La teatralidad y la política son inseparables
No es ninguna novedad que las ceremonias públicas son puestas en escena, tan calculadas, minuciosas y, en muchos casos, ensayadas con rigor semejante al impuesto por los grandes directores, a la manera de Max Reinhardt o Luchino Visconti.
Nada está más relacionado con la teatralidad que el despliegue con que un gobierno, o una institución, o cualquier movimiento de la índole que fuere, procura impresionar a la opinión pública. Lo supieron los hombres desde que se organizaron en sociedad: las antiguas monarquías orientales, con Egipto a la cabeza, rendían culto a la supuesta divinidad del soberano con ceremonias en las que lo mostraban al pueblo como un ídolo lejano y dorado, en medio de cortejos deslumbrantes.
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En contraste con la sobriedad griega, los romanos adoptaron la fórmula oriental e hicieron del regreso de sus generales victoriosos, conquistadores de naciones, las procesiones llamadas triunfos, antepasadas de los modernos desfiles de las fuerzas armadas en las conmemoraciones patrias. Si bien el primer emperador de Roma, Octavio Augusto, detestaba mostrarse en público y aborrecía la pompa, sus sucesores se complacieron en todo lo contrario.
Las crónicas de tiempos posteriores hablan de los magníficos cortejos medievales, renacentistas, barrocos, donde los grandes de este mundo se dignaban mostrarse a sus súbditos como seres de una especie superior. En Francia, en el siglo XVII, Luis XIV creó un protocolo estricto y rodeó de esplendor sus apariciones en público, política (puesto que de política se trata) seguida por sus colegas en toda Europa, hasta en los mínimos principados alemanes. Podríamos preguntarnos cómo habrá visto Hernán Cortés a Moctezuma, cuando el emperador azteca fue a su encuentro, coronado de plumas de quetzal y de esmeraldas, en la calzada de acceso a Tenochtitlán.
Hoy en día, la corte británica y el Vaticano son acaso los últimos reductos donde aún se ostentan esas procesiones espléndidas. Los funerales de Juan Pablo II mostraron, en ese sentido -dicho sea con respeto y admiración-, un profundo conocimiento de la teatralidad proporcionada por el incomparable decorado que es la Plaza de San Pedro, con un uso magistral de los colores en las casullas de los prelados. Es que no hubo escenógrafo más genial que el gran decorador de la basílica y su entorno, Bernini: las ceremonias vaticanas adquieren especial magnificencia al desarrollarse bajo esa construcción fantástica que es el baldaquino, sobre la tumba del pescador.
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En todo tiempo, los que ejercen el poder lo han escenificado como medio infalible de ostentación y atracción. Albert Speer no fue sólo el arquitecto de las utopías de Hitler, con su maqueta de la Berlín futura, destinada a capital del mundo durante mil años. Fue, sobre todo, el "régisseur", escenógrafo, iluminador y coreógrafo de las asambleas multitudinarias convocadas por el Führer para demostrar su poderío y convencer a los alemanes de su misión histórica. Alguien ha observado, no sin ironía, la semejanza entre las evoluciones marciales del ejército nazi en las concentraciones partidarias de Nuremberg, y las propuestas por el célebre coreógrafo y director de cine Busby Berkeley, ejecutadas por las coristas platinadas en las comedias musicales de Hollywood hacia la misma época: "La calle 42" o "Vampiresas de 1933". Coincidían en el gusto por los desplazamientos simétricos y en el tratamiento del espacio en escaleras y explanadas monumentales.
La teatralidad está en los genes de la especie. El gorila macho, jefe de la tribu, que se golpea el pecho con las manazas ante sus súbitos, admirados y espantados, en celebración de alguna hazaña, equivale al dictador que hoy ruge, amenaza y se vanagloria frente a multitudes extasiadas. El actor hace algo muy parecido pero, sin duda, es otra su trascendencia.
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