"Frankenstein", el musical que faltaba
"Frankenstein", el musical de un alma perdida", con libro y letra de Tiki Lovera y Gustavo Arduini. Intérpretes: Pablo Toyos, Sebastián Holz, Andrea Lovera, Belén Mackinlay, Pablo Guglielmino, Pablo Di Felice, Martín O´Connor, Silvina Nieto, Roxana Canne, Jorge Priano, Enrique Cragnolino, Gianninna Giunta Parafioriti, Agustín Blanco y elenco. Coreografía: Andrea Lovera. Dirección de coros: Gabriel Giangrante. Diseño de escenografía: Valeria Ambrosio y Ana Repetto. Diseño de vestuario: Jorge Maselli y Horacio Oriez. Diseño de luces: Alejandro González. Diseño de sonido: Osvaldo Mahler. Música y dirección musical: Gabriel Goldman. Dirección y puesta en escena: Hernán Kuttel. Producción general: Lectoure, Livera, Marqués. Duración: 140 minutos, incluido un intervalo. En el Coliseo, Marcelo T. de Alvear 1125.
Nuestra opinión: muy bueno
Lejos estaba de imaginar Mary Shelley cuando escribió la novela "Frankenstein o el Prometeo moderno", en 1818, que en el siglo XXI su criatura iba a renacer entre acordes musicales. Explotado en las versiones cinematográficas, siempre se lo ha mostrado como un ser insensible, malvado y de pocas palabras, cuando no es así. La maldad que se engendra en el monstruo creado por Víctor Frankenstein deriva del rechazo que los hombres sienten por su cuerpo, especialmente su rostro, mutilado por las cicatrices quirúrgicas, sin considerar que en este engendro de la ciencia habían germinado los sentimientos.
Frankenstein es producto del afán de un científico que rechaza la muerte y, tratando de emular a Dios, se propone crear su propia criatura sin medir las consecuencias y sin prever que en la naturaleza del nuevo ser también había lugar para las emociones y la conciencia.
Inducida por los aires románticos que se prenunciaban, Shelley retoma la imagen de Prometeo -quien robó el fuego, según la mitología griega, para entregárselo a los hombres- para mostrar que, cuando Frankenstein se saca la máscara de la maldad, hay un ser con sentimientos que se ve expulsado del paraíso por su fealdad.
Y en esta línea se encuentra el Frankenstein de Mary Shelley, una novela considerada audaz para su época porque cuestionó los adelantos de la medicina y la ciencia, avance que para ese entonces representaba desafiar la naturaleza de un Dios creador.
Valiosos artistas
La versión escénica trata de lograr la mayor aproximación a la novela. Aunque lo logra, también representa un riesgo: no conseguir una valiosa síntesis dramática que beneficiaría un ritmo más dinámico. Pero, de cualquier forma, al observar las aptitudes artísticas del elenco, esto es apenas un reparo menor que no opaca el resultado.
El nivel de los cantantes es óptimo en todos los aspectos, donde además se lucen en las actuaciones, demostrando además una composición corporal comprometida.
No sólo se lucen los responsables de los papeles protagónicos (Pablo Toyos, Sebastián Holz, Andrea Lovera, Belén Mackinlay, Pablo Guglielmino, Pablo Di Felice, Martín O´Connor), sino también el coro y el resto de los cantantes y bailarines.
Un gran acierto es el diseño escénico, a telón abierto, donde predomina una gigantesca escalera, que registra un descenso a los infiernos, ámbito donde se inserta el laboratorio científico. Al mismo tiempo, con un leve e imperceptible desplazamiento, quedan al descubierto unos largos ventanales, el hogar paternal, que en su verticalidad señala un ascenso hacia la bóveda celeste.
También se utilizaron telones en dos variantes: el del fondo permitió recrear con sombras la secuencia de la exhumación en el cementerio, evitando mostrar escenas truculentas. El otro, el tul adornado con proyecciones, sirvió como separador para hacer cambios de escenografía sin interrumpir las acciones.
Además, la puesta tuvo el buen tino de no saturar las imágenes con efectos especiales, optando por una mesura que resultó muy efectiva, porque no distrajo de la historia.
El vestuario, variado en el diseño, contribuyó además a recrear la época.
Hay un componente que es fundamental en este tipo de espectáculos que tiene que ver con la música y el texto. El mérito en esta oportunidad es haber hecho deslizar la letra de las canciones sobre la música y hacer que las palabras no se vieran forzadas en su acentuación, ni las sílabas encorsetadas dentro de los compases.
El trabajo de Gabriel Goldman en la composición se basó en conseguir un acompañamiento adecuado para la letra, pero quizá por este motivo suavizó los matices dramáticos que debe alcanzar la música cuando acompaña las acciones.
De cualquier forma, esta producción demuestra una vez más que el género musical porteño ha alcanzado el mismo nivel que los extranjeros y un plus creativo sorprendente.
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