcha el definitivo plan rescate. "En el primer día del amigo después de la internación no me llamó nadie", dijo, una vez. Puede ser larga la noche del éxito, pero nadie se queda hasta el otro día para juntar las botellas rotas.
"Antes vivía para la música, para hacer canciones y para estar de joda. Mientras más estaba de joda, más canciones hacía. ¡Si mis letras, justamente, hablan de eso! Ahora tengo tres hijos y mi familia me lleva mucho tiempo. Pero me siento de primera. Venimos de hacer once shows en Paraguay, llegamos ayer, y acá me ves, hablando lo más piola", dice Pablo, apagando las brasas de otro año fundamental para su redescubrimiento artístico. En 2002, el COMFER duhaldista mandaba a lista negra la mayoría de las canciones de Para los pibes y Operación Damas Gratis (los dos primeros discos de estudio) y proscribía al grupo de los programas tropicales, aunque, casi como una descansada, Pablo les mojaba la oreja filtrándose en las páginas policiales para relucir amigos pandilleros, detenciones por portación de armas o largas giras de lunas eternas. Hoy, una década más tarde, su aparición en Encuentro en el estudio, hablando de ProTools, métodos de composición y su fanatismo por el grupo peruano Los Mirlos, le dio al canal estatal records de audiencia muy por encima de Divididos, León Gieco, Fito Páez o cualquier otro de los artistas populares que desfilaron por la señal pública.
Desde que Fidel Nadal se animó a dar el primer paso para romper todos los prejuicios que sobre él y sus consortes imperaban en aquel 2001 fatal; Pablo Lescano comenzó a convertirse en el gurú de ese sonido étnico, casi tribal, que sólo podría ser desentramado a través de su inducción, ya sea bajo su trabajo de producción artística o, simplemente, disparando metrallas de sonidos midis con sus keytars tuneados como escopetas. Los Fabulosos Cadillacs, Roberto Pettinato o Dancing Mood (con esa gran versión de "Take Five", el standard jazzero de Paul Desmond) fueron algunos de los que hicieron fila para beber del cántaro. "Yo no me creo nada. Toco el teclado y hago cumbia, nada más", sale al cruce Pablo, mientras reparte agua entre la decena de invitados, como si fuera un beduino en el desierto. "Si vos sos músico y me invitás a tocar, yo voy, ya fue. Salvo que la banda suene muy fea. Me ha pasado de aceptar invitaciones y, cuando llegaba, veía que no iban ni para atrás. Entonces ya estaba ahí... ¡Ahí, arriba del remise, volviéndome para mi casa!".
Letras ramplonas, un sonido directo y la pilcha de la gente de a pie, la misma que iba a los bailes a encandilarse con los vestuarios virreinales de quienes le cantaban a amores efímeros y a otras demandas que poco tenían que ver con las urgencias de las barriadas marginales en esos tiempos de fuego y desidia institucional. Rápido para los mandados, un productor le puso "cumbia villera" y arrumbó en esa góndola a todos los que, en simultáneo, salieron de la cadena de producción copiando una fórmula que Lescano reclama como propia. Pero el frente interno no duró mucho: Los Pibes Chorros, dispersos y peleados, Pepo, de Los Gedes, preso por intento de robo, Alejandro Mamani, de Supermerka2, muerto tras una pelea absurda en una fiesta del barrio, Yerba Brava, desfragmentado en incontables proyectos menores. Y la lista sigue. "Acá no es como el rock, que los fans te van a ir a ver para siempre. Para seguir vivo, tenés que grabar un disco bueno. Sino, chau. Fuiste. Nosotros metemos dos o tres temitas piolas por álbum para refrescar la propuesta, y así nos logramos mantener", explica Lescano.
Esquivando el éxito es la última aventura discográfica de Damas Gratis (el séptimo de estudio), en donde traban sociedad con Andrés Calamaro o la mexicana Nayeli, versionan un clásico del legendario cantante santiagueño Koli Arce y registran "Sos un botón", hito fundamental de la cumbia villera que Pablo Lescano había compuesto para Flor de Piedra sin llegar a grabarlo jamás junto a su propia banda. El trabajo salió a fines del año pasado, prehistoria para los tiempos frenéticos de una industria que vomita shows de a ocho por noche. "Tenemos tres canciones nuevas, faltan por lo menos siete para terminar el próximo disco. Hago un montón, pero me pasa como al que hace bocetos, que llena de papales el tacho de basura. Cuando compongo, busco los goles. Lo demás lo descarto. O, a veces, se me ocurren cosas que no anoto. Digo: si me las acuerdo, es porque están buenas. Y están buenas, pero me las olvido y me quiero matar. Me pasa todo el tiempo. Soy muy cabeza dura".
Hotel Alvear, Plaza de Mayo, Barrio La Esperanza. Damas Gratis tocó sobre alfombra, cemento y barro, pero para Pablo no hubo lugar más exótico que "una rockería por avenida Pavón, en zona sur, donde había gente con cresta". El Luna Park es la nueva escala el periplo, el figurín repetido de un álbum que se llena de a cientos. "El 7D de Damas Gratis", como le gusta remarcar a él, que no se imagina haciendo otra cosa que no sea tocar, tocar y tocar. "Cuando no hay shows, toco el teclado. Está prendido las 24 horas, no se apaga, así sea para tocar las canciones para chicos que me piden mis hijos. No me veo fuera de la música. Y si no pintan shows, haré gira por cabarets, tocando por la coca y la empanada".
Por Juan Ignacio Provéndola
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