
Griselda Gambaro: una notable luz en las tinieblas
Con la exactitud y la elegancia verbal que lo caracterizan, Guillermo Saavedra la presenta como "esta poeta disfrazada de narradora y dramaturga". Fue en Clásica y Moderna, en el atardecer del último lunes. Cuarta ronda del ciclo "Encuentros con gente notable", donde Saavedra conversa con personalidades de la cultura. Esa tarde, con sala llena, le tocó a Griselda Gambaro.
Desde que, al estrenar en el Di Tella "El desatino", en 1965, desató una ardua polémica entre críticos y empezó a ser conocida (antes había publicado cuentos y estrenado una obra, casi inadvertida entonces, "Las paredes"), Griselda viene sosteniendo que es tímida.
Quizá lo sea, pero la autenticidad y la calidad artística que trasunta su menuda estampa le otorgan una autoridad evidente. Saavedra destaca, como rasgo de su escritura, una dura transcripción de la crueldad del mundo, junto a la piedad hacia los que sufren. No sólo las víctimas, sino también los victimarios. "Todos somos capaces de lo peor -afirma Griselda-, y únicamente si lo reconocemos, llegaremos a ser personas cabales."
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"Nací con ganas de leer", confiesa. No era habitual la lectura en su familia; el ejemplo de un hermano mayor y la biblioteca popular del barrio, la Sociedad Luz, le favorecieron ese deseo. ¿Y la escritura? "A los 10, 12 años, el diario íntimo, las cartas a las amigas, aunque vivieran a dos cuadras, y las composiciones escolares; me sacaba 10 y pretendían que las leyera en los actos del colegio, pero yo las hacía leer por otra, porque me daba vergüenza." Ya en la juventud, escribió el primer libro de cuentos y las novelas cortas, dos de las cuales, "Las paredes" y "El desatino", se convirtieron en obras de teatro. "¿Por qué -pregunta Saavedra-, cómo fue el proceso?" "No lo sé -contesta ella-, siempre supe del valor dramático de la palabra."
Hace poco se trató ese tema en esta columna. En qué consiste la intuición de lo teatral es un misterio; pero el auténtico dramaturgo lo sabe, y acierta.
Gambaro admite que su teatro podría englobarse en la corriente del absurdo, y advierte: "Me atribuyen influencia de Pinter, pero no lo había leído cuando estrené mis primeras obras: probablemente, se trata de algo que está en el aire de la época". Epoca de abrumadora crueldad y también de enorme heroísmo: el tema constante de Griselda es el peso del juego macabro del poder sobre la gente común, y la capacidad de ésta para oponerse, aunque la máquina implacable termine por destruirla.
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"Escribo primero a mano, después paso en limpio a máquina, una vieja Olivetti; no manejo la computadora, soy muy grande ya para meterme en esas cosas", concede, con humor.
El humor que nunca abandona sus textos, ni siquiera en las situaciones más terribles (ver esa obra maestra, "El campo"). ¿Y cómo nace una obra de teatro? "De muchas cosas, algo visto u oído al pasar, música, lecturas, recuerdos, sueños... Uno es lo que escribe, y uno escribe lo que es."
Surge el tema de la belleza literaria, algo inseparable de la escritura de Gambaro, lejos de cualquier virtuosismo o alarde retórico: pulcritud, limpieza, armonía (aun en la disonancia). Ella afirma: "La belleza tiene su propio sentido". Y el responsable de esta columna recibe un mensaje del pasado. Hace años vio, en el Centro Pompidou, en París, una exposición dedicada a Oscar Niemeyer.
Reproducida en un panel, en tamaño gigantesco, una hoja de la libreta de apuntes del ilustre arquitecto brasileño registraba un veloz esbozo de las arcadas del palacio ducal de Venecia, con esta leyenda: "La belleza engendra su propia necesidad". Las palabras de Griselda corroboran ese concepto de otro gran artista: en medio de las tinieblas, algo en el hombre aspira siempre a la luz.
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